Tener y retener
Como de costumbre, al terminar la cosecha de fresa en Santa María, Papá decidió mudarse al valle de San Joaquín, en el centro de California, para pizcar uvas. Como el año anterior, habíamos pasado los meses de verano recogiendo fresas para Ito, el aparcero. Sin embargo, esta vez no iríamos a Fresno a pizcar las uvas del señor Sullivan. Papá no quería que nos fuéramos a vivir al viejo garaje del señor Sullivan otra vez. Así que nos dirigimos a Orosí, un pueblito que estaba a unas cuantas millas al suroeste de Fresno. Papá había escuchado que un cosechador de uvas en Orosí, llamado Patrini, tenía buenas viviendas para alojar a los trabajadores.
Empacamos nuestras pertenencias en la Carcachita, y nos fuimos de Santa María en septiembre cuando la semana escolar empezaba. Papá iba manejando. Mamá y Roberto se sentaron en los asientos delanteros. Mis hermanos menores, Trampita, Torito y Rubén y yo nos sentamos atrás. Rorra, mi hermanita pequeña, dormía en el regazo de mamá. Todos íbamos callados. El único ruido que se podía escuchar adentro era el pasar de los carros y el zumbido del motor de la Carcachita. Cuando pasamos por la escuela Main Street, busqué debajo del asiento y saqué mi colección de pennies, la cual guardaba en una cajita blanca de cartón. Me palpé el bolsillo de mi camisa para ver si tenía mi libretita azul de apuntes. La saqué, la puse sobre la cajita y la apreté fuertemente entre mis manos. Mientras tanto, miraba por la ventana y me preguntaba cómo sería Orosí.
Después de haber viajado por unas cuantas millas, coloqué mi libretita de nuevo en el bolsillo de mi camisa. Destapé la cajita y me puse a mirar mi colección de pennies. Los dividí en dos niveles, separados por un algodón. En la parte de abajo tenía mis dos pennies favoritos. Uno de 1910 con la cabeza de Lincoln y el otro de 1865 con la cabeza de indio.
El Lincoln de 1910 había sido de Papá, pero él me lo regaló. Nosotros vivíamos en Delano, y todos los días, cuando llegábamos a casa después de pizcar uvas, Papá sacaba su cajita de metal, donde guardaba nuestros ahorros y las ganancias del día. Un domingo, cuando él vació la cajita sobre la mesa para contar el dinero, se cayó un penny y éste rodó cerca de mí. Lo recogí y se lo entregué.
—¿Sabes cuántos años tiene esta moneda? —me preguntó.
—No —le contesté.
—La hicieron en 1910, el año en que nací —dijo él orgullosamente.
—¡Es un penny muy viejo! —dijo Mamá, sonriendo alegremente mientras preparaba la cena en nuestra estufa de keroseno.
Papá le lanzó una mirada a Mamá, se rió y le contestó:
—Sólo tiene un par de años más que tú, vieja. Sosteniendo la moneda en su mano, Papá continuó: —La Revolución empezó ese mismo año.
—¿Qué revolución? —le pregunté.
—La Revolución Mexicana —contestó—. No sé toda la historia —dijo disculpándose—. Yo no fui a la escuela, pero lo que sé, lo aprendí de escuchar los corridos y a tu abuelita Estefanía. Ella me contó que, durante esa época, muchos de los hacendados ricos trataban a los campesinos como esclavos.
—¿Mi abuelito Hilario peleó en la Revolución? —le pregunté.
—No, mijo —me contestó—. Mi padre murió seis meses después de que nací. Pero tu abuelita apoyó la Revolución al igual que mucha gente pobre. También oí decir que muchos hacendados enterraban su dinero y sus joyas para esconderlas de los revolucionarios. Muchos de esos tesoros nunca fueron encontrados. Pero la gente decía que de abajo de la tierra salían llamas rojo-amarillentas por donde se encontraba el tesoro enterrado, y la gente las podía ver desde lejos en la noche. Luego, medio riendo, agregó—: Yo no sé si es verdad, pero eso era lo que decían.
Papá tomó mi mano y puso la moneda en ella, diciendo—: Tómala, para que así no olvides el año en que nací. Y si sigues ahorrando pennies, algún día tendrás tu propio tesoro.
Estaba tan emocionado que casi olvidé darle las gracias a Papá. Examiné el penny detalladamente. El año de 1910 estaba casi desgastado.
Desde ese entonces, empecé a coleccionar pennies. Me gustaban más los viejos que los nuevos.
Cuando recorríamos la carretera a San Luis Obispo, coloqué la moneda con la cabeza de Lincoln atrás de la cajita y saqué la moneda de 1865 la de la cabeza de indio.
Carl me la regaló cuando yo estaba en quinto grado en Corcorán. Él y yo éramos compañeros de escuela, pero cuando los dos descubrimos que coleccionábamos monedas, nos hicimos buenos amigos. Durante el recreo, cuando jugábamos pelota, nos asegurábamos de quedar en el mismo equipo, y comíamos nuestra comida juntos todos los días.
Un viernes después de la escuela, Carl me invitó a su casa para que viera su colección de monedas. Tan pronto como sonó el último campanazo, corrimos a su casa, la cual estaba a sólo tres cuadras de la escuela. Cuando entré en ella me quedé asombrado. Nunca había estado dentro de una casa. La alfombra por la que caminaba se sentía como costales llenos de algodón. La sala estaba calentita, y era tan grande como la cabaña donde nosotros vivíamos. La luz era suave y calmante. Carl me enseñó su cuarto. Él tenía su propia cama y su propio escritorio. Del ropero que estaba lleno de ropa, sacó una caja de puros y varios cuadernillos azules.
—Estos son mis pennies —dijo él, abriendo uno de sus cuadernillos. Sus monedas estaban muy bien ordenadas por año. Mis ojos y dedos se fueron directamente a la moneda más antigua.
—Ésa es de la cabeza de indio de 1860 —dijo él.
—Yo creía que todos los pennies tenían la cabeza de Lincoln —dije sorprendido.
—¡Oh no! —dijo él, abriendo su caja de puros—. Ves, yo tengo muchos de ésos.
—Te doy una de mis monedas de Lincoln por una de las tuyas de cabeza de indio —le dije.
Carl lo pensó por un momento y me dijo: —No tienes que darme nada. Te doy una; escoge la que quieras.
—Gracias —le dije muy emocionado. Rápidamente recorrí con la vista los pennies y escogí uno del año 1865. Era el más viejo de los que me ofreció.
Cuando regresábamos a la escuela para tomar mi autobús, Carl me dijo: —¿Cuándo podré ir a tu casa para ver tu colección? —Su pregunta me tomó por sorpresa. Nunca se me ocurrió que él quisiera ir a mi casa. Después de haber visto su casa, estaba seguro de que no quería llevarlo a conocer el lugar en que yo vivía.
—Pues... dime, ¿cuándo? —me volvió a preguntar, un poco confundido porque yo no le contestaba.
Después de pensar en varias excusas, finalmente le dije:
—Vivo muy lejos. Creo que mejor traeré mi colección a la escuela. No es muy grande; sólo son unos cuantos pennies con la cabeza de Lincoln.
—Está bien, pero de todas formas me gustaría verla —dijo él.
Después de ese día, nunca volví a ver a Carl para mostrarle mi colección. Ese fin de semana nos mudamos a Five Points.
Coloqué el penny en su lugar de la cajita y la cerré. Miré directamente por el parabrisas, entre Papá y Mamá, para ver qué tanto habíamos avanzado y para buscar letreros que indicaran Orosí.
—Papá, ¿qué quiere decir Orosí? —pregunté.
—No estoy seguro, mijo —me respondió—. Pero presiento que nos va a gustar el lugar.
Saqué mi libretita y escribí la palabra, dividiéndola en dos palabritas. Oro/si. Basándome en lo que Papá había dicho, yo miraba en ese nombre una promesa que el lugar iba a ser bueno.
Cerré mi libretita y la sostuve en la palma de mi mano. Estaba casi nueva cuando la encontré en el basurero municipal de Santa María. Pero ahora la cubierta azul estaba despintada y las orillas estaban desgastadas. Me puse a alisarla, y recordé el día en que yo la usé por primera vez.
Fue en la clase de sexto grado con la maestra Logan, en Santa María. Era a finales de enero, y acabábamos de regresar de Fresno, donde yo había comenzado el sexto grado en la clase del señor Lema en noviembre. Yo estaba atrasado en inglés, la materia favorita de la señorita Logan. Todos los días ella escribía una palabra diferente en inglés en el pizarrón y nos decía que la buscáramos en nuestro diccionario lo más rápido que pudiéramos. El estudiante que la encontrara más rápido obtendría un punto y, al final de la semana, el que juntara más puntos obtendría una estrellita de oro. Yo nunca conseguí ni una estrellita ni un punto. Me tardaba demasiado para encontrar las palabras y tampoco sabía el significado de muchas de ellas. Así que decidí anotar todas esas palabras en mi libretita con todo y sus definiciones para memorizarlas. Continué haciendo eso durante todo el año. Y aún después de que me salí de la clase de la señorita Logan, seguí agregando nuevas palabras con sus respectivas definiciones en mi libretita. También escribía otras cosas que necesitaba aprender de la escuela, como la forma de deletrear ciertas palabras, al igual que algunas reglas de matemáticas y gramática. Llevaba mi libretita en el bolsillo de la camisa y mientras trabajaba en el campo, memorizaba la información que había escrito en ella. Adondequiera que iba, yo siempre me la llevaba conmigo.
Después de viajar durante cinco horas, llegamos a nuestro nuevo hogar en Orosí. Era una casa vieja de madera, amarilla y de dos pisos. Estaba a unas quince millas fuera de la ciudad. El señor Patrini, el dueño, nos dijo que la casa tenía setenta años de antigüedad. No podíamos usar el segundo piso porque estaba en malas condiciones. El primer piso tenía una cocina y dos recámaras. Detrás de la casa había un enorme establo, y cientos de viñedos.
No nos tomó mucho tiempo para descargar la Carcachita. Papá, Mamá y Rorra ocuparon un cuarto; Roberto, Trampita, Torito, Rubén y yo tomamos el otro. Después de que habíamos acomodado nuestras pocas pertenencias, me senté en el piso a mirar mis pennies. Quería asegurarme de que no rozaran uno con otro antes de ponerlos debajo del colchón. Cuando me di cuenta, Rorra estaba parada cerquita de mí.
—¿Me das uno? —preguntó.
—¿Un qué? —le contesté.
—Un penny —me dijo.
—No de éstos —le dije—. Estos son especiales. Ella hizo una mueca y se fue arrastrando los piececitos.
Esa tarde, antes de acostarme, otra vez revisé mis pennies. Me quité la camisa y con cuidado la colgué en un clavo que había en la pared, asegurándome de que no se cayera mi libretita del bolsillo. Después de rezar, nos metimos a la cama. No podía dormir. “No puedo creer que estamos viviendo en una casa”, pensé.
Mis hermanitos debían de haber estado emocionados también porque empezaron a reírse y cuchichear. Roberto intentó callarlos, pero no pudo.
—¡Escuchen! —dijo Roberto en tono muy bajo—. Es La Llorona. ¿La oyen?
—Yo no escucho nada. Sólo quieres asustarnos —le respondió Trampita.
—Eso no es cierto —contestó Roberto—. Cállense y la escucharán.
Después todos guardaron silencio por el resto de la noche.
Al siguiente día, antes del amanecer, Papá, Roberto, Trampita y yo fuimos a pizcar uvas para el señor Patrini. Mamá se quedó en la casa para cuidar a mis hermanitos. Yo me llevé mi libretita. Quería aprender unas reglas de ortografía mientras trabajaba, pero no pude. El molesto sol abrasador no me dejó. Como a eso de las diez mi camisa estaba empapada de sudor. Me limpié las manos en los pantalones, y con mucho cuidado saqué mi libretita del bolsillo. La llevé a la Carcachita y la dejé ahí. No quería que se ensuciara o se mojara. Para cuando terminó el día, todo mi cuerpo estaba cubierto del polvo de los viñedos. Mis manos y brazos parecían como si fueran hechos de barro. Me quité la capa de lodo que tenía con el cuchillo que usaba para cortar las uvas.
Al ponerse el sol, llegamos a casa. Mamá y Rorra se fueron a la tienda mientras Papá, Roberto, Trampita y yo nos quitamos la ropa y nos bañamos en una pila que estaba detrás de la casa. Después de vestirnos, yo puse mi libretita en mi camisa limpia.
Cuando Mamá regresó, le ayudé con las provisiones y le pregunté:
—¿Te dieron algún penny en el cambio?
Ella buscó en su monedero y me entregó uno. Era de 1939.
—¿Me puedo quedar con él? —le pregunté.
—Claro, mijito —me contesto.
Fui a mi cuarto para ponerlo con el resto de mi colección. Saqué mi caja de abajo del colchón y le quité la tapa. La primera capa de algodón estaba vacía. “No puede ser, tienen que estar aquí”, pensé. Después revisé la segunda capa. Nada. ¡Mis pennies de 1910 y 1865 habían desaparecido! Salí del cuarto gritando, —¡Mis pennies, alguien los tomó!
Cuando llegué a la cocina, Rorra corrió y se escondió detrás de Mamá, quien estaba preparando la cena. —¿Tú tomaste mis pennies? —le grité a mi hermanita—. Si los tomaste, ¡dámelos! Refugiándose tras la falda de Mamá, Rorra extendió el brazo, abrió la mano, y me ofreció dos bolas rojas de chicle. —¡No quiero tus chicles, quiero mis pennies! —le volví a gritar. Ella aventó las bolas de chicle y empezó a lloriquear.
—Cálmate Panchito —me dijo Mamá—. Después se quedó viendo a mi hermana y le preguntó: —Mija, ¿tú tomaste los pennies de Panchito?
Rorra movió la cabeza afirmativamente.
—¿Y qué hiciste con ellos? —continuó Mamá—.
Rorra señaló las bolas de chicle que estaban en el piso.
—¿Pusiste los pennies en la máquina de chicles de la tienda? —pregunto.
Cuando ella dijo que sí, sentí que se me encendía la cara; todo se veía borroso. Me salí de la casa, golpeando la puerta. Me senté en los escalones del frente y me puse a llorar.
Segundos después, Mamá salió y se sentó junto a mí.
—Entiendo que estás muy resentido, mijito, pero tu hermana sólo tiene cuatro años —dijo tiernamente.
Entonces aclaró su voz y continuó—: Déjame contarte una historia que escuché cuando era niña. Hace mucho tiempo vivía una hormiguita muy viva que siempre ahorraba pennies hasta que se volvió rica. Muchos animales se querían casar con ella, pero la asustaban. El gato maullaba mucho, el loro hablaba siempre, y el perro ladraba muy fuerte. Un toro y una cabra también la espantaban, menos un pequeñito ratoncito café que se llamaba Rafaelito. Él era tranquilo, inteligente, formal y de buenos modales. Se casaron y vivieron muy felices por mucho tiempo. Hasta que un día cuando la hormiguita estaba cocinando una olla de frijoles, se cayó dentro y se ahogó, dejando al ratoncito con mucho dinero, pero terriblemente triste y solo. Pues vez, mijito, Rorra es mucho más importante que los pennies. No seas tan duro con tu hermanita.
El cuento de Mamá me calmó un poco, pero aún estaba enojado con mi hermana. Suspiré y regresé a mi cuarto. Me senté en el colchón y saqué mi libretita de mi camisa. Le di vuelta a la hoja donde había apuntado mis pennies, y taché la cabeza de Lincoln de 1910 y la cabeza de indio de 1865.
La siguiente mañana, antes de irme al trabajo, Mamá y yo forramos mi libretita con papel encerado para que no se ensuciara. Entonces marqué las reglas de ortografía que quería memorizar ese día. Mientras pizcaba las uvas, repasaba el texto mentalmente y sólo veía los apuntes en mi libretita cuando tenía que hacerlo. Esto hizo que el tiempo se me pasara más rápido.
De regreso a casa, nos detuvimos en una gasolinera para comprar keroseno para la estufa. El dependiente llenó nuestro tanque de cinco galones y lo puso en la cajuela de la Carcachita. Cuando llegamos a casa, Papá le dio a Roberto las llaves del carro y nos pidió que bajáramos el tanque y llenáramos la estufa.
—Panchito, esto no huele a keroseno —dijo Roberto en cuanto bajó el tanque de la Carcachita—. Huele a gasolina; mejor ve a decirle a Papá.
Entré a la casa y le dije a Papá. Él estaba clavando una tabla que hacia falta en el cuarto.
—Estoy seguro de que está bien, mijo —respondió Papá—. Probablemente es del keroseno barato.
Me quité la camisa, la puse en el colchón, y después regresé a donde estaba Roberto.
—Papá dice que está bien —le dije a mi hermano.
Roberto encogió los hombros, cargó el tanque y lo llevó a la cocina. Mamá ya estaba a punto de preparar la cena. Ella primero limpió la estufa para que a Roberto se le facilitara llenarla. La estufa estaba sobre una mesa bajo la ventana que tenía cortinas de plástico. Cuando Roberto terminó, Mamá colocó la olla de los frijoles en una de las parrillas. Entonces encendió un cerillo y tan pronto como lo acercó a la parrilla, la estufa empezó a lanzar llamas, quemando las cortinas. —¡Ay Dios mío! —exclamó Mamá, empujando a Roberto y a mí lejos de la estufa—. Viejo, ¡la cocina se está incendiando! Las cortinas se achicharraron. Cayeron al suelo pedazos de plástico en llamas. Olía a hule quemado. Roberto levantó del piso una olla con el agua jabonosa de los trastes y la arrojó sobre la estufa. Fue peor. El agua también agarró fuego y éste se extendió por el piso.
—¡Sálganse! —Papá gritó, al ver las llamas cuando entró a la cocina.
—¡Fuera, fuera! —repitió Mamá. Roberto y yo corrimos para el frente de la casa. Trampita, Rubén, Rorra y Torito ya estaban afuera. Todos estábamos cerca de la Carcachita. Cuando vi a Mamá llorando, me asusté más. Momentos después, salió Papá tosiendo y sosteniendo en sus brazos algo envuelto en una cobija. Su pelo estaba chamuscado. Puso el bulto en el suelo y lo destapó.
Al instante que vi la cajita de metal plateado, pensé en mi libretita.
—¡Mi libretita! —grité, recordando que la había dejado en mi camisa sobre el colchón.
Corrí hacia la casa, pero inmediatamente Roberto me agarró y, jalándome de la camisa, me gritó: —¡Estás loco!
—¡Tengo que salvarla! —le grité, tratando de soltarme. Papá se puso en frente de mí.
—¡Ya! No seas tonto, Pancho —me gritó enojado. Su mirada me asustó. Me quedé quieto. Roberto me soltó. Yo apreté los puños y traté de contener mis lágrimas.
Cuando los bomberos llegaron, la casa ya se había quemado completamente. Las llamas que quedaban se veían como si salieran de la tierra.
Papá levantó la cajita de nuestros ahorros, comenzó a caminar cansado hacia el establo, y dijo: —Vamos a tener que dormir en el establo esta noche. Mañana buscaremos otro lugar donde vivir. Todos lo siguieron, menos yo. Yo me quedé atrás.
—Vamos, Panchito —dijo Mamá.
Cuando ella vio que yo no me movía, se regresó a traerme y me abrazó. Entonces estallé en llanto. Mirándome directamente a los ojos, me levantó la barbilla y me dijo:
—Estamos todos bien, gracias a Dios.
—Sí, pero perdí mi libretita, igual que mis pennies —respondí.
Después de una larga pausa, con los ojos llorosos, me preguntó:
—¿Te acuerdas de lo que había en tu libretita?
—Sí —le contesté, preguntándome a qué se refería.
—Bueno, si recuerdas lo que contenía tu libretita, entonces no todo está perdido —me dijo.
Escuché las palabras de Mamá pero no entendí el significado, hasta unos días después. Nos habíamos mudado a otro campamento de trabajo, también del señor Patrini, y estábamos pizcando uvas para él. Era un día caluroso. Mi ropa estaba bañada de sudor. Me agazapé debajo de un viñedo para cubrirme del sol, pero el calor lo traspasaba. Recordé entonces lo del incendio y me toqué el bolsillo de la camisa. Estaba vacío. Sintiendo un nudo en la garganta, me puse a pensar en Carl, mis pennies, la casa. Entonces pensé en mi libretita y en lo que había dicho Mamá. Podía recordar cada palabra, cada número, cada regla que había escrito en ella. Lo sabía todo, lo recordaba todo. Mamá tenía razón. No todo estaba perdido.