«No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido.»
Yasunari Kawabata
La casa de las bellas dormidas
1
El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de tiempo, decía, con una sonrisa maligna, ya lo verás. Era algo menor que yo, y no sabía de ella desde hacía tantos años que bien podía haber muerto. Pero al primer timbrazo reconocí la voz en el teléfono, y le disparé sin preámbulos:
—Hoy sí.
Ella suspiró: Ay, mi sabio triste, te desapareces veinte años y sólo vuelves para pedir imposibles. Recobró enseguida el dominio de su arte y me ofreció una media docena de opciones deleitables, pero eso sí, todas usadas. Le insistí que no, que debía ser doncella y para esa misma noche. Ella preguntó alarmada: ¿Qué es lo que quieres probarte? Nada, le contesté, lastimado donde más me dolía, sé muy bien lo que puedo y lo que no puedo. Ella dijo impasible que los sabios lo saben todo, pero no todo: Los únicos Virgos que van quedando en el mundo son ustedes los de agosto. ¿Por qué no me lo encargaste con más tiempo? La inspiración no avisa, le dije. Pero tal vez espera, dijo ella, siempre más resabida que cualquier hombre, y me pidió aunque fueran dos días para escudriñar a fondo el mercado. Yo le repliqué en serio que en un negocio como aquél, a mi edad, cada hora es un año. Entonces no se puede, dijo ella sin la mínima duda, pero no importa, así es más emocionante, qué carajo, te llamo en una hora.
No tengo que decirlo, porque se me distingue a leguas: soy feo, tímido y anacrónico. Pero a fuerza de no querer serlo he venido a simular todo lo contrario. Hasta el sol de hoy, en que resuelvo contarme como soy por mi propia y libre voluntad, aunque sólo sea para alivio de mi conciencia. He empezado con la llamada insólita a Rosa Cabarcas, porque visto desde hoy, aquél fue el principio de una nueva vida a una edad en que la mayoría de los mortales están muertos.
Vivo en una casa colonial en la acera de sol del parque de San Nicolás, donde he pasado todos los días de mi vida sin mujer ni fortuna, donde vivieron y murieron mis padres, y donde me he propuesto morir solo, en la misma cama en que nací y en un día que deseo lejano y sin dolor. Mi padre la compró en un remate público a fines del siglo XIX, alquiló la planta baja para tiendas de lujo a un consorcio de italianos, y se reservó este segundo piso para ser feliz con la hija de uno de ellos, Florina de Dios Cargamantos, intérprete notable de Mozart, políglota y garibaldina, y la mujer más hermosa y de mejor talento que hubo nunca en la ciudad: mi madre.
El ámbito de la casa es amplio y luminoso, con arcos de estuco y pisos ajedrezados de mosaicos florentinos, y cuatro puertas vidrieras sobre un balcón corrido donde mi madre se sentaba en las noches de marzo a cantar arias de amor con sus primas italianas. Desde allí se ve el parque de San Nicolás con la catedral y la estatua de Cristóbal Colón, y más allá las bodegas del muelle fluvial y el vasto horizonte del río grande de la Magdalena a veinte leguas de su estuario. Lo único ingrato de la casa es que el sol va cambiando de ventanas en el transcurso del día, y hay que cerrarlas todas para tratar de dormir la siesta en la penumbra ardiente. Cuando me quedé solo, a mis treinta y dos años, me mudé a la que fuera la alcoba de mis padres, abrí una puerta de paso hacia la biblioteca y empecé a subastar cuanto me iba sobrando para vivir, que terminó por ser casi todo, salvo los libros y la pianola de rollos.
Durante cuarenta años fui el inflador de cables de El Diario de La Paz, que consistía en reconstruir y completar en prosa indígena las noticias del mundo que atrapábamos al vuelo en el espacio sideral por las ondas cortas o el código Morse. Hoy me sustento mal que bien con mi pensión de aquel oficio extinguido; me sustento menos con la de maestro de gramática castellana y latín, casi nada con la nota dominical que he escrito sin desmayos durante más de medio siglo, y nada en absoluto con las gacetillas de música y teatro que me publican de favor las muchas veces en que vienen intérpretes notables. Nunca hice nada distinto de escribir, pero no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en la luz de lo mucho que he leído en la vida. Dicho en romance crudo, soy un cabo de raza sin méritos ni brillo, que no tendría nada que legar a sus sobrevivientes de no haber sido por los hechos que me dispongo a referir como pueda en esta memoria de mi grande amor.
El día de mis noventa años había recordado, como siempre, a las cinco de la mañana. Mi único compromiso, por ser viernes, era escribir la nota firmada que se publica los domingos en El Diario de La Paz. Los síntomas del amanecer habían sido perfectos para no ser feliz: me dolían los huesos desde la madrugada, me ardía el culo, y había truenos de tormenta después de tres meses de sequía. Me bañé mientras estaba el café, me tomé un tazón endulzado con miel de abejas y acompañado con dos tortas de cazabe, y me puse el mameluco de lienzo de estar en casa.
El tema de la nota de aquel día, cómo no, eran mis noventa años. Nunca he pensado en la edad como en una gotera en el techo que le indica a uno la cantidad de vida que le va quedando. De muy niño oí decir que cuando una persona muere los piojos que incuban en la pelambre escapan pavoridos por las almohadas para vergüenza de la familia. Esto me escarmentó de tal suerte, que me dejé tusar a coco para ir a la escuela, y las escasas hebras que me quedan me las lavo todavía con el jabón del perro agradecido. Quiere decir, me digo ahora, que de muy niño tuve mejor formado el sentido del pudor social que el de la muerte.
Desde hacía meses había previsto que mi nota de aniversario no fuera el sólito lamento por los años idos, sino todo lo contrario: una glorificación de la vejez. Empecé por preguntarme cuándo tomé conciencia de ser viejo y creo que fue muy poco antes de aquel día. A los cuarenta y dos años había acudido al médico con un dolor de espaldas que me estorbaba para respirar. El no le dio importancia: Es un dolor natural a su edad, me dijo.
—En ese caso —le dije yo—, lo que no es natural es mi edad.
El médico me hizo una sonrisa de lástima. Veo que es usted un filósofo, me dijo. Fue la primera vez que pensé en mi edad en términos de vejez, pero no tardé en olvidarlo. Me acostumbré a despertar cada día con un dolor distinto que iba cambiando de lugar y forma a medida que pasaban los años. A veces parecía ser un zarpazo de la muerte y al día siguiente se esfumaba. Por esa época oí decir que el primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre. Debo estar condenado a la juventud eterna, pensé entonces, porque mi perfil equino no se parecerá nunca al caribe crudo que fue mi padre, ni al romano imperial de mi madre. La verdad es que los primeros cambios son tan lentos que apenas si se notan, y uno sigue viéndose desde dentro como había sido siempre, pero los otros los advierten desde fuera.
En la quinta década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté los primeros huecos de la memoria. Sabaneaba la casa buscando los espejuelos hasta que descubría que los llevaba puestos, o me metía con ellos en la regadera, o me ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando no se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les conté la semana anterior. Para entonces tenía en la memoria una lista de rostros conocidos y otra con los nombres de cada uno, pero en el momento de saludar no conseguía que coincidieran las caras con los nombres.
Mi edad sexual no me preocupó nunca, porque mis poderes no dependían tanto de mí como de ellas, y ellas saben el cómo y el porqué cuando quieren. Hoy me río de los muchachos de ochenta que consultan al médico asustados por estos sobresaltos, sin saber que en los noventa son peores, pero ya no importan: son riesgos de estar vivo. En cambio, es un triunfo de la vida que la memoria de los viejos se pierda para las cosas que no son esenciales, pero que raras veces falle para las que de verdad nos interesan. Cicerón lo ilustró de una plumada:
No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro.
Con esas reflexiones, y otras varias, había terminado un primer borrador de la nota cuando el sol de agosto estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto. Pensé: Ahí llegan mis noventa años. Nunca sabré por qué, ni lo pretendo, pero fue al conjuro de aquella evocación arrasadora cuando decidí llamar por teléfono a Rosa Cabarcas para que me ayudara a honorar mi aniversario con una noche libertina. Llevaba años de santa paz con mi cuerpo, dedicado a la relectura errática de mis clásicos y a mis programas privados de música culta, pero el deseo de aquel día fue tan apremiante que me pareció un recado de Dios. Después de la llamada no pude seguir escribiendo. Colgué la hamaca en un recodo de la biblioteca donde no da el sol por la mañana, y me tumbé con el pecho oprimido por la ansiedad de la espera.
Había sido un niño consentido con una mamá de dones múltiples, aniquilada por la tisis a los cincuenta años, y con un papá formalista al que nunca se le conoció un error, y amaneció muerto en su cama de viudo el día en que se firmó el tratado de Neerlandia, que puso término a la guerra de los Mil Días y a las tantas guerras civiles del siglo anterior. La paz cambió la ciudad en un sentido que no se previo ni se quería. Una muchedumbre de mujeres libres enriquecieron hasta el delirio las viejas cantinas de la calle Ancha, que fuera después el camellón Abello y ahora es el paseo Colón, en esta ciudad de mi alma tan apreciada de propios y ajenos por la buena índole de su gente y la pureza de su luz.
Nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle, y a las pocas que no eran del oficio las convencí por la razón o por la fuerza de que recibieran la plata aunque fuera para botarla en la basura. Por mis veinte años empecé a llevar un registro con el nombre, la edad, el lugar, y un breve recordatorio de las circunstancias y el estilo. Hasta los cincuenta años eran quinientas catorce mujeres con las cuales había estado por lo menos una vez. Interrumpí la lista cuando ya el cuerpo no me dio para tantas y podía seguir las cuentas sin papel. Tenía mi ética propia. Nunca participé en parrandas de grupo ni en contubernios públicos, ni compartí secretos ni conté una aventura del cuerpo o del alma, pues desde joven me di cuenta de que ninguna es impune.
La única relación extraña fue la que mantuve durante años con la fiel Damiana. Era casi una niña, aindiada, fuerte y montaraz, de palabras breves y terminantes, que se movía descalza para no disturbarme mientras escribía. Recuerdo que yo estaba leyendo La lozana andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir. Un temblor profundo le estremeció el cuerpo, pero se mantuvo firme. Humillado por haberla humillado quise pagarle el doble de lo que costaban las más caras de entonces, pero no aceptó ni un ochavo, y tuve que aumentarle el sueldo con el cálculo de una monta al mes, siempre mientras lavaba la ropa y siempre en sentido contrario.
Alguna vez pensé que aquellas cuentas de camas serían un buen sustento para una relación de las miserias de mi vida extraviada, y el título me cayó el cielo: Memoria de mis putas tristes. Mi vida pública, en cambio, carecía de interés: huérfano de padre y madre, soltero sin porvenir, periodista mediocre cuatro veces finalista en los Juegos Florales de Cartagena de Indias y favorito de los caricaturistas por mi fealdad ejemplar. Es decir: una vida perdida que había empezado mal desde la tarde en que mi madre me llevó de la mano a los diecinueve años para ver si lograba publicar en El Diario de La Paz una crónica de la vida escolar que yo había escrito en la clase de castellano y retórica. Se publicó el domingo con un exordio esperanzado del director. Pasados los años, cuando supe que mi madre había pagado la publicación y las siete siguientes, ya era tarde para avergonzarme, pues mi columna semanal volaba con alas propias, y era además inflador de cables y crítico de música.
Desde que obtuve mi grado de bachiller con diploma de excelencia empecé a dictar clases de castellano y latín en tres colegios públicos al mismo tiempo. Fui un mal maestro, sin formación, sin vocación ni piedad alguna por esos pobres niños que iban a la escuela como el modo más fácil de escapar a la tiranía de sus padres. Lo único que pude hacer por ellos fue mantenerlos bajo el terror de mi regla de madera para que al menos se llevaran de mí el poema favorito: Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora, campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa. Sólo de viejo me enteré por casualidad del mal apodo que los alumnos me pusieron a mis espaldas: el Profesor Mustio Collado.
Esto fue todo cuanto me dio la vida y no he hecho nada por sacarle más. Almorzaba solo entre una clase y otra, y a las seis de la tarde llegaba a la redacción del periódico a cazar las señales del espacio sideral. A las once de la noche, cuando se cerraba la edición, empezaba mi vida real. Dormía en el Barrio Chino dos o tres veces por semana, y con tan variadas compañías, que dos veces fui coronado como el cliente del año. Después de la cena en el cercano café Roma escogía cualquier burdel al azar y entraba a escondidas por la puerta del traspatio. Lo hacía por el gusto, pero terminó por ser parte de mi oficio gracias a la ligereza de lengua de los grandes cacaos de la política, que les daban cuenta de sus secretos de Estado a sus amantes de una noche, sin pensar que eran oídos por la opinión pública a través de los tabiques de cartón. Por esa vía, cómo no, descubrí también que mi celibato inconsolable lo atribuían a una pederastia nocturna que se saciaba con los niños huérfanos de la calle del Crimen. He tenido la fortuna de olvidarlo, entre otras buenas razones porque también conocí lo bueno que se decía de mí, y lo aprecié en lo que valía.
Nunca tuve grandes amigos, y los pocos que llegaron cerca están en Nueva York. Es decir: muertos, pues es donde supongo que se van las almas en pena para no digerir la verdad de su vida pasada. Desde mi jubilación tengo poco que hacer, como no sea llevar mis papeles al diario los viernes en la tarde, u otros empeños de cierta monta: conciertos en Bellas Artes, exposiciones de pintura en el Centro Artístico, del cual soy socio fundador, alguna que otra conferencia cívica en la Sociedad de Mejoras Públicas, o un acontecimiento grande como la temporada de la Fábregas en el teatro Apolo. De joven iba a los salones de cine sin techo, donde lo mismo podía sorprendernos un eclipse de luna que una pulmonía doble por un aguacero descarriado. Pero más que las películas me interesaban las pajaritas de la noche que se acostaban por el precio de la entrada, o lo daban de balde o de fiado. Pues el cine no es mi género. El culto obsceno de Shirley Temple fue la gota que desbordó el vaso.
Mis únicos viajes fueron cuatro a los Juegos Florales de Cartagena de Indias, antes de mis treinta años, y una mala noche en lancha de motor, invitado por Sacramento Montiel a la inauguración de un burdel suyo en Santa Marta. En cuanto a mi vida doméstica, soy de poco comer y de gustos fáciles. Cuando Damiana se hizo vieja no se volvió a cocinar en casa, y mi única comida regular desde entonces ha sido la tortilla de papas en el café Roma después del cierre del periódico.
Así que la víspera de mis noventa años me que dé sin almorzar y no pude concentrarme en la lectura a la espera de noticias de Rosa Cabarcas. Las chicharras pitaban a reventar en el calor de las dos, y las vueltas del sol por las ventanas abiertas me forzaron a cambiar tres veces el lugar de la hamaca. Siempre me pareció que por los días de mi aniversario estaba el más caliente del año, y había aprendido a soportarlo, pero el humor de aquel día no me dio para tanto. A las cuatro traté de apaciguarme con las seis suites para chelo solo de Juan Sebastián Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casáis. Las tengo como lo más sabio de toda la música, pero en vez de apaciguarme como de sólito me dejaron en un estado de la peor postración. Me adormecí con la segunda, que me parece un poco remolona, y en el sueño revolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que se fue. Casi al instante me despertó el teléfono, y la voz oxidada de Rosa Cabarcas me devolvió a la vida. Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita mejor de la que querías, pero tiene un percance: anda apenas por los catorce años. No me importa cambiar pañales, le dije en chanza sin entender sus motivos. No es por ti, dijo ella, pero ¿quién va a pagar por mí los tres años de cárcel?
Nadie iba a pagarlos, pero ella menos que nadie, por supuesto. Recogía su cosecha entre las menores de edad que hacían mercado en su tienda, a las cuales iniciaba y exprimía hasta que pasaban a la vida peor de putas graduadas en el burdel histórico de la Negra Eufemia. Nunca había pagado una multa, porque su patio era la arcadia de la autoridad local, desde el gobernador hasta el último camaján de alcaldía, y no era imaginable que a la dueña le faltaran poderes para delinquir a su antojo. De modo que sus escrúpulos de última hora sólo debían ser para sacar ventajas de sus favores: más caros cuanto más punibles. El diferendo se arregló con el aumento de dos pesos en los servicios, y acordamos que a las diez de la noche yo estuviera en su casa con cinco pesos en efectivo y por adelantado. Ni un minuto antes, pues la niña tenía que darles de comer y dormir a sus hermanos menores, y acostar a su madre baldada por el reumatismo.
Faltaban cuatro horas. A medida que discurrían, el corazón se me iba llenando de una espuma acida que me estorbaba para respirar. Hice un esfuerzo estéril por pastorear el tiempo con los trámites de la vestimenta. Nada nuevo por cierto, si hasta Damiana dice que me visto con el ritual de un señor obispo. Me corté con la navaja barbera, tuve que esperar a que se refrescara el agua de la ducha recalentada por el sol en la tubería, y el esfuerzo simple de secarme con la toalla me hizo sudar de nuevo. Me vestí de acuerdo con la ventura de la noche: el traje de lino blanco, la camisa a rayas azules de cuello acartonado con engrudo, la corbata de seda china, los botines remozados con blanco de zinc, y el reloj de oro coronario con la leontina abrochada en el ojal de la solapa. Al final doblé hacia dentro las bocapiernas de los pantalones para que no se notara que he disminuido un jeme.
Tengo fama de cicatero porque nadie puede imaginarse que sea tan pobre si vivo donde vivo, y la verdad es que una noche como aquélla estaba muy por encima de mis recursos. Del cofre de los ahorros transpuesto debajo de la cama saqué dos pesos para alquiler del cuarto, cuatro para la dueña, tres para la niña y cinco de reserva para mi cena y otros gastos menudos. O sea, los catorce pesos que me paga el periódico por un mes de notas dominicales. Los escondí en un bolsillo secreto de la pretina y me perfumé con el fumigador de Agua de Florida de Lanman & Kemp—Barclay & Co. Entonces sentí el zarpazo del pánico y a la primera campanada de las ocho bajé a tientas las escaleras en tinieblas, sudando de miedo, y salí a la noche radiante de mis vísperas.
Había refrescado. Grupos de hombres solos discutían a gritos sobre fútbol en el paseo Colón, entre los taxis parados en batería al centro de la calzada. Una banda de cobres tocaba un valse lánguido bajo la alameda de matarratones floridos. Una de las putitas pobres que cazan clientes de solemnidad en la calle de los Notarios me pidió el cigarrillo de siempre, y le contesté lo mismo de siempre: Dejé de fumar hace hoy treinta y tres años, dos meses y diecisiete días. Al pasar frente a El Alambre de Oro me miré en las vitrinas iluminadas y no me vi como me sentía, sino más viejo y peor vestido.
Poco antes de las diez abordé un taxi y le pedí al chofer que me llevara al Cementerio Universal para que no supiera adonde iba en realidad. Me miró divertido por el espejo, y me dijo: No me dé estos sustos, don sabio, ojalá Dios me mantuviera tan vivo como a usted. Nos bajamos juntos frente al cementerio porque él no tenía moneda suelta y tuvimos que cambiar en La Tumba, una cantina indigente donde lloran a sus muertos los borrachitos de la madrugada. Cuando arreglamos cuentas el chofer me dijo en serio: Tenga cuidado, don, que ya la casa de Rosa Cabarcas no es ni sombra de lo que fue. No pude menos que darle las gracias, convencido como todo el mundo de que no había ningún secreto bajo el cielo para los choferes del paseo Colón.
Me adentré en un barrio de pobres que no tenía nada que ver con el que conocí en mis tiempos. Eran las mismas calles amplias de arenas calientes, con casas de puertas abiertas, paredes de tablas sin cepillar, techos de palma amarga y patios de cascajo. Pero su gente había perdido el sosiego. En la mayoría de las casas había parrandas de viernes cuyos bombos y platillos repercutían en las entrañas. Cualquiera podía entrar por cincuenta centavos en la fiesta que le gustara más, pero también podía quedarse bailando de gorra en los sardineles. Yo caminaba ansioso de que me tragara la tierra dentro de mi atuendo de filipichín, pero nadie se fijó en mí, salvo un mulato escuálido que dormitaba sentado en el portón de una casa de vecindad.
—Adiós, doctor —me gritó con todo el corazón—, ¡feliz polvo!
¿Qué podía hacer sino darle las gracias? Tuve que detenerme por tres veces para recobrar el respiro antes de alcanzar la última cuesta. Desde allí vi la enorme luna de cobre que se alzaba en el horizonte, y una urgencia imprevista del vientre me hizo temer por mi destino, pero pasó de largo. Al final de la calle, donde el barrio se convertía en un bosque de árboles frutales, entré en la tienda de Rosa Cabarcas.
No parecía la misma. Había sido la mama santa más discreta y por lo mismo la más conocida. Una mujer de gran tamaño que queríamos coronar como sargenta de bomberos, tanto por la corpulencia como por la eficacia para apagar las candelas de la parroquia. Pero la soledad le había disminuido el cuerpo, le había avellanado la piel y afilado la voz con tanto ingenio que parecía una niña vieja. De antes sólo le quedaban los dientes perfectos, con uno que se había hecho forrar de oro por coquetería. Guardaba un luto cerrado por el marido muerto a los cincuenta años de vida común, y lo aumentó con una especie de bonete negro por la muerte del hijo único que la ayudaba en sus entuertos. Sólo le quedaban vivos los ojos diáfanos y crueles, y por ellos me di cuenta de que no había cambiado de índole.
La tienda tenía un foco macilento en el plafondo y casi nada para vender en los armarios, que ni siquiera cumplían como pantalla de un negocio a voces que todo el mundo conocía pero nadie reconocía. Rosa Cabarcas estaba despachando a un cliente cuando entré en punta de pies. No sé si me desconoció de veras o si lo había fingido por guardar las formas. Me senté en el escaño de espera mientras se desocupaba y traté de reconstruirla en la memoria como había sido. Más de dos veces, cuando ambos estábamos enteros, también ella me había sacado de espantos. Creo que me leyó el pensamiento, porque se volvió hacia mí y me escudriñó con una intensidad alarmante. No te pasa el tiempo, suspiró con tristeza. Yo quise halagarla: A ti sí, pero para bien. En serio, dijo ella, hasta te ha resucitado un poco la cara de caballo muerto. Será porque cambié de comedero, le dije por picardía. Ella se animó. Hasta donde me acuerdo tenías una tranca de galeote, me dijo. ¿Cómo se porta? Me escapé por la tangente: Lo único distinto desde que no nos vemos es que a veces me arde el culo. Su diagnóstico fue inmediato: Falta de uso. Sólo lo tengo para lo que Dios lo hizo, le dije, pero era cierto que me ardía de tiempo atrás, y siempre en luna llena. Rosa rebuscó en su cajón de sastre y destapó una latita de una pomada verde que olía a linimento de árnica. Le dices a la niña que te la unte con su dedito así, moviendo el índice con una elocuencia procaz. Le repliqué que a Dios gracias todavía era capaz de defenderme sin untos guajiros. Ella se burló: Ay, maestro, perdóname la vida.
Y fue a lo suyo.
La niña estaba en el cuarto desde las diez, me dijo; era bella, limpia y bien criada, pero estaba muerta de miedo, porque una amiga suya que escapó con un estibador de Gayra se había desangrado en dos horas. Pero bueno, admitió Rosa, se entiende porque los de Gayra tienen fama de que hacen cantar a las muías. Y retomó el hilo: Pobrecita, además de todo tiene que trabajar el día entero pegando botones en una fábrica. No me pareció que fuera un oficio tan duro. Eso creen los hombres, replicó ella, pero es peor que picar piedras. Además me confesó que le había dado a la niña un bebedizo de bromuro con valeriana y ahora estaba dormida. Temí que la compasión mera otra artimaña para aumentar el precio, pero no, dijo ella, mi palabra es de oro. Con reglas fijas: cada cosa pagada aparte, en plata blanca y por adelantado. Así fue.
La seguí a través del patio, enternecido por la marchitez de su piel, y por lo mal que andaba con las piernas hinchadas dentro de las medias de algodón primario. La luna llena estaba llegando al centro del cielo y el mundo se veía como sumergido en aguas verdes. Cerca de la tienda había una techumbre de palma para las parrandas de la administración pública, con numerosos taburetes de cuero y hamacas colgadas en los horcones. En el, traspatio, donde empezaba el bosque de árboles frutales, había una galería de seis alcobas de adobes sin repellar, con ventanas de anjeo para los zancudos. La única ocupada estaba a media luz, y Toña la Negra cantaba en el radio una canción de malos amores. Rosa Cabarcas tomó aire: El bolero es la vida. Yo estaba de acuerdo, pero hasta hoy no me atreví a escribirlo. Ella empujó la puerta, entró un instante y volvió a salir. Sigue dormidita, dijo. Harías bien en dejarla descansar todo lo que le pida el cuerpo, tu noche es más larga que la suya. Yo estaba ofuscado: ¿Qué crees que debo hacer? Tú sabrás, dijo ella con una placidez fuera de lugar, por algo eres sabio. Dio media vuelta y me dejó solo con el terror.
No había escapatoria. Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña dormida, desnuda y desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su madre. Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla desde el borde de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era morena y tibia. La habían sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello incipiente del pubis. Le habían rizado el cabello y tenía en las uñas de las manos y los pies un esmalte natural, pero la piel del color de la melaza se veía áspera y maltratada. Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar. Lo mejor de su cuerpo eran los pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos y sensibles como de otras manos. Estaba ensopada en un sudor fosforescente a pesar del ventilador, y el calor se volvía insoportable a medida que avanzaba la noche. Era imposible imaginar cómo era la cara pintorreteada a brocha gorda, la espesa costra de polvos de arroz con dos parches de colorete en las mejillas, las pestañas postizas, las cejas y los párpados como ahumados con negro humo, y los labios aumentados con un barniz de chocolate. Pero ni los trapos ni los afeites alcanzaban a disimular su carácter: la nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos. Pensé: Un tierno toro de lidia.
A las once fui a mis trámites de rutina en el baño, donde estaba su ropa de pobre doblada sobre una silla con un esmero de rica: un traje de etamina con mariposas estampadas, un calzón amarillo de malapodán y unas sandalias de fique. Encima de la ropa había una pulsera de baratillo y una cadenita muy fina con la medalla de la Virgen. En la repisa del lavabo, una cartera de ruano con un lápiz de labios, un estuche de colorete, una llave y unas monedas sueltas. Todo tan barato y envilecido por el uso que no pude imaginarme a nadie tan pobre como ella.
Me desvestí y dispuse las piezas como mejor pude en el perchero para no dañar la seda de la camisa y el planchado del lino. Oriné en el inodoro de cadena, sentado y como me enseñó desde niño Florina de Dios para que no mojara los bordes de la bacinilla, y todavía, modestia aparte, con un chorro inmediato y continuo de potro cerrero. Antes de salir me asomé al espejo del lavamanos. El caballo que me miró desde el otro lado no estaba muerto sino lúgubre, y tenía una papada de Papa, los párpados abotagados y desmirriadas las crines que habían sido mi melena de músico.
—Mierda —le dije—, ¿qué puedo hacer si no me quieres?
Tratando de no despertarla me senté desnudo en la cama con la vista ya acostumbrada a los engaños de la luz roja, y la revisé palmo a palmo. Deslicé la yema del índice a lo largo de su cerviz empapada y toda ella se estremeció por dentro como un acorde de arpa, se volteó hacia mí con un gruñido y me envolvió en el clima de su aliento ácido. Le apreté la nariz con el pulgar y el índice, y ella se sacudió, apartó la cabeza y me dio la espalda sin despertar. Traté de separarle las piernas con mi rodilla por una tentación imprevista. En las dos primeras tentativas se opuso con los muslos tensos. Le canté al oído: La cama de Delgadina de ángeles está rodeada. Se relajó un poco. Una corriente cálida me subió por las venas, y mi lento animal jubilado despertó de su largo sueño.
Delgadina, alma mía, le supliqué ansioso. Delgadina. Ella lanzó un gemido lúgubre, escapó de mis muslos, me dio la espalda y se enroscó como un caracol en su concha. La pócima de valeriana debió ser tan eficaz para mí como para ella, porque nada pasó, ni a ella ni a nadie. Pero no me importó. Me pregunté de qué servía despertarla, humillado y triste como me sentía, y frío como un lebranche.
Nítidas, ineluctables, sonaron entonces las campanadas de las doce de la noche, y empezó la madrugada del 29 de agosto, día del Martirio de San Juan Bautista. Alguien lloraba a gritos en la calle y nadie le hacía caso. Recé por él, si le hiciera falta, y también por mí, en acción de gracias por los beneficios recibidos: No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio.
La niña gimió en sueños, y recé también por ella: Pues que todo ha de pasar por tal manera. Después apagué el radio y la luz para dormir.
Desperté de madrugada sin recordar dónde estaba. La niña seguía dormida de espaldas a mí en posición fetal. Tuve la sensación indefinida de que la había sentido levantarse en la oscuridad, y de haber oído el desagüe del baño, pero lo mismo pudo ser un sueño. Fue algo nuevo para mí. Ignoraba las mañas de la seducción, y siempre había escogido al azar las novias de una noche más por el precio que por los encantos, y hacíamos amores sin amor, medio vestidos las más de las veces y siempre en la oscuridad para imaginarnos mejores. Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor.
Me levanté a las cinco, inquieto porque mi nota dominical debía estar en la mesa de redacción antes de las doce. Hice mi deposición puntual todavía con los ardores de la luna llena, y cuando solté la cadena del agua sentí que ñus rencores del pasado se fueron por los albañales. Cuando volví fresco y vestido al dormitorio, la niña dormía bocarriba a la luz conciliadora del amanecer, atravesada de lado a lado en la cama, con los brazos abiertos en cruz y dueña absoluta de su virginidad. Que Dios te la guarde, le dije. Toda la plata que me quedaba, la suya y la mía, se la puse en la almohada, y me despedí por siempre jamás con un beso en la frente. La casa, como todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso. Salí por el portón del huerto para no encontrarme con nadie. Bajo el sol abrasante de la calle empecé a sentir el peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que me hacían falta para morir.