El costal de algodón

El costal de algodón
 
A finales de octubre, después que terminó la temporada de la uva, dejamos los viñedos del señor Jacobson en Fresno y nos dirigimos a Corcorán a pizcar algodón. Viajando por la carretera de doble vía, pasamos viñedo tras viñedo. Las parras, despojadas de sus uvas, ahora se cubrían con hojas amarillas, anaranjadas y cafés. Después de dos horas, los viñedos dieron paso a los campos de algodón. A ambos lados de la carretera nos encontramos rodeados de millas y millas de plantas de algodón. Sabia entonces que nos acercábamos a Corcorán.

Después de detenernos en tres diferentes campamentos, encontramos uno que nos dio trabajo y una cabaña de un solo cuarto para vivir. Era una de tantas viviendas para trabajadores agrícolas alineadas en una sola hilera.
 
Esa noche después de cenar, Papá desdobló los costales para la pizca del algodón y los extendió en el centro del cuarto para prepararlos. Me sorprendió cuando vi sólo tres.
Sabía que el costal que medía doce pies de largo era el de Papá y de los que medían diez pies de largo uno pertenecía a Mamá y el otro era de Roberto.
—¿Y el mío? —pregunté.
—Estás muy pequeño para tener uno tuyo —me contestó Papá.
—Pero si el año pasado pizqué sin costal —le respondí, tratando de contener las lágrimas.
Papá movió la cabeza sin decir palabra.
Yo sabia por su silencio que era mejor no insistir más.

Papá me pidió que le estirara su costal para reforzar el fondo con un pedazo extra de lona. Al terminar la última puntada lo probó. Ató el costal a su cintura, dejando la boca del frente entre sus muslos. Arrastrando el costal, se agachó moviendo las manos de arriba hacia abajo y alrededor de plantas imaginarias, simulando que pizcaba algodón. Parecía un canguro.

Cuando terminó de coser el costal de Mamá, ella lo probó al igual que Papá. Al momento que vio los diez pies de lona blanca extenderse por el piso detrás de ella, estalló en una carcajada.
—¿Cuál es el chiste? —interrogó Papá.
—Este es el vestido de bodas más bonito que jamás haya visto —contestó mamá, sujetándose el vientre para aliviar el dolor de tanto reírse.
Riéndonos, Roberto y yo miramos a Papá, a quien no le cayó en gracia.

Como de costumbre, cuando era la hora de acostarnos, Papá dobló su costal a manera de almohada y lo puso en un extremo del colchón frente a la pared donde se encontraba colgada una imagen desteñida de la Virgen de Guadalupe. Luego se sirvió un vaso de agua de galón, que siempre ponía en el piso junto a sus aspirinas, sus cigarros Camel y un bote vacío grande de café Folgers que todos usábamos por la noche cuando hacía demasiado frío para ir al excusado de afuera. Roberto, Trampita, Torito y yo nos arrodillamos frente a la Virgen de Guadalupe y rezamos en silencio. Mamá envolvió a Rorra, mi hermanita recién nacida, en una cobijita. Luego la acostó en una caja de madera al lado del colchón y la besó. Mis papás se acostaron en un extremo del colchón. Roberto, Trampita, Torito, Rubén y yo gateamos hacia el otro extremo y nos acurrucamos unos con otros a fin de mantenernos calentitos.
 
Mis papás tenían la ventaja de que nuestras piernas no alcanzaban el otro extremo del colchón, que era la cabecera de la cama para ellos. Sin embargo, sus piernas sí llegaban a nuestro extremo y a veces al despertarme tenía frente a la cara los pies de Papá y Mamá.

El golpeteo de la lluvia contra el techo me despertó varias veces durante la noche. Cada vez que abría los ojos, veía la punta encendida del cigarro de Papá que brillaba en el oscuro. Otras veces escuchaba el tintineo de su botella de aspirinas. La lluvia no me disgustaba porque sabía que a la mañana siguiente podría quedarme dormido. El algodón estaba mojado, y como nos pagaban a tres centavos la libra, la mayoría de los dueños no nos dejaban pizcar el algodón cuando estaba mojado porque pesaba más.

Me desperté tarde. Para entonces, ya había dejado de llover y todos, excepto Rorra, estaban levantados. Papá, con los ojos enrojecidos e hinchados, maldecía a la lluvia. Él y Roberto envolvieron su botella de galón con una arpillera que cosieron muy ajustadamente para evitar que se rompiera. Trampita y yo nos sentamos en un cajón y miramos cómo Mamá hacia las tortillas de harina.

Para hacerlas usaba un tubo de hierro con el que extendía la masa sobre nuestra mesa, una tabla plana que estaba colocada sobre cajas de madera. Al mismo tiempo que presionaba y extendía la masa, Mamá procuraba que quedara perfectamente redonda y delgadita. Luego las cocía poniéndolas en un comal sobre una de las parrillas de la estufa de keroseno, mientras en el otro ponía una olla de frijoles.

Después de haber desayunado las tortillas y los frijoles recién hechos, yo le ayudaba a Roberto a lavar los platos en una tina de aluminio que Mamá también usaba para bañar a mis hermanitos y para lavar la ropa. Mientras Mamá remendaba la camisa de Papá, él fue en nuestra Carcachita a la gasolinera más cercana para llenar la botella de galón de agua para beber y para conseguir más keroseno para la estufa. Cuando regresó, se fumó otro cigarro, tomó dos aspirinas y se fue a acostar. Trampita y yo nos sentamos en el colchón a jugar a las adivinanzas y a escuchar a Roberto contar cuentos de espantos. Mamá nos pidió estarnos quietos porque Papá no se sentía bien y nos recordó que a él no le gustaba el ruido.
En los días que siguieron, llovió con frecuencia. Para el viernes, cuando el sol finalmente salió, la botellita de aspirinas de Papá estaba vacía y muchas colillas de cigarro cubrían el piso del lado de la cama en donde él se acostaba.

Como reloj despertador, el sonido del claxon me despertó la mañana del sábado. Era el contratista que manejaba, por todo el campamento, en su destartalada camioneta Ford roja, tocando el claxon para avisarnos que el algodón estaba seco y listo para pizcar. Pegado al claxon y tratando de evitar los baches llenos de agua, el contratista conducía, a paso de tortuga, de arriba para abajo por los senderos lodosos, entre hileras e hileras de cabañas. Después de terminar la primera ronda, que le llevaba como veinte minutos, iniciaba una segunda por si acaso algunos se habían vuelto a dormir o no lo hubieran escuchado la primera vez.

Los días que no iba a la escuela, el ruido del claxon era como el sonido de la campana escolar al final del último día de clases antes del verano. El sonido me entristecía porque significaba que tenía que ir a trabajar. Pero para Papá, que normalmente le molestaba cualquier tipo de ruido, este fuerte sonido era como un tónico; lo ponía de buen humor.

A la hora que el contratista había terminado con la segunda vuelta, Mamá ya había hecho el almuerzo y Papá calentaba la Carcachita. Cargamos los costales, nos subimos, y alineamos a la Carcachita detrás de la camioneta roja del contratista, esperando que nos guiara hacia el campo de algodón que íbamos a pizcar. Cargada de trabajadores que no tenían carros propios, la camioneta avanzó lentamente, seguida por la caravana de camionetas y carros viejos.

Después de manejar por cinco millas, el contratista se orilló e hizo señas para que los demás se estacionaran detrás de él. Salió y señaló el campo de algodón. Este se expandía desde el recodo de la carretera hasta donde la pupila pudiera alcanzar a ver. Papá, Mamá, Roberto y yo salimos del carro. Trampita se quedó a cuidar a Torito, Rubén y Rorra. Seguimos a Papá, que se encaminó hacia las plantas de algodón para mirarlas de cerca. Los otros pizcadores hicieron lo mismo. Papá dijo que era una buena cosecha.
  
Las plantas tenían unos tres pies de altura y, parcialmente escondidas entre sus hojas cafés, había muchas borras de algodón. Unas cuantas plantas más pequeñas tenían flores rojas y amarillas y capullos verdes que parecían pequeños aguacates. Papá nos explicó que las flores se cerraban y formaban un capullo verde y duro que después se abrirían para convertirse en borras de algodón.
—Pero recuerden —dijo seriamente— las borras de algodón son como las rosas; bonitas, pero pueden lastimar.
—Si, lo sé. Las cáscaras son como las uñas de gato —contesté, recordando los arañazos que me había hecho en las manos y muñecas el año anterior.

Después de cerciorarse que el algodón estaba completamente seco, el contratista nos dijo que podíamos empezar a trabajar. Todos los pizcadores, menos yo, tenían sus propios costales y surcos para cosechar. Yo me adelantaba unos metros a Mamá, pizcando algodón de su surco y lo apilaba en el suelo. Cuando ella llegaba a la pila, la recogía y la metía en su costal. Luego me pasaba al surco de Papá y hacia lo mismo para que él y Mamá fueran parejos en sus surcos. Roberto no necesitaba de mi ayuda, pues era un pizcador más rápido que mis papás. Roberto le ayudaba a Mamá a hacer más espacio en su costal levantándolo y sacudiéndolo varias veces de arriba hacia abajo para compactar el algodón hacia el fondo.

Después de pizcar por cerca de dos largas horas, el costal de Mamá se puso muy pesado para arrastrarlo detrás de ella. Roberto se preparó para llevarlo al sitio donde pesaban el algodón.

Este sitio de pesar quedaba lejos, al final del campo. Con mi ayuda, Roberto cargó el costal de Mamá sobre su hombro izquierdo y lo sostuvo con la mano derecha. Yo caminé detrás de él, levantando levemente la parte trasera del costal para aliviar el peso. Cuando lo llevábamos hacia el sitio de pesar, la parte delantera rozaba los lados del surco. Roberto se detuvo unas cuantas veces para descansar y limpiarse el sudor de la frente con un pañuelo rojo y azul que tenía atado al cuello. Al aproximarnos al sitio de pesar, el contratista que estaba a cargo le dijo a mi hermano:
—De verdad que eres muy fuerte para ser tan chico. ¿Cuántos años tienes?
—Catorce, casi quince —le contestó Roberto orgullosamente y sin aliento.
—¡Caramba! —replicó el contratista ajustando la báscula que colgaba de un trípode que estaba como a tres pies enfrente al trailer del algodón.
   
Después de pesar el costal de Mamá, el contratista anotó en su libreta noventa libras al lado de nuestro apellido, cuya forma de deletrear le preguntó a Roberto. Burlonamente me preguntó:
—¿Dónde está tu costal, mocoso? Fingí no escucharlo y rápidamente me encaminé al costado del trailer, que era del tamaño de nuestra cabaña. El armazón del trailer estaba forrado de malla de alambre y no tenía techo. Parecía una gigantesca jaula de pájaros. Mientras Roberto subía llevando el costal, yo le sostuve con firmeza la escalera. Cuando él llegó al final, caminó en medio de una tabla atravesada y vació el costal de algodón. Papá cargó su costal hasta el sitio de pesar, pero Roberto lo vació porque Papá tenía la espalda lastimada.

Al final del día, el contratista verificó su libreta y le dio a Papá dieciocho dólares.
—No está mal, seiscientas libras —Papá dijo sonriéndose.
“Hubiéramos ganado más si yo tuviera mi propio costal”, pensé.

A mediados de noviembre los campos de algodón en los que trabajábamos ya se habían pizcado. El contratista le informó a Papá que nos podíamos quedar en la cabaña
—que también pertenecía a la compañía, dueña de los campos algodoneros— hasta el final de la segunda pizca o “la bola”, como se le conocía. La pizca de la bola era bien sucia. Consistía en cosechar todo lo que se había quedado en las plantas después de la primera pizca, incluyendo capullos de algodón, la cáscara y las hojas. El pago era de un centavo y medio la libra. El contratista le dijo a Papá que podíamos pizcar algodón para otros dueños hasta que la bola comenzara, que era entre dos y tres semanas.

En los días que siguieron, cuando no llovía, Papá, Mamá y Roberto salían temprano por la mañana para buscar trabajo. Se llevaban a Torito, Rubén y Rorra. Trampita y yo íbamos a la escuela y nos reuníamos con ellos los fines de semana y días de fiesta.

La madrugada del Día de Gracias, Papá, Roberto y yo viajamos en nuestra Carcachita por horas buscando trabajo en campos de algodón. Ese fin de semana de cuatro días, yo estaba resuelto a demostrarle a Papá que yo debería tener mi propio costal.

En ambos lados de la carretera pasamos interminables campos de algodón cuyas plantas habían sido cosechadas. De sus ramas secas colgaban fibras de algodón dejadas en la primera pizca. Estaban congeladas por el frío. A lo lejos, frente a nosotros, Papá notó una mancha blanca y una nube de espeso humo negro. —¡Allá! —dijo animadamente, señalando con su dedo. Pisó el acelerador. Cuando llegamos al campo de algodón, Papá estacionó nuestra Carcachita a un lado de la carretera, cerca del trailer que llevaba el algodón. Cerca de allí había un grupo de hombres y mujeres que trataban de calentarse alrededor de una llanta ardiendo.

Papá le preguntó al encargado mexicano si había trabajo. Él le dijo a Papá que podíamos empezar cuando quisiéramos, pero nos sugirió que nos esperáramos hasta que el clima se calentara un poco más. Nos invitó a juntarnos con los otros alrededor del fuego, pero Papá no quería perder tiempo y nos dijo a Roberto y a mí que si queríamos nos podíamos esperar pero que él se iba a pizcar. Viendo la oportunidad de demostrarle a Papá que yo ya estaba lo suficientemente grande para tener mi propio costal de algodón, lo seguí a él y a Roberto al campo. Cada uno de ellos escogió su surco. Yo me adelanté como a la mitad del surco de Papá. Saqué las manos de los bolsillos y comencé a pizcar y apilar el algodón en el suelo.

En cuestión de segundos, los dedos de los pies se me entumecieron y difícilmente podía mover los dedos de las manos que se comenzaron a poner rojas y moradas. Yo las soplaba para calentarlas. Entonces sentí una urgencia de orinar. Me volteé para estar seguro de que nadie me viera. Los trabajadores estaban ocupados calentándose y demasiado lejos para verme, así que puse la mano izquierda en forma de cuchara y recibí el chorro caliente de liquido amarillento que me froté en ambas manos. Al instante, sentí ardor cuando la sal penetró en los rasguños de las manos. Y en cuanto el líquido se enfrió, sentí las manos como hielo. No podía seguir. Frustrado y desmoralizado, caminé hacia donde estaba Papá. Él se enderezó y me miró. Sus ojos estaban rojos y humedecidos por el frío. Antes de que dijera algo, él miró a Roberto, que valientemente seguía pizcando, y me dijo que fuera a donde estaba el fuego. Entonces comprendí que aún no merecía tener mi propio costal de algodón.