Bajo la alambrada
La frontera es una palabra que yo a menudo escuchaba cuando, siendo un niño, vivía allá en México, en un ranchito llamado El Rancho Blanco, enclavado entre lomas secas y pelonas, muchas millas al norte de Guadalajara. La escuché por primera vez a fines de los años 40, cuando Papá y Mamá nos dijeron a mí y a Roberto, mi hermano mayor, que algún día íbamos a hacer un viaje muy largo hacia el norte, cruzar la frontera, entrar en California y dejar atrás para siempre nuestra pobreza.
Yo ni siquiera sabía exactamente qué cosa era California, pero veía que a Papá le brillaban los ojos siempre que hablaba de eso con Mamá y sus amigos. “Cruzando la frontera y llegando a California, nuestra vida va a mejorar”, decía siempre, parándose muy erguido y echando adelante el pecho.
Roberto, que era cuatro años mayor que yo, se emocionaba mucho cada vez que Papá hablaba del mentado viaje a California. A él no le gustaba vivir en El Rancho Blanco, aún menos le gustó después de visitar en Guadalajara a nuestro primo Fito, que era mayor que nosotros.
Fito se había ido de El Rancho Blanco. Estaba trabajando en una fábrica de tequila y vivía en una casa con dos recámaras, que tenía luz eléctrica y un pozo. Le dijo a Roberto que él, Fito, ya no tenía que madrugar levantándose, como Roberto, a las cuatro de la mañana para ordeñar las cinco vacas. Ni tenía tampoco que acarrear a caballo la leche, en botes de aluminio, por varias millas, hasta llegar al camino por donde pasaba el camión que la recogía para llevarla a vender al pueblo. Ni tenía que ir a buscar agua al río, ni dormir en piso de tierra, ni usar velas para alumbrarse.
Desde entonces, a Roberto solamente le gustaban dos cosas de El Rancho Blanco: buscar huevos de gallina y asistir a misa los domingos.
A mí también me gustaba buscar huevos e ir a misa. Pero lo que más me gustaba era oír contar cuentos. Mi tío Mauricio, el hermano de Papá, solía llegar con su familia a visitarnos por la noche, después de la cena. Entonces nos sentábamos todos alrededor de la fogata hecha con estiércol seco de vaca y nos poníamos a contar cuentos mientras desgranábamos las mazorcas de maíz.
En una de esas noches, Papá hizo el gran anuncio: íbamos por fin a hacer el tan ansiado viaje a California, cruzando la frontera. Pocos días después, empacamos nuestras cosas en una maleta y fuimos en camión hacia Guadalajara para tomar allí el tren. Papá compró boletos para un tren de segunda clase, perteneciente a los Ferrocarriles Nacionales de México. Yo nunca había visto antes un tren. Lo veía como un montón de chocitas metálicas, ensartadas en una cuerda. Subimos al tren y buscamos nuestros asientos. Yo me quedé parado mirando por la ventana. Cuando el tren empezó a andar, se sacudió e hizo un fuerte ruido, como miles de botes chocando unos contra otros. Yo me asusté y estuve a punto de caerme. Papá me agarró en el aire y me ordenó que me estuviera sentado. Me puse a mover las piernas, siguiendo el movimiento del tren. Roberto iba sentado frente a mí, al lado de Mamá, y en su cara se pintaba una sonrisa grande.
Viajamos por dos días y dos noches. En las noches, casi no podíamos dormir. Los asientos de madera eran muy duros y el tren hacía ruidos muy fuertes, soplando su silbato y haciendo rechinar los frenos. En la primera parada a la que llegamos, yo le pregunté a Papá:
—¿Aquí es California?
—No mijo, todavía no llegamos —me contestó con paciencia—. Todavía nos faltan muchas horas más. Me fijé que Papá había cerrado los ojos. Entonces me dirigí a Roberto y le pregunté:
—¿Cómo es California?
—No sé —me contestó—, pero Fito me dijo que ahí la gente barre el dinero de las calles.
—¿De dónde sacó Fito esa locura? —preguntó Papá, abriendo los ojos y riéndose.
—De Cantinflas —aseguró Roberto—. Dijo que Cantinflas lo había dicho en una película.
—Ése fue un chiste de Cantinflas —respondió Papá siempre riéndose—. Pero es cierto que allá se vive mejor.
—Espero que así sea —dijo Mamá—. Y abrazando a Roberto agregó: —Dios lo quiera.
El tren redujo la velocidad. Me asomé por la ventana y vi que íbamos entrando a otro pueblo.
—¿Es aquí? —pregunté.
—¡Otra vez la burra al trigo! —me regañó Papá, frunciendo el entrecejo—. ¡Yo te aviso cuando lleguemos!
—Ten paciencia, Panchito —dijo Mamá, sonriendo—. Pronto llegaremos.
Cuando el tren se detuvo en Mexicali, Papá nos dijo que nos bajáramos. —Ya casi llegamos —dijo mirándome. Él cargaba la maleta color café oscuro. Lo seguimos hasta que llegamos a un cerco de alambre. Según nos dijo Papá, ésa era la frontera. Él nos señaló la alambrada gris y nos aclaró que del otro lado estaba California, ese lugar famoso, del que yo había oído hablar tanto. A ambos lados de la cerca había guardias armados que llevaban uniformes verdes. Papá les llamaba “la migra” y nos explicó que teníamos que cruzar la cerca sin que ellos nos vieran.
Ese mismo día, cuando anocheció, salimos del pueblo y nos alejamos varias millas caminando. Papá, que iba adelante, se detuvo, miró todo alrededor para asegurarse de que nadie nos viera y se arrimó a la cerca. Nos fuimos caminando a la orilla de la alambrada hasta que Papá encontró un hoyo pequeño en la parte de abajo. Se arrodilló y con las manos se puso a cavar el hoyo para agrandarlo. Entonces nosotros pasamos a través de él, arrastrándonos como culebras. Un ratito después, nos recogió una señora que Papá había conocido en Mexicali. Ella había prometido que, si le pagábamos, iba a recogernos en su carro y llevamos a un lugar donde podríamos encontrar trabajo.
Viajamos toda la noche en el carro que la señora iba manejando. Al amanecer llegamos a un campamento de trabajo cerca de Guadalupe, un pueblito en la costa. Ella se detuvo en la carretera, al lado del campamento.
—Este es el lugar del que les hablé— dijo cansada—. Aquí encontrarán trabajo pizcando fresa.
Papá descargó la maleta de la cajuela, sacó su cartera y le pagó a la señora.
—Nos quedan nomás siete dólares —dijo, mordiéndose el labio. Después de que la señora se fue, nos dirigimos al campamento por un camino de tierra, flanqueado con árboles de eucalipto. Mamá me llevaba de la mano, apretándomela fuertemente. En el campamento les dijeron a Mamá y Papá que el capataz ya se había ido, y que no volvería hasta el próximo día.
Esa noche dormimos bajo los árboles de eucalipto. Juntamos unas hojas que tenían un olor a chicle, y las apilamos para acostarnos encima de ellas. Roberto y yo dormimos entre Papá y Mamá.
A la mañana siguiente, me despertó el silbato de un tren. Por una fracción de segundo, me pareció que todavía íbamos en el tren rumbo a California. Echando un espeso chorro de humo negro, el tren pasó detrás del campamento. Viajaba a una velocidad mucho mayor que el tren de Guadalajara. Mientras lo seguía con la mirada, oí detrás de mí la voz de una persona desconocida. Era una señora que se había detenido para ver en qué nos podía ayudar. Su nombre era Lupe Gordillo, y era del campamento vecino al nuestro. Nos llevó algunas provisiones y nos presentó al capataz que afortunadamente hablaba español. Él nos prestó una carpa militar para vivir en ella, y también nos ayudó a armarla.
—Ustedes tienen suerte —nos dijo—. Esta es la última que nos queda.
—¿Cuándo podemos comenzar a trabajar? —preguntó Papá, frotándose las manos.
—En dos semanas —respondió el capataz.
—¡No puede ser! —exclamó Papá, sacudiendo la cabeza—. ¡Nos dijeron que íbamos a trabajar de inmediato!
—Lo siento mucho, pero resulta que la fresa no estará lista para pizcar hasta entonces —contestó el capataz, encogiéndose de hombros y luego retirándose.
Después de un largo silencio, Mamá dijo: —Le haremos la lucha, viejo. Una vez que empiece el trabajo, todo se va a arreglar.
Roberto estaba callado. Tenía una mirada muy triste.
Las dos semanas siguientes, Mamá cocinó afuera, en una estufita improvisada, hecha con algunas piedras grandes, y usando un comal que le había dado doña Lupe. Comíamos verdolagas, y también pájaros y conejos que Papá cazaba con un rifle que le prestaba un vecino.
Para distraernos, Roberto y yo nos poníamos a ver los trenes que pasaban detrás del campamento. Nos arrastrábamos debajo de una alambrada de púas para llegar a un punto desde donde los podíamos ver mejor. Los trenes pasaban varias veces al día.
Nuestro tren favorito pasaba siempre a mediodía. Tenía un silbido diferente al de los otros trenes. Nosotros lo reconocíamos desde que venía de lejos. Roberto y yo le llamábamos “El Tren de Mediodía”. A menudo, llegábamos temprano y nos poníamos a jugar en los rieles, mientras esperábamos que pasara. Comamos sobre los rieles, o caminábamos sobre ellos, procurando llegar lo más lejos que pudiéramos sin caernos. También nos sentábamos en los rieles para sentirlos vibrar cuando se acercaba el tren. Conforme pasaron los días, aprendimos a reconocer desde lejos al conductor del tren. Él disminuía la velocidad cada vez que pasaba junto a nosotros, y nos saludaba con su cachucha gris con rayas blancas. Nosotros también le devolvíamos el saludo.
Un domingo, Roberto y yo cruzamos la alambrada más temprano que de costumbre para ver el tren de mediodía.
Roberto no tenía ganas de jugar, así que nos sentamos en uno de los rieles con los brazos entre las piernas y la frente en las rodillas.
—Me gustaría saber de dónde viene ese tren —le dije a Roberto—. ¿Tú no lo sabes?
—Yo también he estado pensando en eso —contestó, levantando muy despacio la cabeza—. Creo que viene de California.
—¡California! —exclamé yo—. ¡Pero si aquí estamos en California!
—No estoy tan seguro —dijo—. Recuerda lo que...
Entonces lo interrumpió el silbido del tren que conocíamos tan bien. Nos apartamos de los rieles, haciéndonos a un lado. El conductor disminuyó la velocidad hasta casi detenerse, nos saludó y dejó caer una bolsa de papel color café, justamente cuando estaba frente a nosotros. La recogimos y examinamos lo que había adentro. Estaba llena de naranjas, manzanas y dulces.
—¡Ya ves, te dije que venia de California! —exclamó Roberto. Corrimos al lado del tren saludando con la mano al conductor. El tren aceleró y pronto nos dejó atrás. Seguimos el tren con la mirada y lo vimos hacerse más y más chiquito, hasta que desapareció completamente.