Muerte perdonada

Muerte perdonada
 
Mi mejor amigo, El Perico, tuvo un final trágico. Él era un lorito mexicano rojo, verde y amarillo que había sido metido de contrabando por don Pancho, un campesino indocumentado que era amigo de Papá.

Al principio cuando conseguimos a El Perico, se pasaba la mayor parte del tiempo en una jaula que Roberto le había hecho con alambre. Tan pronto empezó a tener confianza, se convirtió en un miembro más de la familia. Se paseaba por todas partes en el destartalado garaje donde vivíamos cuando cosechábamos en los viñedos del señor Jacobson. Cuando salía de la jaula, cerrábamos la puerta del garaje, que era la única parte por donde podía escapar.

Crecí, como el resto de mi familia, queriendo a El Perico. Yo pasaba horas y horas enseñándole a decir “periquito bonito”. Su pasatiempo favorito era pasearse en un alambre extendido en el garaje que mi mamá usaba de tendedero.
 
Me subía a una caja vacía de uvas que colocaba abajo de El Perico y estiraba mi brazo, acercando el índice a sus patas para que se pudiera subir. Él caminaba despacio, de costado, moviendo la cabeza de un lado a otro y repitiendo “periquito bonito”, “periquito bonito” al momento que se trepaba en mi dedo. Yo lo levantaba y lo ponía cerca de mi cara, tocando mi nariz con su pico. Él me observaba de costado y restregaba su pico con mi nariz hasta que lo besara en la cabeza.

El mutuo afecto que El Perico y yo nos teníamos sólo era comparable con la atracción que él tenía por Catarina, una gata con manchas negras que pertenecía a Chico y a su esposa Pilar, una joven pareja de mexicanos que, como el lorito, eran indocumentados. Vivían en uno de los establos próximos al garaje y junto con Catarina nos visitaban de vez en cuando por las tardes después del trabajo. El Perico y Catarina se aficionaron el uno al otro y poco a poco se convirtieron en tan buenos amigos que incluso comían las sobras del mismo plato —frijoles, arroz y papas. Cuando Chico y Pilar visitaban sin llevar a Catarina, El Perico se alteraba tanto que comenzaba a aletear y a lanzar un fuerte chillido que hacia vibrar el alambre. Esto irritaba mucho a Papá que no soportaba ningún ruido, especialmente en aquellos días en que llegaba cansado del trabajo, que era la mayor parte de las veces.

Una tarde, Chico y Pilar llegaron sin Catarina. El Perico de inmediato comenzó a emberrincharse tanto que empezó a chillar más fuerte que de costumbre. El ruido le pegó a Papá como si fuera un rayo. Había estado de un humor terrible los últimos días debido a que no estaba seguro dónde íbamos a conseguir trabajo después de la temporada de la uva que estaba por finalizar. El se cubrió las orejas con las manos para evitar el agudo sonido, se dirigió como a saeta al rincón del garaje, agarró la escoba y la blandió con todas sus fuerzas contra mi amigo que estaba en el alambre. Plumas rojas, verdes y amarillas se esparcieron por todas partes. El Perico cayó en el piso de tierra como si fuera un trapo mojado. En ese instante Roberto, Mamá y yo comenzamos a llorar histéricamente. Papá nos gritó que todos nos calláramos. Viendo un hilito de sangre que salía del pico callado de El Perico, sentí como si alguien me hubiera arrancado el corazón. Abrí bruscamente la puerta y salí corriendo tan rápido como pude hacia un almacenaje que estaba a media milla. Los gritos, alaridos y el llanto que salían de mi casa me perseguían. Yo quería escapar, morir. Rendido, finalmente llegué al almacén. Entré casi a rastras y cerré la puerta. Estaba oscuro y silencioso. Me arrodillé y recé y recé por El Perico. La repetición de “Santa María, Madre de Dios, ruega Señora por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”, poco a poco me fue confortando y consolando el alma. Luego recé por Papá.

Al día siguiente después del trabajo, Roberto, Trampita y yo enterramos a El Perico en una caja de puros que encontramos en el bote de basura del señor Jacobson. Hicimos un hoyo de unas doce pulgadas en uno de los surcos del viñedo que estaba atrás del garaje, pusimos la caja en el hoyo y la cubrimos con tierra. Roberto hizo una pequeñita cruz con dos palitos y la puso en el túmulo. Nos quedamos ahí en silencio por varios minutos y luego regresamos a casa.

Visité la tumba diariamente durante dos semanas hasta que nos mudamos a Corcorán para encontrar trabajo pizcando algodón.