Trueno Ramírez



Numerosas historias salen del hecho que, durante las epidemias, son muchos los que fueron enterrados vivos. Por falta de médicos competentes, no distinguían, a veces, entre un coma profundo y la muerte.

La leyenda de "Trueno" Ramírez empezó a esto de los 1918 durante la gripe española.

Ramiro Ramírez era un gigante; seis pies y seis pulgadas de alto, manos que parecían palas, hombros anchos como una pared, y una voz que resonaba por millas. De esto le había venido el apodo "Trueno".

Durante las epidemias, los más grandototes son los primeros que caen. Así sucedió en el caso de Trueno, fue la primera víctima de la gripe española en el pueblito de Oiltown.

Los parientes y amigos vinieron al velorio tradicional. Trueno, aún en su ataúd, llevaba puesto el anillo que solía llevar siempre, un anillo con un diamante de dos quilates. Los de la familia naturalmente habían hecho la lucha para quitárselo, pero, como tenía los dedos hinchados por la enfermedad, no habían podido.

Aquella noche, la gente del pueblo vino a despedirse. Todos se fijaron en el diamante enorme y muchos comentaban sobre ello. Las velitas alrededor del ataúd parecían encender adentro de la piedra preciosa una llama diabólica.

Dos compadres, en particular, Pioquinto e Inocencio, no pudieron resistir la vozecita llamativa del diamante de dos quilates.

"¡Hola, Pioquinto! ¿No se te parece a ti una verdadera vergüenza que una piedra como ésta se pierda para siempre en la oscuridad?" "¡Seguro, compadre! ¡Es una verdadera desgracia!" "¡Bueno! ¿Qué le haremos? "¡Entendido! Mañana a medianoche. Trae tu pala."

Pues se encontraron, la noche siguiente, un poco antes de medianoche. Los compadres traspalaron la tierra suelta por media hora. Al fin alcanzaron el ataúd.

Por mientras, Trueno Ramírez, quien había estado en un coma, estaba volviendo poco a poco en sus cinco sentidos. Todo lo que necesitaba ya era un poco de aire fresco. Al abrir los hombres el cajón, el oxígeno revivió a Trueno por completo.

Se sentó repentinamente en el ataúd, pegando un bramido que se oyó hasta la Sierra Madre en Monterrey.
Los dos compadres se desmayaron de puro miedo encima de la misma tierra que acababan de sacar del pozo.

En algunos momentos, toda la población de Oiltown se había reunido en el campo santo.

Habían creído primero que Trueno había vuelto para espantarlos. Lo hallaron sentado en su cajón y realizaron bien pronto que el pobrecito había sido enterrado vivo.

Durante este tiempo, Pioquinto e Inocencio, ya habían vuelto en sí. Se quedaban en el suelo, no se atrevían a moverse. Pioquinto, que era el más listo de los dos, había entendido lo que había acontecido y ya había hecho sus planes.

Finalmente abrió él los ojos y empezó levantarse lentamente. El jerife se le echó encima inmediatamente.
"Tienes que darnos una explicación, Pioquinto. ¿Qué estaban ustedes haciendo aquí en el medio de la noche, con una pala?"

Un pueblo entero lo estaba mirando al pobre hombre.

"¡Muy sencillo, verdaderamente! Fue una de estas corazonadas que le vienen a uno de vez en cuando."

"Anoche, durante el velorio, se nos hizo a mi compadre y a mí, que Trueno no estaba tan pálido como otros muertos. Se nos hizo que hasta se le movieron los párpados tantito. Salimos afuera, platicamos de lo que pensábamos. Decidimos ir al campo santo y averiguar si Trueno estaba muerto de veras."

"Pero, ¿por qué en el mero medio de la noche?"

"Usted entenderá, jerife. Después de todo lo que la familia tuvo que aguantar, no queríamos darles falsas esperanzas. Uno tiene que ser discreto, ¿no le parece a usted?"

Los dos compadres llegaron a ser los héroes del pueblito instantáneamente.

Trueno Ramírez se quedó para siempre agradecido. Cada vez que los veía les daba un tremendo abrazo que les aplastaba los pulmones y una palmada que les hacía girar como un topo.