El aguinaldo
Unos pocos días antes de la Navidad, decidimos mudarnos del campo de trabajo algodonero en Corcorán e irnos a buscar trabajo en otra parte. Nosotros éramos una de las últimas familias en salir porque Papá se creyó obligado a quedarse hasta terminar de pizcar todo el algodón del dueño de la finca, aunque otros cultivadores tenían cosechas mejores. A Papá le pareció que era justo hacer eso; después de todo, el patrón nos permitió vivir gratis en una de sus cabañas todo el tiempo que estuvimos trabajando para él.
A mí no me molestó demasiado el hecho de tener que mudarnos por tercera vez ese año. Llovió tanto en ese tiempo que Papá, Mamá y Roberto, mi hermano mayor, pasaron días sin poder trabajar. A veces, por la tarde, íbamos al pueblo en nuestra Carcachita a buscar comida detrás de las tiendas de comestibles, donde tiraban a la basura frutas y legumbres que empezaban a echarse a perder. Mamá cortaba la parte mala de las legumbres y con la parte buena hacía caldo, cociéndolas con huesos que le compraba al carnicero. Ella le decía que los huesos eran para el perro, pero el carnicero parece que sabía que los huesos eran para nosotros y no para el perro porque dejaba más y más carne en los huesos cada vez que Mamá volvía a comprar.
Cuando estábamos empacando para salir, un matrimonio joven tocó a la puerta, y Papá los invitó a entrar. El marido, que parecía tener apenas poco más de veinte años de edad, iba vestido de camisa azul, desteñida y de pantalones de color caqui, remendados en las rodillas. Su mujer, como de su misma edad, llevaba un vestido de algodón color café, y un suéter de lana gris, roto en los codos y abotonado por delante. Quitándose el sombrero, el joven se excusó, diciendo:
—Perdonen la molestia, pero ustedes saben, con toda esta lluvia, y mi mujer encinta... pues, pensamos... quizá ustedes pudieran ayudarnos un poquito. Buscó en la bolsa de papel que llevaba, y sacó una cartera pequeña.
—¿Tal vez ustedes nos pudieran hacer el favor de darnos cincuenta centavos por esta carterita? Mire, es de pura piel —dijo, entregándosela a Papá.
Moviendo la cabeza, Papá le contestó: —Lo siento mucho. Ojalá pudiéramos, paisano, pero nosotros también estamos amolados.
Cuando le oí decir a Papá “pero nosotros también estamos amolados”, yo me aterré. Mi esperanza de tener una pelotita mía en esa Navidad se desvaneció, pero solamente por un instante. “No, no puede ser como el año pasado”, pensé.
La insistencia desesperada del joven interrumpió mis pensamientos.
—Por favor, ¿qué tal veinticinco centavos? Antes que Papá pudiera contestarle, el joven sacó rápidamente de la bolsa un pañuelo blanco bordado, y dijo:
—Mire, le dejo este pañuelito por diez centavos. Por favor. Lo bordó mi mujer.
—Lo siento mucho —repitió Papá.
—Es hermoso —dijo Mamá, posando ligeramente la mano sobre el hombro de la mujer, y añadió—: que Dios los bendiga.
Entonces Papá salió con ellos a la puerta y los acompañó hasta la cabaña cercana, donde continuaron tratando de negociar sus pocas pertenencias.
Después de terminar de empacar y de cargar todo en la Carcachita, Papá cerró la puerta de la cabaña y salimos hacia el norte.
Cuando nos mudamos, apenas hacía tres semanas que yo me había matriculado en la escuela en cuarto grado por primera vez ese año. Al pasar frente a la escuela, que quedaba más o menos a una milla del campo de trabajo, vi a unos chiquillos conocidos que estaban jugando. Entonces me imaginé jugando con ellos con la pelotita que yo iba a tener en la Navidad. Les hice señas con la mano, pero no me vieron.
Después de detenernos en diferentes lugares para pedir trabajo, encontramos a un agricultor que todavía tenía unos pocos sembrados de algodón para pizcar. Nos ofreció trabajo y una carpa donde vivir. Era una de muchas carpas de color verde oscuro agrupadas en hileras que hacían a parecer al campo de trabajo como un campamento del ejército.
Descargamos la Carcachita. Pusimos algunos cartones sobre el suelo y tendimos sobre ellos nuestro amplio colchón. Todos nosotros —Papá, Mamá, Roberto, Trampita, Torito, y Rubén, mi hermanito bebé, y yo— dormíamos en el colchón para defendernos del frío, especialmente durante las noches de helada cuando el viento azotaba las paredes de lona de nuestra nueva vivienda.
A medida que la Navidad se acercaba, yo me sentía ansioso y entusiasmado. Cuando por fin llegó el veinticuatro de diciembre, me pareció que el tiempo se detenía. “Sólo tengo que esperar un día más”, pensaba.
Esa noche, después de la cena, todos nosotros nos sentamos en los lados del colchón y escuchamos a Mamá contarnos la historia del nacimiento del niño Jesús y de la llegada de los Tres Reyes Magos que le trajeron regalitos. Yo apenas escuchaba a medias. Quería que esa víspera pasara pronto y que llegara la mañana. Por fin el sueño venció a mis hermanitos y todos nos acostamos, amontonándonos y cubriéndonos con cobijas que habíamos comprado en una tienda de segunda. No podía dormir pensando en la Navidad. De vez en cuando, las palabras de Papá, “pero nosotros también estamos amolados”, venían a mi mente, y cada vez que eso ocurría, yo las rechazaba soñando con mi propia pelotita.
Pensando que todos estábamos dormidos, Mamá se levantó silenciosamente y encendió la lámpara de petróleo. Yo me cubrí con la cobija, y por un agujerito en ella vigilaba a Mamá, tratando de ver los regalos que iba a envolver. Pero ella se sentó detrás de un cajón de madera que nos servía de mesa para comer, y me tapó la vista. Yo solamente podía ver su rostro arrugado y triste. La sombra proyectada por la luz débil hacía aparecer sus ojeras más marcadas y aún más oscuras. Cuando empezó a envolver los regalos, corrían por sus mejillas lágrimas silenciosas. Yo no sabía por qué.
Al amanecer, mis hermanitos y yo nos apuramos a levantarnos para tomar nuestros regalos que estaban cerca de los zapatos. Cogí el mío y rompí nerviosamente el papel que lo envolvía: un paquete de dulces. Roberto, Trampita y Torito tenían miradas tristes. Cada uno de ellos también había recibido un paquete de dulces. Buscando la manera de expresarle a Mamá lo que yo sentía, la miré. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Papá, que estaba sentado junto a ella en el colchón, levantó una de las esquinas y sacó de allí abajo el pañuelo blanco bordado. Cariñosamente se lo entregó a Mamá diciéndole:
—Feliz Navidad, vieja.