Soledad

Soledad

Esa fría mañana, muy tempranito, Papá estacionó la Carcachita, nuestro viejo coche, a un lado del campo de algodón. Él, Mamá y Roberto, mi hermano mayor, se bajaron del carro para ir al otro extremo del campo donde comenzaba la pizca. Como de costumbre, me dejaron solo en el coche para cuidar a Trampita, mi hermano menor, que tenía seis meses de edad. Me molestaba mucho quedarme solo con él mientras ellos pizcaban algodón.

Cuando ellos se internaron en el campo, yo me subí al toldo del coche, me paré de puntillas y los seguí con la mirada hasta que ya no los pude distinguir de los otros pizcadores. Tan pronto los perdí de vista, sentí un dolor en el pecho, ese dolor que siempre sentía cuando nos dejaban solos a Trampita y a mí. Sollozando, me bajé del toldo y abracé a Trampita, que dormía en el asiento trasero. Él se despertó llorando y temblando de frío. Lo tapé con una cobija pequeña y le di su biberón. Él se calmó y se volvió a dormir.

Después de varias horas muy largas, me volví a subir al toldo para ver si Papá, Mamá y Roberto venían ya de regreso para el almuerzo. Aguzaba la vista lo más que podía sin parpadear, procurando avistarlos. Cuando finalmente los vi, el corazón me comenzó a latir a cien por hora. Salté del coche al suelo, me caí, me levanté y corrí a su encuentro. Casi derribé a Roberto cuando salté para abrazarlo.

Después de cerciorarse que Trampita estaba bien, Mamá y Papá extendieron el suelo con una cobija militar de color verde detrás de la Carcachita, donde todos nos sentamos a comer. Mamá cogió una bolsa grande de mandado y sacó los tacos que nos había preparado esa madrugada. Papá comió de prisa porque a él no le gustaba perder tiempo para regresar a trabajar. Roberto y yo comíamos despacio, tratando de hacer durar un poco más ese momento. Mamá cargaba en el brazo izquierdo a Trampita para amamantarlo mientras ella comía con la mano derecha. Luego puso a mi hermanito en el asiento trasero, le cambió el pañal, y lo besó suavemente en la frente mientras él iba cerrando los ojos para volverse a dormir. Papá se levantó, dobló la cobija y la volvió a poner en la cajuela. Recogió el costal vacío para el algodón y se lo echó al hombro izquierdo; ésta era la señal para Roberto y para Mamá de que era hora de regresar a trabajar.

Cuando ellos se fueron otra vez después del almuerzo, me subí de nuevo al toldo de la Carcachita y los vi desaparecer en el mar de algodón. Nuevamente sentí ese dolor en el pecho y los ojos se me empañaron. Me recosté en la llanta trasera de la Carcachita, me senté y pensé: “Si aprendiera a pizcar algodón... Papá me dejaría ir con él, Mamá y Roberto, y ¡no me quedaría solo nunca más!”

Después de asegurarme que Trampita seguía dormido, me dirigí silenciosamente al surco más cercano al coche para pizcar algodón por primera vez.

No era tan fácil como pensaba. Traté de hacerlo con ambas manos como lo hacía Roberto, pero sólo pude pizcar una borra de algodón a la vez. Sujetaba firmemente la cáscara del algodón por debajo con la mano izquierda y con la derecha pizcaba las borras para apilarlas en el suelo. Las espinas agudas de las cáscaras del algodón me arañaban las manos como si fueran uñas de gato y a veces se enterraban debajo de las uñas y hacían sangrar los dedos. Tenía dificultades con las borras que estaban en la punta de las plantas más altas, así que me recargaba contra las plantas y las empujaba con mi cuerpo hasta hacerlas descender y tocar el suelo. Entonces me paraba en ellas y me agachaba a recoger las borras. Luego me quitaba rápidamente, puesto que las plantas se volvían a enderezar como si fueran arcos y me golpeaban la cara si no me apartaba a tiempo.

Al final del día estaba cansado y decepcionado. No había pizcado tanto algodón como hubiese querido y el montón sólo tenía cerca de dos pies de altura. Recordé que Papá decía que pagaban a tres centavos la libra, así que mezclé algunos terrones con el algodón para que pesara más.

Al oscurecer, Papá, Mamá y Roberto regresaron finalmente. Estaba a punto de contarles la noticia cuando Mamá me interrumpió: —¿Cómo está Trampita? —me preguntó, dirigiéndose inmediatamente al coche para ver si estaba bien. Cuando abrió la puerta y vio a Trampita, se puso muy enojada. Yo había estado tan ocupado aprendiendo a pizcar algodón que me olvidé por completo de cuidarlo. Cansado de llorar, se había vuelto a quedar dormido después de haberse ensuciado y quebrado el biberón.

—¡Te dije que lo cuidaras! —me gritó Mamá.
—Pero mira lo que hice —le contesté, orgullosamente señalando la pila de algodón que había pizcado. Mamá miró de reojo la pila, movió la cabeza con desaprobación y comenzó a limpiar a Trampita. Papá miró la pila, sonrió ligeramente y le pidió a Roberto que lo ayudara a juntar el algodón. Su sonrisa rápidamente se convirtió en enojo cuando descubrió los terrones. Los separó del algodón y me señaló uno por uno los pedazos de barro que arrojaba al suelo.

—Debería darte vergüenza. Nos podrían despedir por esto —me dijo—. Además, tu obligación es cuidar a Trampita. ¿Está claro? —añadió—, colocando ambas manos en la hebilla de su cinturón.
—Sí, Papá —respondí tímidamente. Estaba confundido y herido. Buscando consuelo, me acerqué a Roberto y le susurré: —Algún día conseguiré ir a pizcar algodón contigo, con Papá y Mamá, y entonces jamás estaré solo.
Roberto me puso el brazo alrededor del cuello y asintió con la cabeza.