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A principios del nuevo año empezábamos a conocernos como si viviéramos juntos y despiertos, pues yo había encontrado un tono de voz cauteloso que ella oía sin despertar, y me contestaba con un lenguaje natural del cuerpo. Sus estados de ánimo se le notaban en el modo de dormir. De exhausta y montaraz que había sido al principio, fue haciéndose a una paz interior que embellecía su rostro y enriquecía su sueño. Le contaba mi vida, le leía al oído los borradores de mis notas dominicales en las que estaba ella sin decirlo, y sólo ella.
Por esa época le dejé en la almohada unos zarcillos de esmeraldas que fueron de mi madre. Los llevó puestos en la cita siguiente y no le lucían. Le llevé después unos pendientes más adecuados para el color de su piel. Le expliqué: Los primeros que te traje no te quedaban bien por tu tipo y el corte del cabello. Estos te irán mejor. No llevó ninguno en las dos citas siguientes, pero a la tercera se puso los que le había indicado. Así empecé a entender que no obedecía a mis órdenes, pero aguardaba la ocasión para complacerme. Por esos días me sentí tan habituado a aquel género de vida doméstica, que no seguí durmiendo desnudo sino que llevé las piyamas de seda china que había dejado de usar por no tener para quién quitármelas.
Empecé a leerle El principito de Saint-Exupéry, un autor francés que el mundo entero admira más que los franceses. Fue el primero que la entretuvo sin despertarla, hasta el punto de que tuve que ir dos días continuos para acabar de leérselo. Seguimos con los Cuentos de Perrault, la Historia sagrada, Las mil y una noches en una versión desinfectada para niños, y por las diferencias entre uno y otro me di cuenta de que su sueño tenía diversos grados de profundidad según su interés por las lecturas. Cuando sentía que había tocado fondo apagaba la luz y me dormía abrazado a ella hasta que cantaban los gallos.
Me sentía tan feliz, que la besaba en los párpados, muy suave, y una noche ocurrió como una luz en el cielo: sonrió por primera vez. Más tarde, sin ningún motivo, se revolvió en la cama, me dio la espalda, y dijo disgustada: Fue Isabel la que hizo llorar a los caracoles. Exaltado por la ilusión de un diálogo, le pregunté en el mismo tono: ¿De quién eran? No contestó. Su voz tenía un rastro plebeyo, como si no fuera suya sino de alguien ajeno que llevaba dentro. Toda sombra de duda desapareció entonces de mi alma: la prefería dormida.
Mi único problema era el gato. Estaba inapetente y huraño y llevaba dos días sin levantar cabeza en su rincón habitual, y me tiró un zarpazo de fiera herida cuando quise ponerlo en su canasto de mimbre para que Damiana lo llevara con el veterinario. Apenas logró someterlo, y se lo llevó pataleando dentro de un saco de fique. Al cabo de un rato me llamó desde el criadero para decirme que no había más remedio que sacrificarlo, y necesitaban mi orden. ¿Por qué? Porque ya está muy viejo, dijo Damiana. Pensé con rabia que a mí también podían asarme vivo en un horno de gatos. Me sentí inerme entre dos fuegos: no había aprendido a querer el gato, pero tampoco tenía corazón para ordenar que lo mataran sólo porque era viejo.
¿Dónde lo decía el manual?
El incidente me conmocionó tanto, que escribí una nota para el domingo con un título usurpado a Neruda: ¿Es el gato un mínimo tigre de salón? La nota dio origen a una nueva campaña que otra vez dividió a los lectores en favor y en contra de los gatos. En cinco días prevaleció la tesis de que podía ser lícito sacrificar un gato por razones de salud pública, pero no porque estuviera viejo.
Después de la muerte de mi madre me desvelaba el terror de que alguien me tocara mientras dormía. Una noche la sentí, pero su voz me devolvió el sosiego: Figlio mió poveretto. Volví a sentirlo una madrugada en el cuarto de Delgadina, y me retorcí de gozo creyendo que ella me había tocado. Pero no: era Rosa Cabarcas en la oscuridad. Vístete y ven conmigo, me dijo, tengo un problema serio.
Así era, y más serio de lo que pude imaginar. A uno de los clientes grandes de la casa lo habían asesinado a puñaladas en el primer cuarto del pabellón. El asesino había escapado. El cadáver enorme, desnudo, pero con los zapatos puestos, tenía una palidez de pollo al vapor en la cama empapa da de sangre. Lo reconocí de entrada: era J.M.B., un banquero grande, famoso por su apostura, su simpatía y su buen vestir, y sobre todo por la pulcritud de su hogar. Tenía en el cuello dos heridas moradas como labios y una zanja en el vientre que no había acabado de sangrar. Todavía no empezaba el rigor. Más que sus heridas me impresionó que tenía un preservativo puesto y al parecer sin usar en el sexo desmirriado por la muerte.
Rosa Cabarcas no sabía con quién iba, porque también él tenía el privilegio de entrar por el portón del huerto. No se descartaba la sospecha de que su pareja fuera otro hombre. Lo único que la dueña quería de mí era que la ayudara a vestir el cadáver. Estaba tan segura, que me inquietó la idea de que la muerte fuera para ella un asunto de cocina. No hay nada más difícil que vestir a un muerto, le dije. Lo he hecho a pasto de Dios, replicó ella. Es fácil si alguien me lo sostiene. Le hice ver: ¿Te imaginas quién va a creer en un cuerpo tasajeado a cuchilladas dentro de un vestido intacto de caballero inglés?
Temblé por Delgadina. Lo mejor será que te la lleves tú, me dijo Rosa Cabarcas. Primero muerto, le dije con la saliva helada. Ella lo percibió y no pudo ocultar su desdén: ¡Estás temblando! Por ella, dije, aunque sólo era verdad a medias. Avísale que se vaya antes de que llegue nadie. De acuerdo, dijo ella, aunque a ti como periodista no te pasará nada. Ni a ti tampoco, le dije con cierto rencor. Eres el único liberal que manda en este gobierno.
La ciudad, codiciada por su naturaleza pacífica y su seguridad congénita, arrastraba la desgracia de un asesinato escandaloso y atroz cada año. Aquél no lo fue. La noticia oficial en titulares excesivos y parca en detalles decía que al joven banquero lo habían asaltado y muerto a cuchilladas en la carretera de Pradomar por motivos incomprensibles. No tenía enemigos. El comunicado del gobierno señalaba como presuntos asesinos a refugiados del interior del país, que estaban desatando una oleada de delincuencia común extraña al espíritu cívico de la población. En las primeras horas hubo más de cincuenta detenidos.
Acudí escandalizado con el redactor judicial, un periodista típico de los años veinte, con visera de celuloide verde y ligas en las mangas, que presumía de anticiparse a los hechos. Sin embargo, sólo conocía unas hilachas sueltas del crimen, y yo se las completé hasta donde me fue prudente. Así escribimos cinco cuartillas a cuatro manos para una noticia de ocho columnas en primera página atribuida al fantasma eterno de las fuentes que nos merecen entero crédito. Pero al Abominable Hombre de las Nueve —el censor— no le tembló el pulso para imponer la versión oficial de que había sido un asalto de bandoleros liberales. Yo me lavé la conciencia con un ceño de pesadumbre en el entierro más cínico y concurrido del siglo.
Cuando regresé a casa aquella noche llamé a Rosa Cabarcas para averiguar qué había pasado con Delgadina, pero no contestó el teléfono en cuatro días. Al quinto fui a su casa con los dientes apretados. Las puertas estaban selladas, pero no por la policía sino por la Sanidad. Nadie en el vecindario daba noticias de nada. Sin ningún indicio de Delgadina, me di a una búsqueda encarnizada y a veces ridícula que me dejó acezante. Pasé días enteros observando a las jóvenes ciclistas desde los escaños de un parque polvoriento donde los niños jugaban a encaramarse en la estatua descascarada de Simón Bolívar. Pasaban pedaleando como venadas; bellas, disponibles, listas para ser atrapadas a la gallina ciega. Cuando se me acabó la esperanza me refugié en la paz de los boleros. Fue como un bebedizo emponzoñado: cada palabra era ella. Siempre había necesitado el silencio para escribir porque mi mente atendía más a la música que a la escritura. Entonces fue al revés: sólo pude escribir a la sombra de los boleros. Mi vida se llenó de ella. Las notas que escribí aquellas dos semanas fueron modelos en clave para cartas de amor. El jefe de redacción, contrariado con la avalancha de respuestas, me pidió que moderara el amor mientras pensábamos cómo consolar a tantos lectores enamorados.
La falta de sosiego acabó con el rigor de mis días. Despertaba a las cinco, pero me quedaba en la penumbra del cuarto imaginando a Delgadina en su vida irreal de levantar a sus hermanos, vestirlos para la escuela, darles el desayuno, si lo había, y atravesar la ciudad en bicicleta para cumplir la condena de coser botones. Me pregunté asombrado: ¿Qué piensa una mujer mientras pega un botón? ¿Pensaba en mí? ¿También ella buscaba a Rosa Cabarcas para dar conmigo? Pasé hasta una semana sin quitarme el mameluco de mecánico ni de día ni de noche, sin bañarme, sin afeitarme, sin cepillarme los dientes, porque el amor me enseñó demasiado tarde que uno se arregla para alguien, se viste y se perfuma para alguien, y yo nunca había tenido para quién. Damiana creyó que estaba enfermo cuando me encontró desnudo en la hamaca a las diez de la mañana. La vi con los ojos turbios de la codicia y la invité a revolearnos desnudos. Ella, con un desprecio, me dijo:
—¿Ya pensó lo que va a hacer si le digo que sí?
Así supe hasta qué punto me había corrompido el sufrimiento. No me reconocía a mí mismo en mi dolor de adolescente. No volví a salir de la casa por no descuidar el teléfono. Escribía sin descolgarlo, y al primer timbrazo le saltaba encima pensando que pudiera ser Rosa Cabarcas. Interrumpía a cada rato lo que estuviera haciendo para llamarla, e insistí días enteros hasta comprender que era un teléfono sin corazón.
Al volver a casa una tarde de lluvia encontré el gato enroscado en la escalinata del portón. Estaba sucio y maltrecho, y con una mansedumbre de lástima. El manual me hizo ver que estaba enfermo y seguí sus normas para alentarlo. De golpe, mientras descabezaba un sueñecito de siesta, me despabiló la idea de que pudiera conducirme a la casa de Delgadina. Lo llevé en una bolsa de mercado hasta la tienda de Rosa Cabarcas, que seguía sellada y sin indicios de vida, pero se revolvió en el talego con tanto ímpetu que logró escapar, saltó la tapia del huerto y desapareció entre los árboles. Toqué al portón con el puño, y una voz militar preguntó sin abrir: ¿Quién vive? Gente de paz, dije yo para no ser menos. Ando en pos de la dueña. No hay dueña, dijo la voz. Por lo menos ábrame para coger el gato, insistí. No hay gato, dijo. Pregunté: ¿Quién es usted?
—Nadie —dijo la voz.
Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética. Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de amor. Pero también me di cuenta de que era válida la verdad contraria: no habría cambiado por nada del mundo las delicias de mi pesadumbre. Había perdido más de quince años tratando de traducir los cantos de Leopardi, y sólo aquella tarde los sentí a fondo: Ay de mí, si es amor, cuánto atormenta.
Mi entrada al periódico en mameluco y mal afeitado despertó ciertas dudas sobre mi estado mental. La casa remodelada, con cabinas individuales de vidrio y luces cenitales, parecía una clínica de maternidad. El clima artificial callado y confortable invitaba a hablar en susurros y caminar en puntillas. En el vestíbulo, como virreyes muertos, estaban los retratos al óleo de los tres directores vitalicios y las fotografías de visitantes ilustres. La enorme sala principal estaba presidida por la fotografía gigantesca de la redacción actual tomada la tarde de mi cumpleaños. No pude evitar la comparación mental con la otra de mis treinta años, y una vez más comprobé con horror que se envejece más y peor en los retratos que en la realidad. La secretaria que me había besado la tarde del cumpleaños me preguntó si estaba enfermo. Fui feliz de contestarle la verdad para que no la creyera: Enfermo de amor. Ella dijo: ¡Lástima que no sea por mí! Yo le correspondí el cumplido: No esté tan segura.
El redactor judicial salió de su cabina gritando que había dos cadáveres de muchachas sin identificar en el anfiteatro municipal. Le pregunté asustado: ¿De qué edad? Jóvenes, dijo él. Pueden ser refugiadas del interior perseguidas hasta aquí por matones del régimen. Respiré aliviado. La situación nos invade en silencio como una mancha de sangre, dije. El redactor judicial, ya lejos, gritó:
—De sangre no, maestro, de mierda.
Algo peor me ocurrió días después, cuando una muchacha instantánea con una canasta igual a la del gato pasó como un escalofrío frente a la librería Mundo. La perseguí a codazos por entre la muchedumbre en el fragor de las doce del día. Era muy bella, de trancos largos y con una fluidez para abrirse camino entre el gentío que me costó trabajo alcanzarla. Por fin la rebasé y la miré de frente. Ella me apartó con la mano sin detenerse ni pedir perdón. No era la que creía, pero su altivez me dolió como si lo fuera. Comprendí entonces que no sería capaz de reconocer a Delgadina despierta y vestida, ni ella podía saber quién era yo si nunca me había visto. En un acto de locura tejí durante tres días doce pares de zapatitos azules y rosados para recién nacidos, tratando de darme valor para no escuchar, ni cantar, ni recordar las canciones que me recordaban a ella.
La verdad era que no podía con mi alma, y empezaba a tomar conciencia de la vejez por mis flaquezas frente al amor. Una prueba todavía más dramática la tuve cuando un autobús de servicio público arrolló una ciclista en el puro centro comercial. Acababan de llevársela en una ambulancia y la magnitud de la tragedia se apreciaba por el estado de chatarra en que quedó la bicicleta sobre un charco de sangre viva. Pero mi impresión no fue tanta por los destrozos de la bicicleta como por la marca, el modelo y el color. No podía ser otra que la que yo mismo le había regalado a Delgadina.
Los testigos coincidieron en que la ciclista herida era muy joven, alta y delgada, y con el cabello corto y rizado. Aturdido, tomé el primer taxi que pasó, y me hice llevar al hospital de Caridad, un viejo edificio de muros ocres que parecía una cárcel encallada en un arenal. Necesité media hora para entrar, y otra más para salir de un patio fragante de árboles frutales donde una mujer atribulada se me atravesó en el camino, me miró a los ojos y exclamó:
—Yo soy la que no buscas.
Sólo entonces recordé que era allí donde vivían en libertad los internos mansos del manicomio municipal. Tuve que identificarme como periodista ante la dirección del hospital para que un enfermero me condujera al pabellón de urgencias. En el cuaderno de ingresos estaban los datos: Rosalba Ríos, dieciséis años, sin oficio conocido. Diagnóstico: conmoción cerebral. Pronóstico: reservado. Pregunté al jefe del pabellón si podía verla, con la esperanza íntima de que me dijeran que no, pero me llevaron encantados por si quería escribir sobre el estado de abandono del hospital.
Atravesamos una sala abigarrada con un fuerte olor de ácido fénico y los enfermos apelotonados en las camas. Al fondo, en un cuarto solo, tendida en una camilla metálica, estaba la que buscábamos. Tenía el cráneo cubierto de vendas, la cara indescifrable, gonfia y amoratada, pero me bastó con verle los pies para saber que no era. Sólo entonces se me ocurrió preguntarme: ¿Qué habría hecho yo si hubiera sido ella?
Todavía enredado en las telarañas de la noche tuve el valor de ir el día siguiente a la fábrica de camisas donde Rosa Cabarcas había dicho alguna vez que trabajaba la niña, y le pedí al propietario que nos mostrara sus instalaciones como modelo para un proyecto continental de las Naciones Unidas. Era un libanés paquidérmico y taciturno, que nos abrió las puertas de su reino con la ilusión de ser un ejemplo universal.
Trescientas jóvenes de blusas blancas con la ceniza del miércoles en la frente cosían botones en la vasta nave iluminada. Cuando nos vieron entrar se irguieron como colegialas y nos observaron de reojo mientras el gerente explicaba sus aportes al arte inmemorial de pegar botones. Yo escrutaba las caras de cada una, con el pavor de descubrir a Delgadina vestida y despierta. Pero fue una de ellas la que me descubrió a mí con la mirada temible de la admiración sin clemencia:
—Dígame, señor: ¿no es usted el que escribe las cartas de amor en el periódico?
Nunca me hubiera imaginado que una niña dormida pudiera causar en uno semejantes estragos. Escapé de la fábrica sin despedirme ni pensar siquiera si alguna de aquellas vírgenes de purgatorio era por fin la que buscaba. Cuando salí de ahí, el único sentimiento que me quedaba en la vida eran las ganas de llorar.
Rosa Cabarcas llamó al cabo de un mes con una explicación increíble: se había tomado un merecido descanso en Cartagena de Indias, después del asesinato del banquero. No le creí, desde luego, pero la felicité por su suerte y la dejé explayarse en su mentira antes de hacerle la pregunta que me borboritaba en el corazón:
—¿Y ella?
Rosa Cabarcas hizo un silencio largo. Ahí está, dijo al fin, pero su voz se hizo evasiva: Hay que esperar un tiempo. ¿Cuánto? Ni idea, ya te avisaré. Sentí que se me iba y la paré en seco: Espérate, dame alguna luz. No hay luz, dijo ella, y concluyó: Ten cuidado, puedes perjudicarte tú, y sobre todo, perjudicarla a ella. Yo no estaba para esa clase de remilgos. Le supliqué aunque fuera una oportunidad de acercarme a la verdad. Al fin y al cabo, le dije, somos cómplices. Ella no dio un paso más. Cálmate, me dijo, la niña está bien y esperando que la llame, pero ahora mismo no hay nada que hacer ni voy a decir nada más. Adiós.
Me quedé con el teléfono en la mano sin saber por dónde seguir, pues también la conocía bastante para pensar que no conseguiría nada de ella si no era por las buenas. Después del mediodía me di una vuelta furtiva por su casa, más confiado en la casualidad que en la razón, y la encontré todavía cerrada y con los sellos de la Sanidad. Pensé que Rosa Cabarcas me había telefoneado de otra parte, tal vez de otra ciudad, y la sola idea me llenó de presagios turbios. No obstante, a las seis de la tarde, cuando menos lo esperaba, me soltó por teléfono mi propio santo y seña:
—Bueno, ahora sí.
A las diez de la noche, tembloroso y con los labios mordidos para no llorar, fui cargado de cajas de chocolates suizos, turrones y caramelos, y una canasta de rosas ardientes para cubrir la cama. La puerta estaba entreabierta, las luces encendidas y en el radio se diluía a medio volumen la sonata número uno para violín y piano de Brahms. Delgadina en la cama estaba tan radiante y distinta que me costó trabajo reconocerla.
Había crecido, pero no se le notaba en la estatura sino en una madurez intensa que la hacía parecer con dos o tres años más, y más desnuda que nunca. Sus pómulos altos, la piel tostada por soles de mar bravo, los labios finos y el cabello corto y rizado le infundían a su rostro el resplandor andrógino del Apolo de Praxíteles. Pero no había equívoco posible, porque sus senos habían crecido hasta el punto de que no me cabían en la mano, sus caderas habían acabado de formarse y sus huesos se habían vuelto más firmes y armónicos. Me encantaron aquellos aciertos de la naturaleza, pero me aturdieron los artificios: las pestañas postizas, las uñas de las manos y los pies esmaltadas de nácar, y un perfume de a dos cuartillos que no tenía nada que ver con el amor. Sin embargo, lo que me sacó de quicio fue la fortuna que llevaba encima: pendientes de oro con gajos de esmeraldas, un collar de perlas naturales, una pulsera de oro con resplandores de diamantes, y anillos con piedras legítimas en todos los dedos. En la silla estaba su traje de nochera con lentejuelas y bordados, y las zapatillas de raso. Un vapor raro me subió de las entrañas.
—¡Puta! —grité.
Pues el diablo me sopló en el oído un pensamiento siniestro. Y fue así: la noche del crimen Rosa Cabarcas no debió tener tiempo ni serenidad para prevenir a la niña, y la policía la encontró en el cuarto, sola, menor de edad y sin coartada. Nadie igual a Rosa Cabarcas para una situación como aquélla: le vendió la virginidad de la niña a alguno de sus grandes cacaos a cambio de que a ella la sacaran limpia del crimen. Lo primero, claro, fue desaparecer mientras se aplacaba el escándalo. ¡Qué maravilla! Una luna de miel para tres, ellos dos en la cama, y Rosa Cabarcas en una terraza de lujo disfrutando de su impunidad feliz. Ciego de una furia insensata, fui reventando contra las paredes cada cosa del cuarto: las lámparas, el radio, el ventilador, los espejos, las jarras, los vasos. Lo hice sin prisa, pero sin pausas, con un grande estropicio y una embriaguez metódica que me salvó la vida. La niña dio un salto al primer estallido, pero no me miró sino que se enroscó de espaldas a mí, y así permaneció con espasmos entrecortados hasta que cesó el estropicio. Las gallinas en el patio y los perros de la madrugada aumentaron el escándalo. Con la cegadora lucidez de la cólera tuve la inspiración final de prenderle fuego a la casa, cuando apareció en la puerta la figura impasible de Rosa Cabarcas en camisa de dormir. No dijo nada. Hizo con la vista el inventario del desastre, y comprobó que la niña estaba enroscada sobre sí misma como un caracol y con la cabeza escondida entre los brazos: aterrada pero intacta.
—¡Dios mío! —exclamó Rosa Cabarcas—. ¡Qué no hubiera dado yo por un amor como éste!
Me midió de cuerpo entero con una mirada de misericordia, y me ordenó: Vamos. La seguí hasta la casa, me sirvió un vaso de agua en silencio, me hizo una seña de que me sentara frente a ella, y me puso en confesión. Bueno, me dijo, ahora pórtate como un adulto, y cuéntame: ¿qué te pasa?
Le conté con lo que tenía como mi verdad revelada. Rosa Cabarcas me escuchó en silencio, sin asombro, y por fin pareció iluminada. Qué maravilla, dijo. Siempre he dicho que los celos saben más que la verdad. Y entonces me contó la realidad sin reservas. En efecto, dijo, en su ofuscación de la noche del crimen, se había olvidado de la niña dormida en el cuarto. Uno de sus clientes, abogado del muerto, además, repartió prebendas y sobornos a cuatro manos, e invitó a Rosa Cabarcas a un hotel de reposo de Cartagena de Indias, mientras se disipaba el escándalo. Créeme, dijo Rosa Cabarcas, que en todo este tiempo no dejé de pensar ni un momento en ti y en la niña. Volví antier y lo primero que hice fue llamarte por teléfono, pero nadie contestó. En cambio la niña vino enseguida, y en tan mal estado que te la bañé, te la vestí y te la mandé al salón de belleza con la orden de que la arreglaran como una reina. Ya viste cómo: perfecta. ¿La ropa de lujo? Son los trajes que les alquilo a mis pupilas más pobres cuando tienen que ir a bailar con sus clientes. ¿Las joyas? Son las mías, dijo: Basta con tocarlas para darse cuenta de que son diamantes de vidrio y estoperoles de hojalata. De modo que no jodas, concluyó: Anda, despiértala, pídele perdón, y hazte cargo de ella de una vez. Nadie merece ser más feliz que ustedes.
Hice un esfuerzo sobrenatural para creerle, pero pudo más el amor que la razón. ¡Putas!, le dije, atormentado por el fuego vivo que me abrasaba las entrañas. ¡Eso es lo que son ustedes!, grité: ¡Putas de mierda! No quiero saber nada más de tí, ni de ninguna otra guaricha en el mundo, y menos de ella. Le hice desde la puerta una señal de adiós para siempre. Rosa Cabarcas no lo dudó.
—Vete con Dios —me dijo con un rictus de tristeza, y volvió a su vida real—. De todos modos te pasaré la cuenta del desmadre que me hiciste en el cuarto.