Un milagro en Tent City

Un milagro en Tent City

Nosotros la llamábamos Tent City. Todos la llamaban así. Sin embargo, ni era ciudad ni era un pueblo. Era un campamento de trabajo que pertenecía a las granjas freseras de Sheehey.

Tent City no tenía dirección. Se encontraba en Main Street, más o menos a diez millas al este del centro de Santa María, California. Cerca de media milla hacia el este, se encontraban cientos de acres de fresa, pertenecientes a aparceros japoneses y cosechados por la gente del campamento. Detrás de Tent City había una zona desértica y, a una milla hacia el norte, el basurero municipal. La mayoría de los residentes del campamento eran hombres solteros, muchos de los cuales, como nosotros, habían cruzado la frontera ilegalmente. También había algunas mujeres solteras y algunas familias, todos mexicanos.

Mamá ya estaba encinta cuando nos mudamos de Corcorán a Tent City, a fines de enero, después de que la cosecha del algodón había terminado. Para mayo, cuando la cosecha de la fresa comenzó, le quedaban pocas semanas para dar a luz. Por lo tanto, no podía agacharse, y cosechar de rodillas era muy pesado para ella; así que no acompañó a Papá a pizcar fresas para Ito, el aparcero japonés.
 
Para que alcanzara el dinero, Mamá cocinaba para veinte trabajadores que vivían en el campamento. Ella les preparaba sus almuerzos y les tenía la cena lista para cuando regresaban de cosechar fresa al fin del día. Tenía que levantarse a las cuatro de la mañana, los siete días de la semana, para hacer las tortillas de ambas comidas. Los fines de semana y durante todo el verano, Roberto y yo le ayudábamos. Después de que Papá salía al trabajo, Roberto le ayudaba a hacer los tacos que yo envolvía en papel encerado y ponía en bolsas de papel. A las once y media, Roberto llevaba caminando los veinte almuerzos en una caja y se los entregaba a los trabajadores, a quienes los aparceros les daban media hora para almorzar. Cuando Roberto regresaba, él y yo lavábamos los platos en una tina grande de aluminio y cuidábamos a Trampita, nuestro hermano menor, mientras Mamá tomaba una siesta. Cerca de las tres, ella comenzaba a hacer la cena, que se servía entre las seis y las siete. Después de la cena, Roberto y yo otra vez lavábamos las ollas y los platos mientras Mamá le daba de comer a Trampita. Los sábados Mamá hacía las compras de provisiones para toda la semana. Ya que no teníamos refrigerador, Papá iba cada tercer día al pueblo a comprar un bloque grande de hielo que envolvía en una arpillera y lo colocaba en un hoyo que había cavado en el suelo a la entrada de nuestra carpa. El agujero era el doble de tamaño del bloque de hielo, dejando espacio en los cuatro costados y en la parte superior para que las cosas se mantuvieran refrigeradas.

A pesar de que Mamá siempre estaba cansada de todo el trabajo que hacía, se aseguraba de que todo estuviera listo para el nuevo bebé. Le pidió a Papá que sellara la base de la carpa, amontonando tierra alrededor, hasta alcanzar una altura de seis pulgadas, a fin de evitar que las alimañas, como las serpientes, se metieran durante la noche. Cuando Papá terminó esto, Mamá le rogó que entablara el suelo de la carpa. Papá accedió y todas las tardes al empezar a oscurecer, después de llegar a casa del trabajo, nos enviaba a Roberto y a mí al basurero municipal a buscar madera de desecho para el piso.

Nuestros viajes al basurero siempre eran una aventura. Esperábamos hasta el crepúsculo, después de que el encargado del basurero se fuera, para entrar y llevarnos la madera de desperdicio y otros tesoros que no podíamos comprar por no tener dinero. Cuando el encargado se iba a casa todas las tardes, dejaba bajo llave, en una improvisada caseta, los artículos de mayor valor como ropa usada, repuestos automotrices y lámparas con pantallas rotas. Las piezas más grandes —colchones, muelles de resortes y muebles rotos— él las dejaba recargadas en la pared del almacén. Además de recoger madera, yo también coleccionaba libros que esperaba leer una vez que aprendiera a hacerlo; mis favoritos eran los que tenían figuras.

Un día, ya entrada la noche, cuando creíamos que el encargado se había ido, Roberto y yo entramos al basurero. El encargado, que estaba escondido detrás de un montón de basura, nos correteó gritando y maldiciendo en un español mocho. Nos asustó muchísimo y regresamos a casa con las manos vacías. Pero, aún así, volvimos muchas veces más hasta completar la madera suficiente para el piso. También nos llevábamos pedazos de linóleo de diversas formas y colores para cubrir los agujeros y las astillas. El piso parecía una colcha de muchos colores.

En uno de nuestros viajes, encontramos una caja grande de madera que convertimos en cuna para el nuevo bebé. Mamá cortó en dos una cobija militar de color verde y forró la caja. Hizo una almohada con el relleno de un colchón viejo y con manta de una bolsa de harina.

Mamá se aseguraba de que la puerta de entrada estuviera siempre cerrada para que no entrara el hedor o el humo del basurero del campamento que estaba enfrente de nuestra carpa, como a veinte yardas de distancia. Era un hoyo rectangular cavado en la tierra, de seis pies de largo por cuatro de ancho y tres de hondo. Cuando hacia viento, el mal olor del basurero municipal competía con él de nuestro propio basurero de Tent City. Los hijos más grandes de los vecinos mataban víboras y las arrojaban ahí cuando había basura quemándose para verlas retorcerse y chirriar bajo el calor. Yo no podía entender por qué ellas se torcían y se enroscaban en el fuego después de muertas. Era como si el fuego tuviera el poder de revivirlas. Una vez Trampita se cayó en el hoyo del basurero. Roberto lo saco. Afortunadamente, el hoyo no tenía basura quemándose. A partir de ese día, Papá no nos dejó jugar cerca de ahí.

Cuando el bebé al fin nació, Roberto, Trampita y yo estábamos bien emocionados de verlo, especialmente porque todos habíamos trabajado tan duro para que todo estuviera listo para él. Papá y Mamá lo nombraron Juan Manuel, pero todos lo llamábamos “Torito” porque había pesado diez libras al nacer. Tenía la cara redonda, regordeta y el cabello rizado de color café. Creo que el apodo de Torito le quedaba muy bien porque tenía mucha fuerza en las manos. Cuando yo ponía dos de mis dedos en su manita, él los apretaba; y si yo quería retirarlos, él no los soltaba y tiraba patadas para adquirir mayor fuerza. Cuando Mamá le daba el pecho, Torito cerraba los ojos y jugaba con el cabello de ella. Cuando yo le cambiaba el pañal, lo hacia reír haciéndole cosquillitas en la pancita.

Me gustaba jugar con Torito porque siempre estaba contento y porque me hacía olvidar de las calificaciones que había sacado en junio, pocos días antes de que él naciera. La señorita Scalapino, mi maestra de primer grado, dijo que yo tenía que repetir el año porque sabía muy poco inglés.

Cerca de dos meses después de nacido, Torito se enfermó. Yo sentía que era algo grave porque él lloró durante casi toda la noche. A la mañana siguiente cuando le hice cosquillitas ni siquiera sonrió. Estaba pálido. Mamá, que tampoco había dormido bien la noche anterior, le tocó la frente y dijo un poco afligida: —Creo que Torito tiene calentura; cuídalo mientras Roberto y yo preparamos los almuerzos.

Toqué mi frente y luego la de Torito para ver si sentía la diferencia. La suya estaba más caliente. Entonces le cambié el pañal sucio. Olía muy feo. Esa tarde, Mamá tuvo que cambiarlo muy seguido. Sus nalguitas estaban tan rojas como el cuello requemado de Papá. Para la tarde del día siguiente, la tina de aluminio estaba casi llena de pañales sucios. Para enjuagarlos tuve que ir con un balde a la llave que se encontraba a unos pasos de nuestra carpa, en medio del campamento. Afortunadamente, no tuve que hacer fila por mucho tiempo, sólo una señora con dos baldes estaba delante de mí. Tan pronto terminó la señora, llené mi balde y lo llevé de regreso a nuestra carpa. Vacié el agua en la tina de los pañales y comencé a enjuagarlos con mi mano derecha mientras me tapaba la nariz con la izquierda. Mamá calentó entonces agua en una olla, la yació en otra tina, lavó los pañales en la tabla de lavar y luego los puso a secar afuera en el tendedero que Papá le había hecho.

Varias veces al día, Mamá bañaba con agua fría a Torito, tratando de bajarle la temperatura, pero sin lograrlo. En las noches rezábamos por él, frente a una imagen desteñida de la Virgen de Guadalupe, que estaba amarrada con una cuerda a la pared de lona, encima de nuestro colchón.

Una noche, cuando estábamos rezando, Torito se puso peor. Sus piernas y brazos se pusieron rígidos y sus ojos en blanco. La saliva se le escurría por las comisuras de la boca. Sus labios se pusieron morados y dejó de respirar. Creyendo que estaba muerto, comencé a llorar histéricamente. Roberto y Mamá lloraban también. Trampita se asustó y comenzó a gimotear. Papá trató de abrir la boca de Torito pero no pudo; las mandíbulas las tenía trabadas. Mamá lo sacó de la caja y lo apretó fuertemente contra su pecho. —Por favor, Señor, no te lo lleves —repetía Mamá una y otra vez. Entonces Torito comenzó a respirar. Sus brazos y piernas se relajaron y el café de sus ojos volvió otra vez. Todos suspiramos de alivio, limpiando nuestras lágrimas con el dorso de nuestras manos y llorando y riendo a la vez.

Nadie durmió bien esa noche. Torito se despertó varias veces durante la noche. A la mañana siguiente, los ojos de Mamá estaban hinchados y rojos. Le llevó más tiempo que el de costumbre para hacer las tortillas y preparar los almuerzos. Cuando Papá se fue a trabajar, Roberto y yo lavamos los platos. Mamá no despegaba los ojos de Torito.

Le daba agua o trataba de darle el pecho, pero no tenía mucha leche, así que le preparó su biberón. En la tarde Mamá apenas podía mantenerse despierta. Roberto y yo la convencimos de que se fuera a recostar mientras nosotros cuidábamos a Torito.

Le costó mucho trabajo dormirse a Mamá y cuando finalmente lo logró, Torito comenzó a llorar. Mamá saltó de la cama, lo levantó y se puso a mecerlo, tratando de calmarlo. Tan pronto se volvió a callar, ella nos pidió que limpiáramos los frijoles para la cena.
—Es lo único que vamos a cenar —dijo disculpándose—, frijoles de la olla. Espero que a los abonados no les importe.
—No les importará —le respondí, colocando la olla de los frijoles en la estufa de keroseno.

Esa noche, después de cenar, Mamá acostó a Torito en el colchón para cambiarlo. Cuando le quitó el pañal sucio y vio sangre, le gritó a Papá: —¡Viejo, el niño está empeorando, mira, hay sangre en su caquita!
Papá corrió y se hincó en el colchón junto a Torito, quien comenzó a quejarse. Le tocó la frente y el vientre y dijo pensativamente: —Aún tiene calentura. Su pancita se siente dura y con retortijones. Quizá fue algo que comió. Si no se mejora pronto, lo tendremos que llevar al hospital.
—Pero no tenemos dinero —respondió Mamá, sollozando y mirando tristemente a Torito.
—Pediremos prestado o... algo —dijo Papá, poniendo su brazo alrededor de los hombros de Mamá.

Papá iba a continuar cuando doña María, nuestra vecina de al lado, lo interrumpió.
—¿Se puede pasar? —preguntó, asomando la cabeza en la entrada de la carpa.

Doña María era conocida en Tent City como “La Curandera” porque tenía el don de curar a la gente, usando diversas hierbas y cánticos. Ella era delgada y alta y siempre vestía de negro, que hacia juego con el color de su cabello negro y lacio. Su piel era rosada y cacariza, y sus ojos profundos tenían un color verde claro. Atada a su cintura siempre llevaba una bolsa pequeña de terciopelo morado que tintineaba cuando ella caminaba.
—Adelante —le contestó Papá.
—He estado escuchando a su bebé. Ha llorado mucho —continuó doña María—. ¿Qué le pasa?
—No sabemos —contestó Mama.
—¿No será el mal de ojo? —preguntó doña María, sosteniendo la bolsa de terciopelo en la palma de su mano izquierda—. Es un niño muy hermoso.
—¿El mal de ojo? No, yo creo que es su estómago; está tan duro como una piedra. Siéntalo —respondió Papá, acercando la lámpara de keroseno hacia Torito para que doña María lo pudiera ver mejor.
 
Ella empezó a sobar suavemente el vientre de Torito con su huesuda mano derecha. Al momento de oprimirle el vientre, Torito se quejó y comenzó a llorar. Ella lo volteó y con la mano izquierda le jaló un pliegue de piel de la espalda y luego lo soltó. Después de hacerlo por tres veces, lo volteó y le pidió a Mamá que trajera tres huevos. Ella los rompió y luego los restregó suavemente sobre el vientre de Torito. —Los huevos le sacarán la enfermedad —le dijo muy segura de sí a Mamá. Torito dejó de llorar. Mamá se veía aliviada, pero yo no me quedé tranquilo. Había algo en la curandera que me ponía nervioso.

Más tarde, cuando doña María salió, en el momento que nos íbamos a acostar, Torito comenzó a quejarse. Luego de repente se detuvo. Había un silencio de muerte. Todos nos miramos unos a otros y corrimos a verlo. Torito estaba tieso como una tabla y había dejado de respirar. Sus ojos estaban en blanco. Mamá comenzó a llorar. Roberto, Trampita y yo también lloramos. “Quizá doña María lo empeoró”, pensé. Papá levantó rápidamente a Torito, lo envolvió con una cobija y le gritó a Mamá: —¡Vieja, vámonos al hospital! El y Mamá salieron corriendo y se fueron en la Carcachita. Roberto, Trampita y yo nos quedamos sollozando.

Creí que no volvería a ver a Torito otra vez. Asustado y confuso, salí de la carpa. La noche estaba oscura y silenciosa. Me fui detrás de la carpa, me arrodillé en el suelo pedregoso y recé por Torito por mucho tiempo hasta que mis padres regresaron.

Apenas oí la Carcachita, me levanté y corrí al frente de la carpa para ir al encuentro de Papá y Mamá. Cuando los vi sin Torito me alarmé:
—¿Está muerto? —pregunté gritando.
—No, Panchito —contestó Papá—. Cálmate, lo dejamos en el hospital.
—¿Se va a morir? —le pregunté tartamudeando.
—¡No! —respondió Mamá bruscamente—. Dios no lo va a permitir, ya verás —agregó en tono áspero—. Su cara estaba enrojecida y sus negros ojos llenos de lágrimas. Yo estaba sorprendido y desconcertado. No podía entender por qué estaba enojada conmigo.

Esa noche no pude dormir pensando en Torito. Ni tampoco pudieron hacerlo mis padres. Escuchaba a Mamá sollozar cada vez que me despertaba y veía a Papá fumar cigarro tras cigarro.

Al día siguiente en la madrugada, Mamá dijo que iba a llevar a Papá a trabajar. Me pareció muy extraño ya que Papá siempre se llevaba el carro para ir a pizcar fresas. Además, eran apenas las cinco y media de la mañana. Papá no tenía que empezar a trabajar sino hasta las siete y el trabajo le quedaba cerca. —Ahorita regreso. Roberto, tú y Panchito cuiden a Trampita —dijo Mamá.

Seguí a mis padres al carro y le pregunté a Mamá cuando ella estaba a punto de subirse: —¿Podemos ir a ver a Torito cuando regresen? Mamá cerró el coche sin contestarme y se fueron. Roberto y yo regresamos a la carpa sin decir palabra, pero él y yo sabíamos en qué pensaba el otro. Nos arrodillamos lado a lado en el colchón en frente de la Virgen de Guadalupe y rezamos en silencio.

Estaba preocupado y molesto cuando regresó Mamá. Eran cerca de las once.
—¿Dónde estaba? —le pregunté enojado—. Quiero ver a Torito.
—Sólo si Dios quiere —respondió con tristeza, abrazándonos a Roberto y a mí.
—¿Qué quiere decir? —le pregunté.
—Torito está muy malo —me dijo sollozando—. Tiene una enfermedad que puede ser contagiosa. Por eso no pueden verlo.
—Pero ¿qué no fue a verlo esta mañana? —le respondí, levantando la voz—. ¿No es por eso que se tardó tanto?
—Sí, mijo —me contestó—. Pero no dejan entrar a niños a verlo. Lo podrás ver cuando esté de regreso.
—¿Cuándo será eso? —Roberto y yo preguntamos al mismo tiempo.
—Muy pronto... quizá —contestó vacilante.
Tenía el presentimiento de que ella no nos estaba diciendo todo lo que sabía.

Después de preparar la cena, Mamá fue a recoger a Papá al trabajo. Cuando regresaron, Papá se veía preocupado y ansioso. Esperaba que nos dijeran algo de Torito pero no dijeron ni una sola palabra sobre él. Tan pronto que terminamos de cenar, mis papás se fueron al hospital. Después de ayudarle a lavar los trastes a Roberto, me fui detrás de nuestra carpa para rezar otra vez de rodillas. Pero sólo recé por un momento porque al escuchar los cánticos de doña María a un lado, volví a entrar deprisa.

Cuando mis padres regresaron del hospital, Mamá venía con los brazos vacíos. Roberto y yo nos miramos descorazonados.
—Torito está un poco mejor —dijo Mamá con los ojos llorosos y fingiendo una sonrisa. Luego, echando un suspiro, continuó: —Tenemos que rezarle al Santo Niño de Atocha porque...
—¡Sí! —interrumpió Papá, tomando su cartera y sacando una estampita muy vieja y arrugada—. Su mamá y yo ya le hemos hecho una promesa al Santo Niño. Luego, sujetando la estampita en la palma de su mano derecha continuó diciendo: —Le rezaremos todos los días durante un año entero si Torito se alivia.

Papá tomó un alfiler de la cajita de metal en que Mamá guardaba sus cosas de coser y fijó la estampita en la pared de lona, arriba de nuestro colchón, junto a la Virgen de Guadalupe.
En la estampita estaba la imagen del niño Jesús de Atocha sentado en una silla alta. Él llevaba sandalias, un mantón azul, una capa corta color café y una caperuza que combinaba con la capa. En la mano derecha llevaba una canasta y en la mano izquierda sostenía un báculo pastoral. Todos nos arrodillamos frente al Santo Niño para rezar.

Mamá siempre le rezaba cuando uno de nosotros se enfermaba porque decía que el Santo Niño Jesús cuidaba a los pobres y a los enfermos y, en especial, a los niños. Lo avanzado de la noche y la repetición de los rezos hicieron que me durmiera.

Esa noche soñé con el Santo Niño de Atocha. Me encontraba afuera, detrás de la carpa, rezando arrodillado frente a la estampita sagrada del niño Jesús. De pronto, vi que el Santo Niño cobraba vida. Él se paró de su silla y flotó en el aire llevando la canasta. Se deslizó hasta donde yo estaba, colocó la canasta a mis pies y la señaló. De ella salieron cientos de pequeñitas mariposas blancas. Se juntaron y formaron un par de alas que me levantaron y me llevaron lejos sobre Tent City y me colocaron cerca de Torito que yacía en el verde lozano de un campamento de alfalfa. En mi sueño me desperté y miré la estampita. Torito estaba en ella, sentado en la silla alta y vestido como el Santo Niño de Atocha.

A la mañana siguiente, cuando le conté mi sueño a Mamá, ella decidió hacerle a Torito un trajecito similar al del Santo Niño de Atocha que estaba en la estampita. En lugar de tomar su siesta después de hacer el almuerzo, se puso a coser el manto, usando una tela azul de uno de sus vestidos viejos. Terminó el trajecito esa misma tarde, poco antes de ir por Torito al hospital.

Esa noche cuando Mamá y Papá regresaron del hospital, Roberto, Trampita y yo estábamos todos emocionados. Torito vestía el mantón azul que Mamá le había hecho. Pero no se parecía al Santo Niño de Atocha de la estampita. Mas bien estaba pálido y muy delgado. Cuando le hice cosquillitas, se quejó.
—Mamá, ¿sigue malo Torito? —pregunte.
—Sí, mijo —respondió—, es por eso que tenemos que seguir rezando.
—Pero, ¿no lo curó el doctor? —insistí.
Mamá me dio la espalda sin responder. Miré a Papá que se paseaba de un lado para el otro retorciéndose las manos. Después de un prolongado silencio dijo:
—Recuerden que debemos cumplir con nuestra promesa de rezarle al Santo Niño todos los días durante todo un año.

Esa noche y todas las noches, durante un año entero, todos le rezamos al Santo Niño mientras íbamos de un punto a otro, siguiendo las cosechas. Durante todo ese tiempo, Mamá no le quitó a Torito su mantón azul más que cuando era necesario para lavarlo.

El 17 de agosto, fecha en que cumplíamos el año de la promesa hecha al Santo Niño, nos reunimos alrededor de Torito que estaba en el regazo de Mamá. Con sus mejillas rosadas y regordetas parecía un querubín.

—Tengo algo que decirles —dijo Mamá con los ojos llorosos al momento que le quitaba el mantón a Torito—. Cuando llevamos a Torito al hospital, el doctor nos dijo que mi hijo moriría porque nos habíamos tardado en llevarlo allí, que sólo un milagro lo salvaría. Luego, ganando fuerzas mientras hablaba, continuó: —Yo no quería creerle, pero el doctor tenía razón. ¡Un milagro lo salvó!