Mi esposa y yo salimos de nuestro ranchito para ir a visitar a mi tío que vivía cerca de San Diego. En nuestro carretón, estirado por dos mulas, viajamos todo el día. Seguimos adelante aún después de acostarse el sol, buscando un lugar para campear para la noche.
Vimos una lumbre a lo lejos. Le dije a mi esposa, «creo que nos estamos acercando a la Laguna del Muerto. Me da gusto que haya gente ya. Me siento más seguro así que si estuviéramos solos.»
Pues más nos acercábamos a la laguna más se bajaban las llamas del fuego. Cuando llegamos, nada más quedaban las brasas. No había nadie... ni se veían huellas en el suelo.
Esto del fuego apagado me molestaba en algo pero no quise decir nada a mi señora para no asustarla. Decidimos campear allá mismo abajo de un enorme encino. Era ya demasiado oscuro para seguir adelante.
Sacamos del carretón lo que necesitábamos para la noche. Eché leña encima de las brasas y prendió la lumbre de vuelta.
Al momento en que se levantaban las llamas, empezamos a oír un caballo que venía a galope a lo lejos. Venía hacia nosotros más y más aprisa. Oímos las ramas que se quebraban. Y entonces fuimos testigos de la cosa la más espantosa: en mero frente de nosotros, un caballo alto, gris, corriendo a toda velocidad; montado sobre el caballo, un jinete sin cabeza. Lo vimos tan claramente como le veo a usted en este momento. Al pasar en frente de nosotros, clavó sus espuelas en los lados del animal. Mi mujer se desmayó en este momento.
El jinete siguió hacia la laguna, el caballo corrió encima del agua como si hubiera sido cemento. Todavía pude oír el ruido de los cascos del animal al otro lado de la laguna.
De repente se paró el ruido; al mismo tiempo se apagó el fuego en frente de mí.
Como la luna ya había salido de entre las nubes, decidí dejar aquel lugar inmediatamente y buscar otro sitio para pasar la noche. Antes de irme, sin embargo, marqué el lugar con trapos que colgué en las ramas del encino.
El día siguiente, al llegar a la casa del tío, le contamos naturalmente lo que nos había asustado tanto la noche de antes.
Se sonrió el tío como si supiera muy bien de que se trataba.
«Bueno,» dijo él, «estaban al lado de la Laguna del Muerto. He oído muchos rumores tocante a ese lugar. Dicen que, hace muchos años, se juntaron cuatro propietarios de rancho para ver quién tenía el mejor caballo. Cada uno de los hombres estaba convencido que su caballo ganaría. Tan seguros estaban que apostaron todo lo que tenían, dinero, ranchos y ganado.»
«El señor Dickson tenía un caballo gris, alto y poderoso, que se llamaba Hércules. Pues, Hércules se ganó la carrera con tanta facilidad que los otros hombres humillados se enojaron. No solamente rehusaron pagar sus apuestas, sino que se echaron encima de él y le mataron con un machete, cortándole la cabeza.»
«Desde entonces se dice que el señor Dickson y Hércules vuelven a correr de nuevo la misma carrera cada noche.»
Luego que terminó mi tío, salimos él y yo para la Laguna del Muerto. Volvimos al lugar exacto al lado de la laguna. Ni siquiera una huella en el suelo, aún en el lodo al lado de la laguna. No quedaba nada del fuego, ni brasas, ni cenizas; aún los trapos que yo había dejado en las ramas habían desaparecido.