El juego de la patada

El juego de la patada
 
Yo estaba de mal humor. Era el último día de clases antes de salir de vacaciones de verano. Sabía que ese día se aproximaba pero trataba de no pensar en ello porque me ponía triste. Sin embargo, para mis compañeros de clase era un día feliz.

En la última hora, la señorita Logan solicitó voluntarios para compartir con el grupo lo que iban a hacer durante el verano. Muchos levantaron la mano. Unos hablaron de irse de viaje y otros de irse a un campamento de verano. Tratando de no escuchar, yo crucé los brazos debajo del pupitre y bajé la cabeza. Después de un rato logré desconectarme de lo que decían y sólo escuchaba vagamente las voces que venían de diferentes partes del salón.

De regreso a casa en el autobús de la escuela, saqué mi libretita y mi lápiz del bolsillo de mi camisa y comencé a sacar cuentas de cuánto tiempo faltaba para volver a empezar las clases —de mediados de junio hasta la primera semana de noviembre, cerca de cuatro meses y medio. Diez semanas pizcando fresas en Santa María y otras ocho semanas cosechando uvas y algodón en Fresno. Conforme sumaba el número de días, me comenzó a doler la cabeza y mirando por la ventana me dije a mí mismo: “Ciento treinta y dos días más después de mañana.”
Tan pronto llegué a casa, me tomé dos aspirinas de Papá y me acosté. Apenas había cerrado los ojos cuando escuché a Carlos, nuestro vecino, gritar afuera:
—¡Ándale, Panchito, vamos a comenzar el juego!

El juego se llamaba kick-the-can. Lo jugaba con mis hermanos más chicos, Trampita, Torito y Rubén en días de clase cuando no tenía tarea, y los fines de semana cuando no llegaba tan cansado de trabajar en los campos.
—¡Apúrate o me la pagas! —gritó Carlos impacientemente.

Me gustaba el juego, pero no me divertía jugando con Carlos. Él era mayor que yo y a cada rato me lo recordaba, especialmente cuando no me ponía de acuerdo con él. Si queríamos jugar, teníamos que seguir sus reglas. Nadie podía jugar a menos que él quisiera. Vestía pantalón de mezclilla ajustado y una camiseta blanca con las mangas remangadas para mostrar sus músculos y guardar ahí su cajetilla de cigarros.
—¡Ándale, Panchito! —gritó Trampita—. No nos hagas esperar más.

Salí a jugar. Quería olvidar lo de los próximos 133 días.

—Ya era hora —me dijo Carlos, dándome un golpe en el hombro derecho—. Tú serás el guardia —dijo, señalando a Rubén—. Trampita, tú haz la base. Torito, tú trae el bote.

Cuando Carlos daba las órdenes, vi a Manuelito parado cerca de los botes de basura. En cada juego, él se paraba solito cerca de ahí porque Carlos no lo dejaba jugar.
—Deja que Manuelito juegue —le dije a Carlos.
—¡No! —me gritó enojado—. Ya te he dicho muchas veces que él no puede jugar. Es demasiado lento.
—Ándale, Carlos, déjalo jugar —insistí.
—¡Que no! —volvió a gritar, dándonos a Manuelito y a mi una mirada amenazante.
—Ándale, Panchito, vete a jugar —me dijo Manuelito tímidamente—. Sólo me pararé aquí para mirar.

Empezamos el juego y mientras jugábamos, me iba olvidando de mis problemas. Incluso mi dolor de cabeza desapareció y así seguimos jugando hasta que anocheció.

El reloj despertador sonó muy temprano a la mañana siguiente. Eché un vistazo por la ventana. Estaba aún oscuro afuera. Cerré los ojos, tratando de dormir un poco más. Pero Roberto, mi hermano mayor, saltó de la cama y jaló las cobijas.

—¡Es hora de levantarse! —dijo. Cuando lo vi ponerse su ropa de trabajo, recordé que teníamos que ir a trabajar y no a la escuela. Sentí los hombros muy pesados.

De camino al trabajo, Papá encendió las luces de la Carcachita para ver a través de la espesa niebla que soplaba de la costa. La niebla cubría el valle todas las mañanas como una sábana gris muy grande.

Ito, el aparcero, ya nos estaba esperando cuando llegamos. Luego una camioneta negra apareció. Podíamos verla a través de la muralla de neblina, no lejos de donde nos habíamos estacionado. El conductor se paró detrás de nuestra Carcachita y en un perfecto español ordenó al que viajaba en la tina de la camioneta que se bajara.

—¿Quién es? —le pregunté a Papá, señalando con el dedo.
—No señales —me dijo Papá—. Es mala educación. Ese es el señor Díaz, el contratista. Dirige el campamento de braceros para la granja Sheehey. El hombre que está con él es un bracero.

En su español mocho, Ito nos presentó a Gabriel, el hombre que acompañaba al contratista.
Gabriel parecía pocos años mayor que Roberto. Vestía un pantalón holgado de color marrón y una camisa de color azul descolorido. Su sombrero de paja lo traía ligeramente inclinado hacia la derecha. Tenía un par de largas y oscuras patillas bien recortadas que bajaban hasta la mitad de su cuadrada quijada. Su cara estaba curtida y las grietas profundas de sus talones eran tan negras como las suelas de sus guaraches.

Gabriel se quitó el sombrero y nos dimos la mano. Se veía nervioso, pero se relajó cuando lo saludamos en español.

Después de irse el contratista, marchamos en línea al final del campo, seleccionamos nuestro surco y comenzamos a trabajar. A Gabriel le tocó estar entre Papá y yo. Ya que era la primera vez que Gabriel cosechaba fresas, Ito le pidió a Papá que le enseñara cómo pizcar.

—Es fácil, don Gabriel —le dijo Papá—. Lo principal es que la fresa esté madura y no magullada o podrida. Y cuando se canse de estar en cuclillas, puede pizcar de rodillas. Gabriel aprendía rápido mirando e imitando a Papá.

A las doce, Papá invitó a Gabriel a comer juntos en nuestra Carcachita. El se sentó a mi lado en el asiento trasero, mientras Roberto y Papá se sentaron en el asiento delantero. De su bolsa de papel sacó una Coca-Cola y tres sándwiches: uno de mayonesa y dos de jalea.
—¡Otra vez! Siempre nos da el mismo almuerzo ese Díaz —protestó Gabriel.
—Estoy harto de esto.
—Puede comerse uno de mis taquitos —le dije.
—Gracias, pero sólo si aceptas este sándwich de jalea —me respondió, acercándomelo.
Miré la cara de Papá y cuando vi su sonrisa, lo tomé y le di las gracias.

—¿Tiene familia, don Gabriel? —le preguntó Papá.
—Si, y la extraño mucho —le contestó con una mirada distante—. Especialmente a mis tres hijos.
—¿Qué edad tienen? —inquirió Papá.
—El más grande tiene cinco, el mediano tiene tres, y el más pequeño, que es una niña, tiene dos.
—¿Y usted don Pancho? ¿Cuántos tiene?
—Un puñado —le contestó Papá sonriendo—. Cinco muchachos y una niña. Todos viven en casa, gracias a Dios.
—Es usted afortunado. Los puede ver todos los días —dijo Gabriel—. A los míos no los he visto desde hace meses. Continuó como si estuviera pensando en voz alta.
—Yo no quería dejarlos solitos, pero no tenía otra alternativa. Tenemos que comer, usted sabe. Les envío un dinerito para la comida y otras necesidades. Quisiera mandarles más, pero después de pagarle a Díaz el alojamiento, comida y transporte, poco me queda. Este Diaz es un ladrón. Nos cobra demasiado por todo—. Después de una pausa agregó—: Ese sinvergüenza no sabe con quién se mete.

En ese momento escuchamos el sonido del claxon de un coche. Era Ito, indicando que era hora de regresar a trabajar. Nuestro descanso de media hora para almorzar había terminado.

Aquella tarde y por varios días después, cuando regresábamos a casa del trabajo, estaba muy cansado para jugar afuera; me iba directo a la cama después de cenar. Pero cuando me acostumbré a la pizca de la fresa, volví a jugar kick-the-can. El juego era siempre lo mismo: jugábamos con las reglas de Carlos. Y él nunca dejaba participar a Manuelito.

El trabajo también era siempre lo mismo. Pizcábamos desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde. Sin embargo, a pesar de que los días eran largos, ansiaba ver a Gabriel y almorzar con él todos los días. Yo disfrutaba escuchándole contar historias y pláticas sobre México. Se sentía tan orgulloso de ser del estado de Morelos como Papá de haber nacido en Jalisco.

Un domingo, próximo al fin de la temporada de la fresa, Ito nos envió a Gabriel y a mí a trabajar para un aparcero que estaba enfermo y que necesitaba ayuda extra ese día. Su terreno estaba al lado de los cultivos de Ito. Tan pronto como llegamos, Díaz, el contratista, comenzó a darnos órdenes.

—Oye, huerquito, limpia la hierba con el azadón —me dijo—, pero primero quiero que tú y Gabriel me ayuden a bajar el arado de la camioneta. Después de bajarlo, el contratista ató una punta de una soga gruesa al arado y acercándole la otra punta a Gabriel le dijo:
—Toma, ata esto alrededor de tu cintura. Quiero que ares los surcos.
—No puedo hacer eso —le dijo Gabriel con una mirada dolorosa.
—¿Qué quieres decir con que no puedes? —le respondió el contratista, poniéndose las manos en la cadera.
—En mi país los bueyes jalan arados, no los hombres
—replicó Gabriel, inclinándose el sombrero para atrás. Yo no soy animal.

—Pero éste no es tu país, ¡idiota! ¡O haces lo que te digo o te corro! —amenazó el contratista.
—No, no haga eso, por favor —suplicó Gabriel—. Tengo una familia que sufre hambre.
—A mí no me importa ni un centavo tu tiznada familia —replicó el contratista, agarrando a Gabriel del cuello de la camisa y empujándolo. Gabriel perdió el balance, y se cayó de espaldas. Luego el contratista lo pateó de un lado con la punta de su bota. Gabriel se levantó de golpe, apretó los puños y se lanzó contra el contratista. Blanco como fantasma, Diaz retrocedió.
—No seas estúpido, piensa en tu familia —dijo el contratista, tartamudeando.

Gabriel se contuvo, sofocado de rabia. Sin quitarle los ojos de encima a Gabriel, el contratista se deslizó hacia su camioneta y arrancó, dejándonos en una nube de polvo.

Yo me asusté. Nunca antes había visto una pelea de hombres. Sentía seca la boca, las manos y piernas me temblaban.
Gabriel aventó su sombrero al suelo y dijo enojado:
—Ese Diaz es un cobarde. Él piensa que es un gran hombre porque les administra el campamento de los braceros a los dueños. ¡El no es nada más que una sanguijuela! Y ahora me quiere tratar como animal. ¡Ya basta!
Entonces, recogiendo el sombrero y poniéndoselo añadió:
—Él puede robarme el dinero. Me puede correr. Pero no puede forzarme a hacer lo que no es justo. Él no puede humillarme y quitarme la dignidad. Eso no lo puede hacer.

Todo el día, mientras Gabriel y yo quitábamos la hierba, continué pensando en lo que había pasado esa mañana. Eso me hacía ponerme triste y enojado. Así como cortaba la maleza, Gabriel maldecía.
  
Esa misma tarde, cuando llegué a casa, me sentía muy intranquilo. Salí afuera a jugar kick-the-can. —¡Ándenle, muchachos, vamos a jugar! —gritó Carlos, poniendo su pie derecho sobre el bote.

Fui hacia donde estaba Manuelito sentado en el suelo, recargado en uno de los botes de la basura. —¿No oíste a Carlos? Vamos a jugar —le dije a Manuelito en voz alta para que Carlos me oyera.
—No estás hablando en serio —me contestó Manuelito, levantándose lentamente.
—Sí, tú también —insistí.
—¿De veras, Carlos? —preguntó Manuelito.
—¡No, lárgate! —le gritó Carlos.
Manuelito metió las manos en los bolsillos de los pantalones y se fue.

—Si Manuelito no juega, yo tampoco —le dije a Carlos. Tan pronto como lo dije, mi corazón comenzó a latir rápidamente. Sentía que las rodillas se me temblaban. Carlos se acercó a mí. Estaba que echaba fuego por los ojos.
  
—¡Manuelito no juega! —me gritó en la cara. Entonces me echó la zancadilla y me empujó. Caí de espaldas como piedra. Mis hermanos corrieron a levantarme.
—¡Tú puedes aventarme, pero no me puedes forzar a jugar! —le grité. Me alejé, sacudiéndome el polvo de la ropa.

Trampita, Torito, Rubén y Manuelito me siguieron a nuestra barraca. Carlos se quedó solo en medio del circulo. Miraba el bote y, de vez en cuando, nos daba ojeadas. Después de unos segundos, enderezó la cabeza, escupió en el suelo, se acercó a nosotros fanfarroneándose y dijo: —Está bien, Manuelito puede jugar.

Gritando con júbilo, Manuelito y mis hermanos empezaron a saltar como chapulines. Yo quería hacer lo mismo, pero me aguanté. No quería que Carlos viera lo feliz que estaba.

Al siguiente día por la mañana, cuando Ito nos dijo que el contratista había corrido a Gabriel y lo había mandado de regreso a México, sentí como si alguien me hubiera dado una patada en el estómago. No me podía concentrar en el trabajo. A veces ni siquiera me movía. Para el tiempo en que yo recogía una caja, Papá ya había recogido dos. Él terminó su surco, empezó otro y se me acercó.

—¿Qué te pasa Panchito? —me preguntó—. Vas muy despacio. Necesitas apurarte.
—Es que me quedo pensando en Gabriel —le contesté.
—Lo que hizo Diaz estuvo muy mal, y algún día pagará por eso, si no en esta vida, en la otra —me dijo—. Gabriel sólo hizo lo que tenía que hacer.

Papá me animó dándome varios puñados de fresas que pizcó de mi surco. Con su ayuda pude terminar ese día tan largo.

Cuando llegamos a casa, no quería jugar kick-the-can. Sólo quería estar solo, pero mis hermanos no me dejaron. Ellos me siguieron pidiéndome que jugara. Finalmente acepté cuando Manuelito se acercó y se unió al grupo.
—Por favor, aunque sea sólo un juego —me suplicó.
—Está bien, pero sólo uno —contesté.

Emparejamos nuestros palitos para ver quién seria el guardia. Le tocó a Carlos. Mientras él contaba hasta el veinte con los ojos cerrados, corrimos a escondernos. Yo me escondí detrás de un árbol de pimiento que estaba al lado del excusado. Cuando me encontró Carlos, gritó
—¡Encontré a Panchito! Él y yo corrimos para alcanzar el bote. Yo lo alcancé primero y lo pateé con todas mis fuerzas. El bote voló en el aire y fue a caer en uno de los botes de basura. Ésa fue la última vez que jugué el juego.