El ángel de oro
(Para Miguel Antonio)
En Corcorán siempre llovía mucho durante la temporada del algodón, pero aquel año llovió más de lo habitual. Recién habíamos llegado de Fowler, donde habíamos pizcado uvas, cuando empezó a llover a cántaros. Nuestra cabaña era una de tantas chozas en las que vivían los trabajadores agrícolas. Las cabañas estaban alineadas en una fila detrás de un arroyuelo.
No había mucho que hacer cuando llovía. Nos quedábamos adentro jugando a las adivinanzas y contando historias de fantasmas que habíamos escuchado de otros trabajadores del campamento. Cuando me aburría de escuchar los mismos cuentos dichos muchas veces antes, observaba un pez dorado de nuestro vecino de al lado. Desde nuestra ventana podía ver a través de la ventana del vecino la pecera que estaba sobre una mesita. Pasaba horas y horas pegado a la ventana mirando al pez dorado deslizarse lentamente y agitar las plantas de color verde jade con sus delicadas aletas. A Mamá también le gustaba observarlo, le llamaba “El ángel de oro”.
Papá se pasaba preocupado todo el tiempo y fumaba cigarro tras cigarro, quejándose de la lluvia porque no podíamos pizcar algodón cuando estaba mojado. “Si no deja de llover, tendremos que buscar trabajo en otro lugar”, repetía, paseándose de un lado hacia otro de la choza. Incluso la idea de la lluvia le daba dolor de cabeza. Afortunadamente, yo tenía que ir a la escuela la semana siguiente.
El lunes por la mañana, después de recibir la bendición de Mamá, caminé a la escuela que estaba como a una milla del campamento de trabajo. Por el camino me encontré a Miguelito que vivía en el mismo campamento. Era dos años mayor que yo y había comenzado la escuela por primera vez ese año, en octubre, un mes antes que yo. Él me llevó a la oficina y me tradujo todas las preguntas que el director de la escuela me hizo. Antes de ir a la clase del tercer grado, Miguelito y yo nos pusimos de acuerdo para vernos a la salida en el patio e irnos juntos a casa.
Cuando salí al patio, Miguelito ya me estaba esperando. Caminamos al campamento de trabajo siguiendo el mismo camino que habíamos tomado esa mañana para ir a la escuela. El camino estaba lodoso y lleno de charcos, igual que el patio de la escuela. Miguelito y yo nos imaginábamos que los charcos eran lagos y que nosotros éramos gigantes que pisaban sobre ellos. Contábamos en voz alta el número de lagos que pisábamos, tratando de ganarle al otro. Miguelito tenía piernas más largas que yo, pero yo le daba la batalla hasta que me resbalé y perdí el equilibrio. Mi pie derecho aterrizó en uno de los charcos, salpicando agua de lodo en mi overol limpio y sobre Miguelito. El cartón que servía de plantilla a mis zapatos se mojó y se despegó. Cuando me levanté, Miguelito y yo comenzamos a reír. Seguimos caminando, pero cada vez que nos mirábamos el uno al otro, nos poníamos a reír otra vez y así continuamos hasta llegar al campamento.
Cuando nos aproximábamos a nuestra cabaña, yo me di cuenta de que no había nadie en casa porque nuestra Carcachita no estaba estacionada afuera.
—¿Quieres pasar? —le pregunté a Miguelito.
—Tengo que ir primero a mi casa —me contestó—. Te veo al rato.
—Estaré allá atrás, cerca del arroyo, en caso de que no me encuentres en casa cuando regreses —le dije—. No olvides que nuestra cabaña es la número diez —agregue.
—Yo vivo diez cabañas más allá, la número veinte —me contestó.
Entré a nuestra cabaña. Estaba fría y silenciosa. Me acerqué a la ventana para ver al pez dorado de nuestro vecino. Lo observaba nadar de un lado a otro y me pregunte:
“¿Se sentirá triste de estar solo?” Salí y me fui detrás de nuestra cabaña, y me senté a la orilla del arroyo en una piedra. Escuchaba el murmullo del agua y veía a los pececillos grises jugar entre ellos mismos. La corriente corría suavemente, arrastrando a las plantas que crecían en el agua. Tomé unas piedritas y las lancé una por una, tratando de no pegarles a los peces.
—¿Qué haces? —me preguntó Miguelito, llegando de atrás y haciéndome saltar.
—Sólo observo a los peces mientras espero que lleguen mis padres —le contesté.
—¿Quieres atrapar?
—¿Atrapar qué? —le pregunté.
—¡Peces, tonto! —me respondió riéndose.
Antes de que pudiera contestarle brincó como un saltamontes y corrió hacia un pimentero que estaba cerca de allí, y le cortó dos ramas.
—Estas son nuestras cañas de pescar —me dijo entusiasmado, dándome una de ellas.
—Mañana traeré otras cosas y las terminaremos de hacer.
Esa noche llovió a chorros otra vez y en la mañana la lluvia se convirtió en llovizna. Me puse mi cachucha, esperando a Miguelito para irnos caminando a la escuela juntos. Pero Miguelito no se apareció ni tampoco lo vi en la escuela todo el día. Esa tarde, cuando regresé a casa de la escuela, fui a ver si estaba esperando en el arroyo. Yo tenía muchas ganas de ir a pescar con él, pero tampoco estaba ahí. Entonces recordé que su cabaña era la número veinte. Me apresuré y toqué a la puerta. Nadie contestó. Me dirigí a la ventana del costado de la cabaña y me asomé a través de ella. La cabaña estaba totalmente vacía. El corazón se me fue al estómago. Lentamente caminé a casa recordando la risa de Miguelito cuando corríamos sobre los charcos. Cuando llegué a casa, me paré junto a nuestra ventana, mirando fijamente al pez dorado del vecino por muchísimo tiempo. Finalmente llegó mi familia que había andado todo ese día en el carro, buscando trabajo.
Esa noche llovió tanto que se desbordó el arroyo hacia las calles lodosas del campamento, haciendo que las cabañas parecieran flotar en un lago. Días después, cuando las nubes desaparecieron y el sol salió, el lago comenzó a fragmentarse en pequeños charcos esparcidos en todo el campamento.
Un día, cuando regresaba a casa de la escuela, descubrí unos pececitos grises en los charcos. No tenía idea cómo habían llegado ahí, pero noté que los peces morían en los charcos más pequeños; el lodo los estaba sofocando. Cuando miraba a los peces muertos, la imagen del pez dorado llegó a mi mente. Rápidamente corrí a nuestra cabaña y agarré el bote vacío de café Folgers. Lo llené de agua y comencé a recoger los peces moribundos de los charcos lodosos, poniéndolos en el bote para después vaciarlos en el arroyo. Después de dos horas estaba agotado. Había demasiados y yo no podía trabajar con suficiente rapidez para salvarlos. Recé para que la lluvia llegara pronto, pero el sol seguía calentando, convirtiendo los charcos en lodo.
Sintiéndome derrotado, puse el último pez en el bote y se lo llevé a nuestro vecino de al lado que tenía el pez dorado. Toqué y toqué a la puerta hasta que la mano me comenzó a doler. No había nadie en casa. Puse el bote en los escalones de la entrada y miré hacia el interior del bote; el pececito gris me miraba, abriendo y cerrando rápidamente su boquita.
Aquella tarde, como de costumbre, miré por nuestra ventana hacia la cabaña del vecino. El pez dorado nadaba plácidamente, al lado del pececito gris. Suspiré y me sonreí. A la mañana siguiente tomé la caña de pescar que me había dado Miguelito. La puse suavemente en el arroyo y la vi flotar y alejarse.