De dentro hacia afuera
Recuerdo que me pegaban en las manos con una regla de doce pulgadas porque no obedecía las instrucciones en la clase —me dijo Roberto, mi hermano mayor, cuando le pregunté acerca de su primer año en la escuela—. ¿Pero cómo iba a obedecer —continuó diciendo en tono molesto— si la maestra las daba en inglés?
—Y ¿qué hacías? —le pregunté, mirándome las manos.
—Siempre trataba de adivinar lo que la maestra quería que hiciera y, cuando ella no usaba la regla para pegarme, sabia que había adivinado bien —me contestó—. Algunos de los niños se reían de mí cuando trataba de decir algo en inglés y no lo decía bien. ¡Peor todavía, tuve que repetir el primer año!
Hubiera querido no haberle preguntado, pero él era el único en la familia, incluidos Papá y Mamá, que había ido a la escuela. Me retiré. No quise escuchar más de lo que me estaba contando. Yo tampoco entendía o hablaba inglés y ya me sentía muy ansioso. Además, me sentía emocionado de ir por primera vez a la escuela el siguiente lunes. Era a fines de enero y hacía una semana que habíamos regresado de Corcorán donde mi familia pizcaba algodón. Nos establecimos en una carpa en Tent City, un campamento de trabajo que pertenecía al granjero Sheehey. El campamento estaba a diez millas al este de Santa María, California.
Roberto y yo nos levantamos temprano el lunes por la mañana para ir a la escuela. Me puse un overol, que no me gustaba porque tenía tirantes, y una camisa de franela a cuadros que Mamá había comprado en una tienda de segunda. Cuando me puse la cachucha, Roberto me recordó que era mala educación llevarla en la clase. Pensé dejarla en casa para no cometer el error de olvidar quitármela en la clase, pero finalmente decidí ponérmela; Papá siempre usaba cachucha y yo no me sentía completamente vestido sin ella.
Al salir a tomar el camión de la escuela, Roberto y yo le dijimos adiós a Mamá. Papá ya había salido muy tempranito a buscar trabajo de desahijar lechuga. Mamá se quedaba en la casa para cuidar a Trampita y para descansar, ya que esperaba otro bebé.
Cuando el camión de la escuela llegó, Roberto y yo nos subimos y nos sentamos juntos. Me senté junto a la ventanilla, por donde veía los interminables surcos de lechugas y coliflores que pasaban zumbando. Las orillas de los surcos que llegaban a la carretera de doble sentido parecían dos gigantescas piernas que nos acompañaban a lo largo del camino. El camión hacía varias paradas para recoger a otros niños y, con cada parada, el ruido que hacían los niños se volvía cada vez más fuerte. Yo no entendía nada porque todos hablaban inglés. Me comenzó a doler la cabeza. Roberto tenía los ojos cerrados y fruncía el ceño. Pensé que también le dolía la cabeza.
Cuando llegamos a la Main Street School, el camión estaba bien lleno. El chofer lo estacionó frente al edificio de ladrillo rojo, abrió la puerta y todos salimos en montón. Roberto, que había asistido a la escuela el año anterior, me acompañó a la oficina del director. El señor Sims, el director, era un hombre alto de pelo rojo, cejas pobladas y manos velludas. Él escuchó pacientemente a Roberto que, con su poco inglés, logró inscribirme en el primer año.
El señor Sims me llevó a mi clase. Me gustó tan pronto como la vi porque, a diferencia de nuestra carpa que tenía piso de tierra, la clase tenía piso de madera, luces eléctricas y calefacción. Se sentía muy cómoda. Me presentó a la maestra, la señorita Scalapino, quien sonrió repitiendo mi nombre “Francisco”. Fue la única palabra que entendí todo el tiempo que mi maestra y el director hablaron. Lo repetían cada vez que me miraban. Después de que el director salió, la maestra me mostró mi pupitre, que era el último de la fila más cercana a las ventanas. Yo era en ese momento el único en la clase.
Me senté y pasé la mano sobre la superficie de madera del pupitre. Estaba llena de rayas y manchas oscuras de tinta, casi negras. En la gaveta del pupitre había un libro, una caja de crayones de colores, una regla amarilla, un lápiz grueso y unas tijeras. A mi izquierda, bajo la ventana, había un mostrador de madera oscura que se extendía a lo largo de la clase. Encima, muy cerca de mi pupitre, había una oruga en un frasco grande. Se parecía a las orugas que había visto en el campo. Era un gusanillo de color verde amarillento con bandas negras. Se movía muy lentamente sin hacer ruido.
Estaba a punto de meter la mano y tocar a la oruga cuando la campana sonó. Todos los niños entraron silenciosamente y tomaron sus asientos. Algunos me miraron y se pusieron a reír. Avergonzado y nervioso, volteé la cabeza y dirigí la mirada hacia el frasco donde estaba la oruga. Esto lo hacía cada vez que alguien me miraba.
Cuando la maestra comenzó a hablar, yo no entendía nada de lo que estaba diciendo; ni una palabra. Cuanto más hablaba ella, más ansioso me ponía. Al final de la clase me sentía muy cansado de escuchar a la señorita Scalapino ya que los sonidos no tenían ningún sentido para mí. Pensé que a lo mejor poniendo mayor atención empezaría a entender, pero no fue así. Sólo conseguí un dolor de cabeza y en la noche, cuando me fui a acostar, oía la voz de la maestra en mi cabeza.
Esto ocurría día tras día hasta que encontré un escape. Cuando me empezaba a doler la cabeza por tratar de entender a la maestra, dejaba volar mi imaginación. Algunas veces me convertía en una mariposa o pajarito y salía volando fuera de la clase. Volaba sobre los campos donde trabajaba Papá y lo sorprendía parándome cerca de él. Pero cuando soñaba, seguía mirando a la maestra y fingía que ponía atención ya que Papá me había dicho que era falta de respeto no poner atención, especialmente a la gente mayor.
Era más fácil soñar despierto cuando la maestra nos leía un libro de ilustraciones, ya que yo inventaba mis propias historias en español, basadas en las fotografías que traía el libro. La maestra sostenía el libro con las dos manos sobre su cabeza y caminaba por toda la clase para asegurarse de que todos viéramos las ilustraciones que normalmente eran de animales. Disfrutaba mucho viendo las figuras e inventando historias, pero deseaba también entender lo que ella leía.
Con el tiempo aprendí los nombres de algunos de mis compañeros de clase. El que escuchaba más, y por lo tanto aprendí primero, fue el de “Curtis”. Curtis era el más grande y popular de la clase. Todos querían ser sus amigos y jugar con él. Siempre era escogido capitán cuando los niños formaban equipos. Yo era el más pequeño de la clase y, porque no sabía inglés, me escogían el último.
Yo prefería andar con Arthur, uno de los niños que sabía un poco de español. Durante el recreo, él y yo jugábamos en los columpios y me imaginaba ser una estrella del cine mexicano, como Jorge Negrete o Pedro Infante, montado a caballo y cantando los corridos que con frecuencia escuchábamos en el radio del carro. Se los cantaba a Arthur mientras nos columpiábamos cada vez más fuerte.
Pero cuando hablaba con él en español y la maestra me escuchaba me decía “¡NO!” con toda su alma y corazón. Movía la cabeza de izquierda a derecha cientos de veces por segundo y su dedo índice se movía de un lado para otro tan rápido como un limpiaparabrisas en un día lluvioso. “¡English! ¡English!”, repetía la maestra. Arthur me evitaba cuando ella estaba cerca.
En cada momento libre yo visitaba a la oruga. Algunas veces era difícil encontrarla ya que se confundía con las hojas verdes y las ramitas. Todos los días durante el recreo le llevaba hojas del pimentero y del ciprés que crecían en el patio de la escuela.
En lo alto del armario, frente al frasco de la oruga, había un libro de fotografías de orugas y mariposas. Me puse a ver página por página cada una de las fotografías, pasando ligeramente los dedos sobre las orugas y las alas brillantes de las mariposas con sus diferentes diseños. Yo sabia que las orugas se convertían en mariposas porque mi hermano Roberto me lo había dicho, pero yo quería saber mucho más. Sabia que la información estaba debajo de cada fotografía en las letras grandes y negras. Traté de interpretarlas mirando las fotografías. Lo hice tantas veces que podía cerrar los ojos y ver las palabras, pero no pude entender lo que decían.
Además de disfrutar los momentos que podía pasar con la oruga, me gustaba la clase de arte, que era todas las tardes después de que la maestra nos leía. Como yo no entendía las instrucciones que la maestra nos daba, ella me dejaba dibujar lo que yo quería. Dibujaba todo tipo de animales, pero la mayoría eran mariposas y pajaritos. Hacía un bosquejo y luego lo coloreaba, usando muchos de los colores de mi caja de crayones. Me volví bueno en dibujar mariposas; incluso la maestra pegó uno de mis dibujos en el pizarrón para que todos lo vieran. Después de dos semanas desapareció y no supe cómo preguntar para saber dónde estaba.
En la mañana de un frío jueves, durante el recreo, yo era el único niño en el patio sin chamarra. El señor Sims debió haber notado que estaba temblando de frío ya que aquella tarde me llevó a su oficina donde tenía una caja de cartón llena de ropa usada. Sacó de ella una chamarra verde y me la dio para que me la probara. La chamarra olía a galletas de vainilla y leche. Me la puse, pero me quedaba muy grande. El señor Sims me la arremangó unas dos pulgadas para que me quedara. Me llevé la chamarra a mi casa y se la enseñé a mis padres. Me gustaba porque era verde y escondía mis tirantes.
Al día siguiente estaba en el patio con mi chamarra nueva, esperando a que la primera campanada sonara, cuando vi a Curtis. Se dirigía hacia mí como un toro furioso, apuntando su cabeza directamente hacia mí, con los brazos extendidos hacia atrás y los puños cerrados. Avanzó rápido y comenzó a gritarme. No le entendí nada, pero sabía que se trataba de algo relacionado con la chamarra porque me la empezó a jalar, tratando de quitármela. De repente me encontré luchando con Curtis en el suelo. Los otros niños nos rodeaban; los oía gritar el nombre de Curtis y algo más. Sabia que yo no iba a poder ganar, pero sujetaba tercamente mi chamarra. Curtis jaló una de las mangas tan fuertemente que se rasgó del hombro; entonces la jaló de la bolsa derecha y la rasgó también. La maestra Scalapino llegó finalmente y nos separó. Empujó a Curtis y me sujetó tan fuerte de la nuca que casi me levantó del suelo. Tuve que hacer mucho esfuerzo para no llorar.
Cuando regresamos a la clase, Arthur me dijo que la maestra nos había castigado y que teníamos que quedarnos sentados en la banca el resto de la semana durante el recreo. También me dijo que Curtis reclamaba su chamarra, que la había perdido a principios del año. Al saber esto, se la devolví, pero nunca lo vi usarla.
El resto del día no pude ni siquiera fingir que ponía atención a lo que la maestra decía. Estaba tan avergonzado que recosté mi cabeza en el pupitre y cerré los ojos. Seguía pensando en lo que había sucedido esa mañana y deseaba que eso nunca hubiera ocurrido. Quería quedarme dormido y despertar para descubrir que había sido sólo un sueño. La maestra me llamó pero no contesté. Oí que se acercaba hacia mí. No sabia qué esperar. Me sacudió suavemente por los hombros, pero otra vez no respondí. La maestra debió haber pensado que me había dormido porque me dejó, aun cuando era la hora del recreo y todos habían salido.
Cuando la clase quedó en silencio, abrí los ojos lentamente. Los había tenido cerrados tanto tiempo que la luz del sol que entraba por la ventana me pareció demasiado brillante. Me restregué los ojos con el dorso de la mano y luego miré hacia mi izquierda donde se encontraba el frasco con la oruga. La busqué pero no pude verla. Creyendo que estaba escondida, metí la mano y suavemente removí las hojas. Lo que encontré fue una sorpresa: la oruga se había hecho un capullo y se había pegado a una ramita. Parecía una pequeña bola dura de algodón. La acaricié suavemente con el dedo índice imaginándola dormida y en paz.
Ese mismo día, antes de irme a casa, la maestra Scalapino me dio una notita para entregársela a mis padres. Sabía que Papá y Mamá no sabían leer, pero en cuanto vieron mis labios hinchados y mi mejilla izquierda arañada, supieron lo que la notita decía. Cuando les dije lo que había pasado, se enojaron mucho, pero se sintieron aliviados de que no le hubiera faltado el respeto a la maestra.
Durante los días siguientes el ir a la escuela fue mucho más difícil que antes. Sin embargo, con el tiempo, comencé lentamente a olvidar lo que había pasado aquel viernes. Poco a poco fui acostumbrándome a la rutina de la escuela y empecé a aprender algunas palabras en inglés. Esto me hizo sentirme más cómodo en la clase.
El miércoles 23 de mayo, unos días antes de concluir el año escolar, la señorita Scalapino nos pidió que pusiéramos atención. No entendía lo que ella decía pero oí que mencionaba mi nombre cuando mostraba un listón azul. Luego tomó de su escritorio mi dibujo de la mariposa que había desaparecido del pizarrón varias semanas atrás y lo sostuvo para que todos lo vieran. Caminó hacia mí y me entregó el dibujo con el listón azul de seda que tenía el número 1 impreso en oro. ¡Supe entonces que había recibido el primer lugar por mi dibujo! Estaba tan orgulloso que sentía como si fuera a estallar por dentro. Mis compañeros se apresuraron a ver el listón.
Esa tarde durante el tiempo libre fui a ver a la oruga. Giré el frasco tratando de ver el capullo. No podía creer lo que vieron mis ojos. El capullo comenzaba a abrirse. Señalándolo, grité emocionado: —¡Look! ¡Look! Como un enjambre de abejas, todos los niños se precipitaron al mostrador. La maestra tomó el frasco y lo colocó en un pupitre en medio de la clase para que todos pudieran verlo. En los siguientes minutos todos nosotros nos paramos ahí mirando cómo la mariposa emergía lentamente de su capullo.
Al fin del día, antes de la última campanada, la maestra levantó el frasco y nos llevó al patio. Colocó el frasco en el suelo y todos la rodeamos. La maestra me llamó y me señaló para que yo abriera el frasco. Me abrí paso, me arrodillé y lo destapé. Como algo mágico, la mariposa voló alegremente, agitando sus alas anaranjadas y negras.
Después de la escuela, esperaba en fila la llegada del camión enfrente del patio. Llevaba el listón azul en la mano derecha y el dibujo en la otra. Arthur y Curtis se acercaron y se pararon detrás de mí para esperar su camión. Curtis me hizo una señal para que le mostrara el dibujo otra vez. Lo sostuve para que lo pudiera ver.
—Realmente le gusta, Francisco —me dijo Arthur.
—¿Cómo se dice “es tuyo” en inglés? —le pregunté a Arthur.
—It’s yours —me contestó él.
—It’s yours —repetí, dándole el dibujo a Curtis.