Peregrinos inmóviles

Peregrinos inmóviles
 
Últimamente, cuando regresaba a casa de la escuela, encontraba a Papá acostado boca arriba sin moverse y quejándose porque no podía ir a pizcar algodón por el dolor de espalda que lo estaba matando. Con frecuencia hablaba de dejar Corcorán y volver a Santa María, pero cambiaba de opinión esperando mejorarse. Papá se preocupaba de que no tuviéramos suficiente dinero ahorrado al final de la temporada de algodón para sobrevivir los meses de invierno. Ya estábamos a finales de diciembre y Roberto, mi hermano mayor, era el único que estaba trabajando. Mamá se quedaba en la casa para cuidar a Papá, a Rorra y Rubén. Mis otros dos hermanitos, Torito y Trampita, iban a la escuela conmigo, y los fines de semana, cuando no llovía, íbamos a trabajar con Roberto. El único algodón que nos quedaba por pizcar era “la bola”, los restos de la primera cosecha que pagaban a centavo y medio la libra.

Pero ese día cuando llegué a casa, Papá no se quejaba por nada, ni siquiera de su espalda. Tan pronto como entré en la chocita, se estiró para enderezarse y levantarse del colchón que estaba en el piso, y exclamó: —¡Mijo!, ¿estás bien?
—Sí, Papá —respondí, preguntándome por qué él se veía tan preocupado.
—Gracias a Dios —dijo—. La migra barrió por todo el campamento hace como una hora y yo no sabía si había ido a tu escuela también.

Mamá seguramente notó el miedo en mis ojos cuando escuché la palabra “migra" porque ella inmediatamente se me acercó y me abrazó.
 
Esa palabra provocaba un gran temor en mi porque recordaba la redada que habían hecho los de inmigración en Tent City, un campamento de trabajo en Santa María, donde vivíamos antes. Fue un sábado, ya por la tarde. Yo estaba jugando canicas con Trampita enfrente de nuestra carpa cuando oí a alguien gritar: “¡La migra!” “¡La migra!” Yo vi cómo varias camionetas chirriaban al pararse, bloqueando la entrada del campamento. Las puertas de las camionetas se abrieron rapidísimo, y salieron unos hombres armados vestidos en uniformes verdes. Ellos invadieron el campamento, registrando las carpas en busca de trabajadores indocumentados que corrían, tratando de escapar al monte que estaba detrás del campamento. Agarraron a muchos, como a doña María, la curandera, y los metieron como un rebaño de ovejas en los coches de la patrulla fronteriza. Pocos lograron escapar. Nosotros tuvimos suerte porque Mamá y Roberto se habían ido al pueblo a comprar provisiones y cuando los oficiales pasaron por nuestra carpa, Papá les enseñó su tarjeta verde que Ito le había ayudado a conseguir. A Trampita y a mí ni siquiera nos molestaron.

Cuando Roberto llegó a casa del trabajo esa tarde, Papá y Mamá se alegraron de verlo.
—¿No viste a la migra? —le preguntó Papá.
—Vino a nuestro campamento, pero no nos agarró —dijo Mamá, frotándose las manos.
—Al campo no vino —respondió Roberto.
—Entonces, no saliste con la migra —dijo Papá en broma, tratando de aliviar la tensión.
Roberto le siguió la corriente con el chiste y le respondió:
—No, Papá, ella no es de mi tipo. Todos reímos nerviosamente.

Cuando Papá dejó de reír y se mordió el labio inferior, yo sabía lo que venia después.
—Tienen que tener cuidado —nos advirtió, moviendo su dedo índice al señalar a Roberto y a mí—. No pueden decirle a nadie que ustedes nacieron en México. No pueden confiar en nadie, ni siquiera en sus mejores amigos. Si ellos llegan a saber, los pueden delatar. Yo ya había oído esas palabras tantas veces, que hasta me las había memorizado. —A ver, ¿dónde naciste Panchito? —me preguntó seriamente, dándome una mirada penetrante.
—En Colton, California —respondí instintivamente.
—Bien, mijo —dijo él.

Roberto entonces le dio a papá el dinero que había ganado ese día. Papá apretó sus puños, desvió la mirada hacia la pared, y dijo: —No sirvo para nada; no puedo trabajar; no puedo mantenerlos; ni siquiera puedo protegerlos de la migra.
—No diga eso Papá —respondió Roberto—. Usted sabe que no es así.

Papá miró a Roberto, bajó los ojos, y me pidió que le trajera la cajita pequeña de metal plateado donde guardaba los ahorros. Cuando se la traje, se sentó, la abrió y contó el dinero que había dentro.
—Si trabajo en Santa María podríamos medio pasarle este invierno con esto que tenemos ahorrado —dijo preocupadamente—. Pero, ¿qué pasará si mi espalda no me deja?
—No se preocupe, Papá —respondió Roberto—. Panchito y yo podemos encontrar trabajo en Santa María, desahijando lechuga o pizcando zanahorias.

Viendo que ésta era una buena oportunidad de persuadir a Papá que saliéramos de Corcorán, y sabiendo que yo estaba ansioso por regresar a Santa María, Mamá me guiñó el ojo y le dijo a Papá: —Roberto tiene razón, viejo. Vámonos. Además, puede que vuelva la migra por aquí otra vez. Es más seguro vivir en Santa María.
Después de una larga pausa, Papá finalmente dijo:
—Tienes razón, nos volveremos al Rancho Bonetti, mañana por la mañana.

Como golondrinas retornando a Capistrano, nosotros regresábamos a nuestro nido, Rancho Bonetti, en Santa María, cada año, después de que se terminaba la temporada del algodón en Corcorán. El rancho se había convertido en nuestro hogar temporal. Habíamos vivido siempre allí en barracas, ocho meses del año, de enero a agosto, desde que el campamento para trabajadores en Tent City había sido destruido. El rancho estaba al este de Main Street, pero no tenía número de ubicación. La mayoría de los residentes eran trabajadores agrícolas mexicanos que eran ciudadanos americanos o tenían visas de inmigrantes como Papá. Esto hacía al rancho relativamente seguro en relación a las redadas de la migra.

Estaba tan emocionado con volver al Rancho Bonetti que fui el primero en levantarme a la mañana siguiente. Después de empacar nuestras pertenencias y cargarlas en el carro, nos dirigimos hacia el sur, a Santa María. Casi no podía contener mi entusiasmo. Roberto y Trampita estaban emocionados también. Me imaginaba que así era como se sentían los niños cuando hablaban de sus viajes de vacaciones.

Papá no pudo manejar por el dolor de espalda, por eso Roberto condujo la Carcachita. El viaje nos llevó como cinco horas, pero a mí me parecieron cinco días. Sentado en el asiento de atrás, abrí la ventana y saqué la cabeza, buscando letreros que dijeran “Santa María”.
—¿No puedes ir más rápido? —pregunté impacientemente, pinchándole la espalda a Roberto con el dedo.
—Claro, si quieres que nos den una multa —respondió él.
—Eso seria el colmo —dijo Papá, riéndose entre dientes—. Si eso pasara, seria mejor de una vez entregamos a la migra.

Inmediatamente cerré la ventana, y me eché para atrás en el asiento sin decir ni media palabra. Después de algunas horas, Mamá sugirió que paráramos para comer el almuerzo que ella había preparado esa mañana. Yo tenía hambre, pero no quería perder tiempo.
—Podemos comer en el carro —dije, esperanzado en que mis hermanitos apoyaran la idea.
—Y Roberto, ¿qué? Él no puede comer mientras conduce —respondió Papá.

Paramos al lado del camino para comer. Papá se bajó cuidadosamente del carro, agarrándose del brazo de Roberto y del mío. Se acostó en el suelo y estiró la espalda. Yo engullí mis dos tacos de huevo con chorizo y asegurándome de que Papá no me viera, le hice señas a Roberto para que se apurara.
—Ya pues, Panchito —dijo Roberto un poco molesto—. Ya casi termino.

Después del almuerzo continuamos nuestro viaje, y cuanto más nos acercábamos a Santa María, más emocionado me sentía porque yo sabía donde íbamos a vivir los meses siguientes. Me hacia ilusión volver a ver a algunos de mis compañeros del octavo grado de El Camino Junior High. No los había visto desde junio del año anterior cuando terminó la escuela. “¿Me recordarán?”, pensé.

Al pasar por Nipomo, el último pueblo antes de llegar a Santa María, mi corazón empezó a palpitar con más fuerza. Y tan pronto como vi el puente de Santa María, el cual marcaba la entrada a los limites de la ciudad, yo grité:
—¡Ya llegamos! ¡Ya llegamos! Trampita y Torito también empezaron a gritar y despertaron a Rubén que se había dormido. Mamá nos miró y se rió.
—Se han vuelto locos —dijo Papá, sonriendo y poniendo su dedo en la sien.

Una vez que cruzamos el puente de cemento, que se extendía sobre un río seco como por un cuarto de milla, yo estiré el cuello, tratando de ver si localizaba el Rancho Bonetti. Sabía que quedaba cerca de donde había estado Tent City, como a una milla al sur del basurero municipal.

La carretera se transformó en la calle Broadway y pasamos propiamente por el centro del pueblo. Cuando llegamos a Main Street, Roberto dobló a la izquierda y condujo hacia el este como diez millas. Por todo el camino, yo iba señalando los lugares que conocía: Main Street School; el Kress, la tienda de cinco y diez centavos; Texaco, la gasolinera de donde llevábamos el agua para beber; y el hospital donde Torito estuvo internado cuando se enfermó. Después cruzamos Suey Road, que marcaba los limites de la ciudad y el principio de los cientos de acres de lechuga y zanahoria recién sembrados.

Cuando doblamos hacia el Rancho Bonetti, vi que nada había cambiado desde el año anterior. Fuimos recibidos por docenas de perros callejeros. Roberto tuvo que disminuir la velocidad de la Carcachita a paso de tortuga para no lastimarlos y para esquivar los baches que había en la calle de tierra que rodeaba las barracas. Algunos de los perros pertenecían a los residentes, pero la mayoría no tenían dueño. Dormían debajo de las barracas y comían lo que encontraban en la basura. Pero nunca estaban solos. Estaban plagados de miles de hambrientas pulgas. Yo les tenía lástima y me preguntaba si a los perros les molestarían tanto las pulgas como a mí cuando ellas invadían mi cama por las noches.

Las barracas estaban iguales. El señor Bonetti, el dueño, las seguía pasando por alto. Parecían ruinas de guerra. Los edificios tenían las ventanas rotas; partes de las paredes estaban caídas y los techos estaban llenos de hoyos. Había pedazos mohosos de maquinaria vieja por todo el rancho. En medio del rancho había un almacén grande donde el señor Bonetti guardaba tablas, cajas de clavos y otros materiales de construcción que pensaba usar algún día.

Nosotros rentamos y nos acomodamos en la misma barraca donde habíamos vivido el año anterior. Cubrimos con papel los agujeros de las paredes de cartón de yeso; pintamos el interior y cubrimos el piso de la cocina con pintura y linóleo que encontramos en el basurero de la ciudad. Teníamos electricidad. Y aunque no podíamos beber el agua de los grifos porque estaba muy aceitosa y olía a azufre, la usábamos para bañarnos. La calentábamos en una olla sobre la estufa y la echábamos en un recipiente más grande de aluminio, que usábamos como tina de baño. Para obtener agua para beber, llevábamos botellones de cinco galones y los llenábamos en la gasolinera Texaco del centro de la ciudad. A lo largo del frente de nuestra barraca, Roberto sembró geranios rojos, rosados y blancos. Alrededor de los geranios, construyó un cerquito y lo pintó, usando materiales que también encontramos en el basurero de la ciudad.

A la derecha de nuestra casa, a unos cuantos metros, había tres barriles grandes que servían como basureros para los residentes. El señor Bonetti quemaba periódicamente la basura y acarreaba los restos al basurero municipal en su camioneta grande. Detrás de nuestra barraca estaba el excusado que compartíamos con otras dos familias. Algunas veces, cuando llovía, la tierra de abajo se movía y hacía que el retrete se ladeara, dificultando mantener el equilibrio estando uno adentro. El señor Bonetti clavó entonces una soga a la pared del lado para que tuviéramos algo de qué sostenernos.

La semana en que llegamos a Santa María, nos inscribimos en la escuela. Roberto empezó el décimo grado en Santa María High School. Trampita y Torito continuaron sus estudios de primaria en Main Street School. En El Camino Junior High School, yo continué el octavo grado que había empezado en Corcorán, la primera semana de noviembre, después de que se había terminado la temporada de uvas. Rubén y Rorra eran todavía muy pequeños para ir a la escuela. Mamá se quedaba en casa para cuidarlos.

A pesar de que era la primera vez que cursaba el octavo grado en El Camino, no me sentía muy nervioso. Recordaba a algunos de los niños en mi clase porque habían estado conmigo en el séptimo grado el año anterior. A algunos apenas los reconocí. Estaban más altos, especialmente los niños. Yo me había quedado igual, cuatro pies y once pulgadas. Era uno de los niños más pequeños de toda la escuela.

Me gustaban mis dos maestros. Tenía al señor Milo para matemáticas y ciencias por la mañana, y a la señorita Ehlis para inglés, historia y estudios sociales por las tardes. En la clase de historia nos concentramos en el gobierno y la Constitución de los Estados Unidos. Me gustaba más la clase del señor Milo porque me iba mejor en matemáticas que en inglés. Cada jueves, el señor Milo nos hacía una prueba de matemáticas, y al siguiente día arreglaba nuestros pupitres de acuerdo a la calificación que sacábamos en la prueba. El estudiante con la nota más alta tenía el honor de sentarse en el primer puesto, en la primera fila. Sharon Ito, la hija del aparcero japonés, para quien trabajábamos pizcando fresas durante el verano, y yo nos alternábamos en primer lugar, aunque ella ocupó el primer lugar más veces que yo. ¡Me alegraba pensar que no tuviéramos el mismo sistema de asientos en la clase de inglés!
 
Con el pasar de los días, la espalda de Papá no se mejoró y tampoco su disposición. Siempre estaba de mal humor. Mamá, Roberto y yo nos turnábamos dándole masajes con Vick’s Vaporub. Cuando no estaba quejándose por no poder trabajar, se acostaba en la cama sin moverse y tenía una mirada vacía en los ojos. Tomaba muchas aspirinas, comía poco y casi no dormía por las noches. Tomaba pequeñas siestas durante el día, cuando estaba muy agotado.

Una tarde, cuando Papá se estaba echando una cabeceada, Mamá nos llamó aparte a Roberto y a mí.
—No creo que su Papá pueda volver a trabajar en los campos —dijo, limpiándose las manos en el delantal—. ¿Qué vamos a hacer?

Después de una larga pausa, Roberto respondió:
—He estado pensando en buscarme un trabajito en el pueblo. Estoy cansado de trabajar en los campos.

—Sí, un trabajo de todo el año —dijo Mamá.
—¡Esa es una buena idea! —dije entusiasmado—. Así ya no tendremos que mudarnos a Fresno otra vez.
—Tal vez el señor Sims pueda ayudarme —dijo Roberto.
—¿Quién es el señor Sims? —preguntó Mamá.
—El director de Main Street School —respondí—. ¿Se acuerda? Él me dio una vez una chamarra verde.
Tratando de refrescar la memoria de Mamá, Roberto agregó:
—Él fue quien me compró un par de zapatos cuando vio que los míos estaban rotos. Yo estaba en sexto grado.
—Ah, sí. Es muy buena gente —dijo Mamá, recordando finalmente quién era.

El señor Sims estuvo de acuerdo en ayudar a Roberto a encontrar un trabajito de medio tiempo en el pueblo. Le dijo a mi hermano que le avisaría cuando encontrara algo. Mientras tanto, Roberto y yo seguimos trabajando, desahijando lechuga y pizcando zanahorias, después de la escuela y los sábados y domingos.

Algunos días después, el señor Sims le dijo a Roberto que le había encontrado un trabajo. Preparó una cita para que mi hermano se entrevistara con el dueño de la zapatería Buster Brown en la calle Broadway ese sábado por la tarde. Roberto, Mamá y yo estábamos muy emocionados.

Temprano el sábado por la mañana, Roberto y yo nos fuimos al trabajo a desahijar lechuga. Mientras conducía, Roberto no dejaba de hablar de su nuevo trabajo en la zapatería. Su cita esa tarde parecía tan lejos. Para que las horas pasaran más rápido, decidimos competir. Pusimos una marca a un tercio de nuestros surcos para ver si podíamos llegar hasta ahí sin estirarnos. —¿Listo? ¡Dale! —dijo Roberto.

Me agaché y empecé a desahijar con mi azadón cortito, de seis pulgadas. Después de más o menos veinte minutos sin descansar, no podía aguantar el dolor de espalda. Me hinqué y seguí trabajando de rodillas sin parar. Tan pronto como llegué a la marca, me eché al suelo de espaldas. Roberto hizo lo mismo.
—Lo logramos —dije sin aliento—. Pero me está matando el dolor de espalda. Para aliviar el dolor, me di vuelta y me acosté boca abajo en el surco. Roberto me dio un masaje con sus manos fuertes. Sentía un gran alivio cuando mi rabadilla tronaba.

—Te estás poniendo viejo, Panchito. Vamos a descansar —dijo Roberto, riendo. Yo reía entre quejido y quejido.
Roberto se acostó boca abajo a mi lado. Yo me di vuelta y vi el cielo gris. Las nubes negras amenazaban lluvia.
—Estoy cansado de mudarnos cada año —dijo Roberto, recogiendo terrones y arrojándolos.
—Yo también —dije—. Luego, siguiendo con los ojos una nube que pasaba, pregunté—: ¿Te has puesto a pensar en lo que estaremos haciendo dentro de diez o veinte años o dónde estaremos viviendo?

Asegurándose de que nadie nos estuviera escuchando, Roberto me dijo en voz baja:
—Si no nos deportan... Luego añadió en voz alta—: En Santa María, por supuesto.
No puedo imaginarme viviendo en otra parte. ¿Y tú?

Recordando los diferentes campamentos donde habíamos vivido, contesté: —No quiero vivir en Selma, Visalia, Bakersfield o Corcorán. Después, pensándolo por un rato, dije—: Me gusta Santa María. Así es que si decides vivir aquí para siempre, yo también.

Inmediatamente después del almuerzo, Roberto dejó el trabajo para asearse y cumplir con su cita. Yo seguí trabajando y pensando en el nuevo trabajo de Roberto. Cada pocos minutos me estiraba para descansar mi espalda. “Ésta es nuestra oportunidad de quedarnos en Santa María todo el año y así no tener que dejar la escuela para ir a pizcar uvas en Fresno”, me dije a mí mismo. Cuanto más pensaba en esa idea, más me ilusionaba. “Tal vez Roberto me consiga un trabajito en la zapatería también”, pensé.
—¡Qué le parece esto, Buster Brown! —dije en alta voz, tirando el azadón por el aire y atrapándolo al vuelo. Tan pronto como terminé mi tarea, empezó a llover. Corrí y me cobijé debajo de un árbol de pimienta y esperé a que llegara Roberto.

Cuando regresó a recogerme, su estado de ánimo estaba más negro que el cielo.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿No te dieron el trabajo?
Roberto movió la cabeza y dijo: —No, sí me dieron el trabajo, pero no en la zapatería.
—¿Haciendo qué entonces? —pregunté impacientemente.
—Cortándole el césped, una vez a la semana —respondió Roberto tristemente. Sus labios temblaban.
—¡No! —exclamé, lleno de coraje y tirando mi azadón al suelo—. Y ahora, ¿qué?
Roberto aclaró la voz, se enjugó los ojos con la manga de la camisa, y dijo: —Voy a hablar con el señor Sims el lunes, después de la escuela, a ver si sugiere alguna otra cosa. Recogió mi azadón y me lo entregó. —No pierdas la fe, Panchito —me dijo, poniendo su brazo sobre mi hombro—. Todo saldrá bien.

El lunes por la mañana, mi mente no estaba en la escuela. Me preocupaba por Papá y no podía dejar de pensar en Roberto. “Espero que consiga un trabajo”, pensé. “Pero, ¿y si no? No, ¡sí lo encontrará!”, me dije a mí mismo.

Para colmo de desgracias, esa tarde la señorita Ehlis nos dio a la clase una tarea que no me esperaba. —Voy a pasar una parte muy importante de la Declaración de Independencia que quiero que se memoricen —dijo, contando las hojas mimeografiadas que entregaba a cada fila. El aviso despertó quejidos y protestas de toda la clase. —Vamos, no es para tanto —dijo sonriendo—. La parte que quiero que se memoricen es muy corta. Cuando todos tuvimos la hoja de papel, ella leyó las primeras líneas a la clase.

“Mantenemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales; que el Creador les ha otorgado ciertos derechos inalienables, entre ellos el derecho a la vida, la libertad y la busca de la felicidad. Que para asegurar estos derechos, los gobiernos son instituidos entre los hombres, derivando su justo poder del consentimiento de los gobernados”. —¿Ven? No es tan difícil.

Pueden recitármelo a mí sola o para ganar más puntos, lo pueden hacer enfrente de la clase.
Debíamos hacerle saber nuestra preferencia la siguiente semana. Para mí sólo había una alternativa: recitárselo en privado. No quería arriesgarme a hablar enfrente de toda la clase por miedo de que se rieran de mi fuerte acento mexicano. Yo sabía que tenía un acento muy marcado, no porque me lo oyera yo mismo, sino porque los niños a veces se burlaban de mí cuando hablaba inglés. No podía arriesgarme a que esto me pasara enfrente de toda la clase, aunque quería sacar los puntos extra.

Esa tarde, después de la escuela, tomé el autobús para ir a casa. En el camino, traté de memorizar las líneas de la Declaración de Independencia, pero no podía concentrarme. Seguía pensando en qué le habría dicho el señor Sims a Roberto. Cuando llegué a casa y vi la Carcachita, supe que Roberto ya estaba allí. Entré rápidamente. Papá, Mamá y Roberto estaban sentados a la mesa de la cocina.
—¿Qué pasó? ¡Cuéntenme! —dije animadamente.

—¿Qué crees? —me preguntó Roberto, tratando de aguantarse la sonrisa.
Miré de reojo a Papá y Mamá. Ellos estaban radiantes.
—¡Conseguiste el trabajo! —grité.
—Sí, el señor Sims me ofreció un trabajo de limpieza en Main Street School —me respondió, sonriendo de oreja a oreja.
—Es un trabajo de todo el año —dijo Mamá, mirando a Papá.
Cuidando su espalda, Papá se paró lentamente y la abrazó suavemente. Luego se volvió hacia Roberto y dijo:
—La educación vale la pena, mijo. Estoy muy orgulloso de ti. ¡Qué lástima que tu mamá y yo no tuviéramos la oportunidad de ir a la escuela!
—Pero ustedes nos han enseñado mucho, Papá —le dije. No había visto a Papá tan feliz desde hacía muchas semanas.

Después de la comida, me senté a la mesa a hacer mis tareas. Estaba tan feliz por el nuevo trabajo de Roberto que me era difícil concentrarme. Pero me había propuesto memorizar las líneas de la Declaración de Independencia y recitarlas perfectamente, sin olvidar siquiera una palabra. Tomé el texto y lo dividí, línea por línea. Busqué en el diccionario las palabras que no sabia: “evidente", “otorgados”, “inalienables”. Las agregué a la lista de palabras en inglés que tenía apuntadas en mi nueva libretita negra de bolsillo. Me había acostumbrado a escribir todos los días una palabra en inglés con su definición y luego memorizarla. Después de buscar la definición de las palabras, escribí el texto completo en mi libretita con letras pequeñitas: “Mantenemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales...” Repasé muchísimas veces la primera línea hasta que me la memoricé. Mi plan era memorizar por lo menos una línea diaria para así poder recitarlo todo el viernes de la siguiente semana.

El miércoles, después de la escuela, Roberto llegó en el carro a El Camino Junior High para recogerme y llevarme a que le ayudara a limpiar Main Street School. Empezaba a llover. Cuando llegamos a la escuela nos fuimos directamente al sótano donde estaba el cuarto de servicio para recoger el carrito de limpieza. Tenía una bolsa grande para la basura, una escoba, una esponja y otros productos de limpieza. Cuando entramos en la primera clase que teníamos que limpiar, mi mente se llenó de recuerdos. Esa era la misma clase donde yo había estudiado el primer año cuando era alumno de la señorita Scalapino. Todo parecía igual, sólo el escritorio y los pupitres me parecían mucho más pequeños ahora. Me senté en el escritorio de la maestra, saqué mi libretita y leí la segunda y la tercera línea de mi tarea que necesitaba memorizar. “...que el Creador les ha otorgado ciertos derechos inalienables, entre ellos el derecho a la vida, la libertad y la busca de la felicidad”. Fui al carrito de limpieza, agarré la esponja húmeda y empecé a limpiar el pizarrón al mismo tiempo que recitaba las líneas en mi cabeza. Rayos y truenos interrumpieron mi concentración. Miré por la ventana. Estaba lloviendo a cántaros. Reflejado en el vidrio podía ver a Roberto barriendo el piso.

Para el viernes, ya había memorizado las líneas de la Declaración de Independencia y podía recitarlas con cierta facilidad. Sólo la palabra “inalienable” me causaba problemas. Tenía problemas para pronunciarla, así que la dividí en sílabas, repetí cada sonido lentamente y luego la palabra completa. Camino a la escuela en el autobús, saqué mi libretita del bolsillo de mi camisa, cerré los ojos y practiqué diciendo “in—a—li—en—a—ble” mentalmente. El niño que iba junto a mí me miró con extrañeza y me preguntó:
—¿Estás tratando de decir algo?
Su pregunta me tomó por sorpresa. —No —le respondí—. ¿Por qué preguntas?
—Bueno, porque movías los labios.
Un poco avergonzado, le dije lo que estaba haciendo. Pienso que no me creyó porque se quedó viendo la libretita que yo tenía en la mano, dijo algo entre dientes, y se cambió de asiento.

El día empezó muy bien. En la mañana, el señor Milo devolvió los exámenes de matemáticas y nos pidió que arregláramos nuestros pupitres de acuerdo a nuestras calificaciones. A mí me tocó en el primer asiento de la primera fila. Esto definitivamente era una buena señal. Era mi día de suerte. Estaba tan contento que esperaba con ilusión el momento de recitarle a la señorita Ehlis mi tarea por la tarde.

A la una, después del almuerzo, fui el primero en entrar a la clase de la señorita Ehlis. Me senté en mi pupitre y repasé la tarea en mi mente una última vez: “Mantenemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales; que el Creador les ha otorgado ciertos derechos inalienables, entre ellos el derecho a la vida, la libertad y la busca de la felicidad...” Revisé mis apuntes en mi libretita para asegurarme que no había olvidado nada. Estaba perfecto. Sintiéndome plenamente seguro, puse mi libretita en la gaveta del pupitre y esperé a que la clase empezara.

Después de que sonó la campana y todo el mundo se sentó, Miss Ehlis empezó a pasar lista. Fue interrumpida por unos toquidos en la puerta. Cuando ella la abrió pude ver al señor Denevi, el director de la escuela, y a un hombre parado detrás de él. Tan pronto como ellos entraron a la clase y vi el uniforme verde que el hombre llevaba, me entró pánico. Quería correr, pero mis piernas no se movían. Empecé a temblar y sentía las fuertes palpitaciones de mi corazón en el pecho como si él también hubiera querido escapar. La señorita Ehlis y el oficial de inmigración caminaron hacia mí. Poniendo su mano derecha en mi hombro, y viendo al oficial, ella dijo tristemente: —Él es. Los ojos se me nublaron. Me paré y seguí al oficial de inmigración fuera de la clase hasta llegar al carro que decía Border Patrol. Me senté junto a él, en el asiento de enfrente, y nos dirigimos por Broadway a Santa María High School para recoger a Roberto.