El pordiosero de sangre real


Ésta es una de las pocas historias para niños que se encuentran en esta región. Hay verdaderamente pocos cuentos infantiles que son tradicionales en el sudoeste de Texas. Da la impresión que los abuelos arrullaban a los niños con espantos y lechuzas en lugar de castillos encantados, hadas, o princesas dormidas.

El Rey Arnulfo tenía una hija muy hermosa que se llamaba Graciela. Al cumplir ella los veinte años, el rey juntó a todos los príncipes jóvenes de la región para que ella escogiera entre ellos a quien quería para su esposo.
Graciela era muy amable y cariñosa con todos. Tenía solamente un defecto, nunca podía decidirse. Siempre vacilaba entre que sí y que no. Pues allá estaba ella rodeada de doce pretendientes jóvenes y simpáticos y se volvía loca en querer escoger entre ellos.

El rey se puso tan furioso de verla tan indecisa que gritó:
«¡Estoy cansado de tanta vacilación! Juro por Dios que te daré en matrimonio al primer hombre que pasará por el portal de esta sala.»
En este mismo instante entró en la sala un pobre pordiosero que se había metido a pesar de los guardas.
«Acabo de oír lo que dijo su Merced. Usted lo juró por Dios. ¡Su hija es mía!»

No hubo manera para el rey de echarse para atrás después de un juramento tan solemne. El vagabundo se fue a arreglar para el matrimonio. Cuando volvió, toda la corte se sorprendió de lo bien que se veía en ropa prestada.


Después de algunos días, el nuevo esposo le dijo a la princesa que ya era tiempo para ellos de alejarse. Él quería a todo precio volver a su pobre casa y a su humilde trabajo.

Caminaron por mucho tiempo y al fin llegaron a un hermosísimo país. Se encontraban arroyos y caídas de agua, huertos repletos de frutas y viñas llenas de uvas. Cada vez que Graciela le preguntaba a su esposo de quién era todo aquello, él siempre le contestaba la misma cosa: «Es del Príncipe Felipe.» Finalmente llegaron a una casita de piedra construida al lado de las murallas de un castillo. El joven le explicó a su esposa que ésta era su casa. También añadió que su trabajo no pagaba gran cosa y esperaba que ella ayudara con su propio trabajo. Pudiera, por ejemplo, hacer pan en el horno y venderlo en el mercado.

Por un año entero vivieron así, pobres pero felices, abajo de aquel techo. Le iba muy bien a ella con el pan, porque cada día venía alguien del castillo y le compraba todo el pan que tenía. Era cierto que esta vida no era como la que llevaba en el palacio de su padre, pero su esposo era tan bueno con ella que bien pronto se estaba olvidando los placeres desabridos de la corte de su padre. Un día vio pasar a un magnífico príncipe, montado sobre un soberbio caballo árabe. Se veía que la gente le quería mucho. Todos le saludaban y se sonreían. Se le hizo a Graciela que el hermoso jinete se parecía mucho a su esposo.

Aquella misma noche, le contó ella lo que había pasado. Él se rió y contestó que debía haber sido el Príncipe Felipe. «A propósito,» añadió él, «esta noche tenemos la oportunidad de ganarnos un dinerito. Van a tener una fiesta muy grande en el palacio para honrar a una nueva princesa. Me dijeron que habrá trabajo para ti y para mí. Voy a ir luego; ven tú como a las ocho. Te esperaré a la entrada.»



A las ocho en punto, Graciela tocó a la puerta mayor. Se sorprendió de que los guardas se agacharan en frente de ella en forma de respeto.

Entró en la sala. Todo estaba bien oscuro. De repente sintió ella un abrazo y un tierno beso mientras que una voz bien conocida le decía: «Bienvenida en tu palacio, Princesa Graciela. La fiesta de esta noche es para ti.»

En este instante, se hizo luz. Graciela reconoció que el pordiosero, con el cual se había casado, era, de hecho, el mismo Príncipe Felipe. Su corte le rodeaba, mientras que sirvientes llegaban con ropa fina y joyas para ella.

Explicó él por qué habían vivido en pobreza por un año. Quería estar seguro que su esposa tuviera amor para el pobre y para el humilde. Se disculpó por haberla obligado a vivir tanto tiempo bajo un techo tan miserable. Ella contestó que ese año había sido el más feliz de toda su vida.

«Espero que podamos tener tanta felicidad,» añadió, «en tu palacio, como hemos tenido en la pequeña casa de piedra.»