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¿Cómo podía llamarse? La dueña no me lo había dicho. Cuando me hablaba de ella sólo decía: la niña. Y yo lo había convertido en un nombre de pila, como la niña de los ojos o la carabela menor. Además, Rosa Cabarcas ponía a sus pupilas un nombre distinto para cada cliente. A mí me divertía adivinarlos por las caras, y desde el principio estuve seguro de que la niña tenía uno largo, como Filomena, Saturnina o Nicolasa. En ésas estaba cuando ella se dio media vuelta en la cama y quedó de espaldas a mí, y me pareció que había dejado un charco de sangre del tamaño y la forma del cuerpo. Fue un sobresalto instantáneo hasta que comprobé que era la humedad del sudor en la sábana.
Rosa Cabarcas me había aconsejado que la tratara con cautela, pues aún le duraba el susto de la primera vez. Es más: creo que la misma solemnidad del rito le había agravado el miedo y habían tenido que aumentarle la dosis de valeriana, pues dormía con tal placidez que habría sido una lástima despertarla sin arrullos. De modo que empecé a secarla con la toalla mientras le cantaba en susurros la canción de Delgadina, la hija menor del rey, requerida de amores por su padre. A medida que la secaba ella iba mostrándome los flancos sudados al compás de mi canto: Delgadina, Delgadina, tú serás mi prenda amada. Fue un placer sin límites pues ella volvía a sudar por un costado cuando acababa de secarla por el otro, para que la canción no terminara nunca. Levántate, Delgadina, ponte tu falda de seda, le cantaba al oído. Al final, cuando los criados del rey la encontraron muerta de sed en su cama, me pareció que mi niña había estado a punto de despertar al escuchar el nombre. Así que era ella: Delgadina.
Volví a la cama con mis calzoncillos de besos estampados y me tendí junto a ella. Dormí hasta las cinco al arrullo de su respiración apacible. Me vestí a toda prisa sin lavarme, y sólo entonces vi la sentencia escrita con lápiz labial en el espejo del lavabo: El tigre no come lejos. Sé que no estaba la noche anterior y nadie podía haber entrado en el cuarto, de modo que la entendí como la cuelga del diablo. Un trueno terrorífico me sorprendió en la puerta, y el cuarto se llenó del olor premonitorio de la tierra mojada. No tuve tiempo para escapar ileso. Antes de que encontrara un taxi se precipitó un aguacero grande, de los que suelen desordenar la ciudad entre mayo y octubre, pues las calles de arenas ardientes que bajan hacia el río se convierten en torrenteras que arrastran cuanto encuentran a su paso. Las aguas de aquel septiembre raro, después de tres meses de sequía, podían ser tan providenciales como devastadoras.
Desde que abrí la puerta de casa me salió al encuentro la sensación física de que no estaba solo. Alcancé a ver el celaje del gato que saltó del sofá y se escabulló por el balcón. En su plato quedaban las sobras de una comida que yo no le había servido. La peste de sus orines rancios y su caca caliente habían contaminado todo. Me había dedicado a estudiarlo como estudié el latín. El manual decía que los gatos escarban en la tierra para esconder su estiércol, y que en las casas sin patio, como ésta, lo harían en las macetas de plantas, o en cualquier otro escondrijo. Lo apropiado era prepararles desde el primer día una caja con arena para orientarles el hábito, y así lo hice. También decía que lo primero que hacen en casa nueva es marcar su territorio orinando por todas partes, y aquél pudo ser el caso, pero el manual no decía cómo remediarlo. Seguía sus trazas para familiarizarme con sus hábitos originales, pero no di con sus escondites secretos, sus sitios de reposo, las causas de sus humores volubles. Quise enseñarlo a comer en sus horas, a usar la cajita de arena en la terraza, a no subirse en mi cama mientras yo dormía ni a olisquear los alimentos en la mesa, y no pude hacerle entender que la casa era suya por derecho propio y no como un botín de guerra. De modo que lo dejé a su aire.
Al atardecer enfrenté el aguacero, cuyos vientos huracanados amenazaban con desquiciar la casa. Sufrí un ataque de estornudos sucesivos, me dolía el cráneo y tenía fiebre, pero me sentía poseído por una fuerza y una determinación que nunca tuve a ninguna edad y por ninguna causa. Puse calderos en el piso para recoger las goteras, y me di cuenta de que habían aparecido otras nuevas desde el invierno anterior. La más grande había empezado a inundar el flanco derecho de la biblioteca. Me apresuré a rescatar a los autores griegos y latinos que vivían por aquel rumbo, pero al quitar los libros encontré un chorro de alta presión que salía de un tubo roto en el fondo del muro. Lo amordacé con trapos hasta donde pude para darme el tiempo de salvar los libros. El estrépito del agua y el aullido del viento arreciaron en el parque. De pronto, un relámpago fantasmal y su trueno simultáneo impregnaron el aire de un fuerte olor de azufre, el viento desbarató las vidrieras del balcón y la tremenda borrasca de mar rompió los cerrojos y se metió dentro de la casa. Sin embargo, antes de diez minutos escampó de un tajo. Un sol espléndido secó las calles llenas de escombros varados, y volvió el calor.
Cuando pasó el aguacero seguía con la sensación de que no estaba solo en la casa. Mi única explicación es que así como los hechos reales se olvidan, también algunos que nunca fueron pueden estar en los recuerdos como si hubieran sido. Pues si evocaba la emergencia del aguacero no me veía a mí mismo solo en la casa sino siempre acompañado por Delgadina. La había sentido tan cerca en la noche que percibía el rumor de su aliento en el dormitorio, y los latidos de su mejilla en mi almohada. Sólo así entendí que hubiéramos podido hacer tanto en tan poco tiempo. Me recordaba subido en el escabel de la biblioteca y la recordaba a ella despierta con su trajecito de flores recibiendo los libros para ponerlos a salvo. La veía correr de un lado al otro de la casa batallando con la tormenta, empapada de lluvia con el agua a los tobillos. Recordaba cómo preparó al día siguiente un desayuno que nunca fue, y puso la mesa mientras yo secaba los pisos y ponía orden en el naufragio de la casa. Nunca olvidé su mirada sombría mientras desayunábamos: ¿Por qué me conociste tan viejo? Le contesté la verdad: La edad no es la que uno tiene sino la que uno siente.
Desde entonces la tuve en la memoria con tal nitidez que hacía de ella lo que quería. Le cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba. La vestía para la edad y la condición que convenían a mis cambios de humor: novicia enamorada a los veinte años, puta de salón a los cuarenta, reina de Babilonia a los setenta, santa a los cien. Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, tangos de Carlos Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que no fue una alucinación, sino un milagro más del primer amor de mi vida a los noventa años.
Cuando la casa estuvo en orden llamé a Rosa Cabarcas. ¡Dios Santo!, exclamó al oír mi voz, creí que te habías ahogado. No podía entender que hubiera vuelto a pasar la noche con la niña sin tocarla. Tienes todo el derecho de que no te guste, pero al menos pórtate como un adulto. Traté de explicarle, pero ella cambió el tema sin transición: De todos modos te tengo vista otra un poco mayor, bella y también virgen. Su papá quiere cambiarla por una casa, pero se puede discutir un descuento.
Se me heló el corazón. Ni más faltaba, protesté asustado, quiero la misma, y como siempre, sin fracasos, sin peleas, sin malos recuerdos. Hubo un silencio en la línea, y por fin la voz sumisa con que dijo como para sí misma: Bueno, esto debe ser lo que los médicos llaman demencia senil.
Fui a las diez de la noche con un chofer conocido por la extraña virtud de no hacer preguntas. Llevé un ventilador portátil y un cuadro de Orlando Rivera, el querido Figurita, y un martillo y un clavo para colgarlo. En el camino hice una parada para comprar cepillos de dientes, pasta dentífrica, jabón de olor. Agua de Florida, tabletas de regaliz. Quise llevar también un buen florero y un ramo de rosas amarillas para conjurar la pava de las flores de papel, pero no encontré nada abierto y tuve que robarme en un jardín privado un ramo de astromelias recién nacidas.
Por instrucciones de la dueña llegué desde entonces por la calle de atrás, del lado del acueducto, para que nadie me viera entrar por el portón del huerto. El chofer me previno: Cuidado, sabio, en esa casa matan. Le contesté: Si es por amor no importa. El patio estaba en tinieblas, pero había luces de vida en las ventanas y un revoltijo de músicas en los seis cuartos. En el mío, a volumen más alto, distinguí la voz cálida de don Pedro Vargas, el tenor de América, con un bolero de Miguel Matamoros. Sentí que iba a morir. Empujé la puerta con la respiración desbaratada y vi a Delgadina en la cama como en mis recuerdos: desnuda y dormida en santa paz del lado del corazón.
Antes de acostarme arreglé el tocador, puse el ventilador nuevo en lugar del oxidado, y colgué el cuadro donde ella pudiera verlo desde la cama. Me acosté a su lado y la reconocí palmo a palmo. Era la misma que andaba por mi casa: las mismas manos que me reconocían al tacto en la oscuridad, los mismos pies de pasos tenues que se confundían con los del gato, el mismo olor del sudor de mis sábanas, el dedo del dedal. Increíble: viéndola y tocándola en carne y hueso, me parecía menos real que en mis recuerdos.
Hay un cuadro en la pared de enfrente, le dije. Lo pintó Figurita, un hombre a quien quisimos mucho, el mejor bailarín de burdeles que existió jamás, y de tan buen corazón que le tenía lástima al diablo. Lo pintó con barniz de buques en el lienzo chamuscado de un avión que se estrelló en la Sierra Nevada de Santa Marta y con pinceles fabricados por él con pelos de su perro. La mujer pintada es una monja que secuestró de un convento y se casó con ella. Aquí lo dejo, para que sea lo primero que veas al despertar.
No había cambiado de posición cuando apagué la luz, a la una de la madrugada, y su respiración era tan tenue que le tomé el pulso para sentirla viva. La sangre circulaba por sus venas con la fluidez de una canción que se ramificaba hasta los ámbitos más recónditos de su cuerpo y volvía al corazón purificada por el amor.
Antes de irme al amanecer dibujé en un papel las líneas de su mano, y se las di a leer a la Diva Sahibí para conocer su alma. Y fue así: una persona que sólo dice lo que piensa. Es perfecta para trabajos manuales. Tiene contacto con alguien que ya murió, y del cual espera ayuda, pero está equivocada: la ayuda que busca está al alcance de su mano. No ha tenido ninguna unión, pero va a morir mayor y casada. Ahora tiene un hombre moreno, que no ha de ser el de su vida. Puede tener ocho hijos, pero se va a decidir sólo por tres. A los treinta y cinco años, si hace lo que le indique el corazón y no la mente, va a manejar mucho dinero, y a los cuarenta recibirá una herencia. Va a viajar mucho. Tiene doble vida y doble suerte, y puede influir sobre su propio destino. Le gusta probar todo, por curiosidad, pero va a arrepentirse si no se orienta por el corazón.
Atormentado de amor hice reparar los estragos de la borrasca, y aproveché para hacer otros muchos remiendos que venía demorando desde años por insolvencia o por desidia. Reorganicé la biblioteca, en el orden en que había leído los libros. Por último rematé la pianola como reliquia histórica con sus más de cien rollos de clásicos, y compré un tocadiscos usado pero mejor que el mío, con parlantes de alta fidelidad que engrandecieron el ámbito de la casa. Quedé al borde de la ruina pero bien compensado por el milagro de estar vivo a mi edad.
La casa renacía de sus cenizas y yo navegaba en el amor de Delgadina con una intensidad y una dicha que nunca conocí en mi vida anterior. Gracias a ella me enfrenté por vez primera con mi ser natural mientras transcurrían mis noventa años. Descubrí que mi obsesión de que cada cosa estuviera en su puesto, cada asunto en su tiempo, cada palabra en su estilo, no era el premio merecido de una mente en orden, sino al contrario, todo un sistema de simulación inventado por mí para ocultar el desorden de mi naturaleza. Descubrí que no soy disciplinado por virtud, sino como reacción contra mi negligencia; que parezco generoso por encubrir mi mezquindad, que me paso de prudente por mal pensado, que soy conciliador para no sucumbir a mis cóleras reprimidas, que sólo soy puntual para que no se sepa cuan poco me importa el tiempo ajeno. Descubrí, en fin, que el amor no es un estado del alma sino un signo del zodíaco.
Me volví otro. Traté de releer los clásicos que me orientaron en la adolescencia, y no pude con ellos. Me sumergí en las letras románticas que repudié cuando mi madre quiso imponérmelas con mano dura, y por ellas tomé conciencia de que la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los contrariados. Cuando mis gustos en música hicieron crisis me descubrí atrasado y viejo, y abrí mi corazón a las delicias del azar.
Me pregunto cómo pude sucumbir en este vértigo perpetuo que yo mismo provocaba y temía. Flotaba entre nubes erráticas y hablaba conmigo mismo ante el espejo con la vana ilusión de averiguar quién soy. Era tal mi desvarío, que en una manifestación estudiantil con piedras y botellas, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no ponerme al frente con un letrero que consagrara mi verdad: Estoy loco de amor.
Obnubilado por la evocación inclemente de Delgadina dormida, cambié sin la menor malicia el espíritu de mis notas dominicales. Fuera cual fuera el asunto las escribía para ella, las reía y las lloraba para ella, y en cada palabra se me iba la vida. En lugar de la fórmula de gacetilla tradicional que tuvieron desde siempre, las escribí como cartas de amor que cada quien podía hacer suyas. Propuse en el periódico que el texto no se alzara en linotipo sino que fuera publicado con mi caligrafía florentina. Al jefe de redacción, cómo no, le pareció otro acceso de vanidad senil, pero el director general lo convenció con una frase que todavía anda suelta por la redacción:
—No se equivoque: los loquitos mansos se adelantan al porvenir.
La respuesta pública fue inmediata y entusiasta, con numerosas cartas de lectores enamorados. Algunas las leían en los noticieros de radio con urgencias de última hora, y se hicieron copias en mimeógrafos o papel carbón, que vendían como cigarrillos de contrabando en las esquinas de la calle San Blas. Desde el principio fue evidente que obedecían a las ansias de expresarme, pero me hice a la costumbre de tomarlas en cuenta al escribir, y siempre con la voz de un hombre de noventa años que no aprendió a pensar como viejo. La comunidad intelectual, como de sólito, se mostró timorata y dividida, y hasta los grafólogos menos pensados montaron controversias por los análisis erráticos de mi caligrafía. Fueron ellos los que dividieron los ánimos, recalentaron la polémica y pusieron de moda la nostalgia.
Antes del fin del año me había arreglado con Rosa Cabarcas para dejar en el cuarto el abanico eléctrico, los recursos del tocador y lo que siguiera llevando en el futuro para hacerlo vivible. Llegaba a las diez, siempre con algo nuevo para ella, o para gusto de ambos, y dedicaba unos minutos a sacar la utilería escondida para armar el teatro de nuestras noches. Antes de irme, nunca más tarde de las cinco, volvía a asegurar todo bajo llave. La alcoba quedaba entonces tan escuálida como fue en sus orígenes para los amores tristes de los clientes casuales. Una mañana oí que Marcos Pérez, la voz más escuchada de la radio desde el amanecer, había decidido leer mi nota dominical en su noticiero de los lunes. Cuando pude reprimir la náusea dije sobrecogido: Ya lo sabes, Delgadina, la fama es una señora muy gorda que no duerme con uno, pero cuando uno despierta está siempre mirándonos frente a la cama.
Uno de esos días me quedé a desayunar con Rosa Cabarcas, que empezaba a parecerme menos decrépita a pesar del luto severo y del bonete negro que ya le tapaba las cejas. Sus desayunos tenían fama de espléndidos, con una carga de pimienta que me hacía llorar. Al primer bocado de fuego vivo le dije bañado en lágrimas: Esta noche no me hará falta la luna llena para que me arda el culo. No te quejes, dijo ella. Si te arde es porque todavía lo tienes, a Dios gracias.
Se sorprendió cuando mencioné el nombre de Delgadina. No se llama así, dijo, se llama. No me lo digas, la interrumpí, para mí es Delgadina. Ella se encogió de hombros: Bueno, al fin y al cabo es tuya, pero me parece un nombre de diurético. Le conté lo del letrero del tigre que la niña había escrito en el espejo. No pudo ser ella, dijo Rosa, porque no sabe leer ni escribir. ¿Entonces quién? Ella se encogió de hombros: Puede ser de alguien que se murió en el cuarto.
Yo aprovechaba aquellos desayunos para desahogarme con Rosa Cabarcas y le pedía favores mínimos para el bienestar y el buen ver de Delgadina. Me los concedía sin pensarlo con una picardía de colegiala. ¡Qué risa!, me dijo por aquellos días. Me siento como si me estuvieras pidiendo su mano. Y a propósito, se le ocurrió, ¿por qué no te casas con ella? Me quedé de una pieza. En serio, insistió, te sale más barato. Al fin y al cabo, el problema a tu edad es servir o no servir, pero ya me dijiste que lo tienes resuelto. Le salí al paso: El sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor.
Ella soltó la risa: Ay, mi sabio, siempre supe que eres muy hombre, que siempre lo fuiste, y me alegra que lo sigas siendo mientras tus enemigos entregan las armas. Con razón se habla tanto de ti. ¿Oíste a Marcos Pérez? Todo el mundo lo oye, le dije, para cortar el tema. Pero ella insistió: También el profesor Camacho y Cano, en La hora de todo un poco, dijo ayer que el mundo ya no es lo que era porque no quedan muchos hombres como tú.
Aquel fin de semana encontré a Delgadina con fiebre y tos. Desperté a Rosa Cabarcas para que me diera algún remedio casero, y me llevó al cuarto un botiquín de primeros auxilios. Dos días después Delgadina seguía postrada, y no había podido volver a su rutina de pegar botones. El médico le había prescrito un tratamiento casero para una gripa común que cedería en una semana, pero se alarmó por su estado general de desnutrición. Dejé de verla, y sentí que me hacía falta, y aproveché para arreglar el cuarto sin ella.
Llevé también un dibujo a pluma de Cecilia Porras para Todos estábamos a la espera, el libro de cuentos de Alvaro Cepeda. Llevé los seis tomos de Juan Cristóbal, de Romain Rolland, para pastorear mis vigilias. De modo que cuando Delgadina pudo volver a la habitación la encontró digna de una felicidad sedentaria: el aire purificado con un insecticida aromático, paredes color de rosa, lámparas matizadas, flores nuevas en los floreros, mis libros favoritos, los buenos cuadros de mi madre colgados de otro modo, según los gustos de hoy. Había cambiado el viejo radio por uno de onda corta que mantenía sintonizado en un programa de música culta, para que Delgadina aprendiera a dormir con los cuartetos de Mozart, pero una noche lo encontré en una estación especializada en boleros de moda. Era el gusto de ella, sin duda, y lo asumí sin dolor, pues también yo lo había cultivado con el corazón en mis mejores días. Antes de volver a casa al día siguiente escribí en el espejo con el lápiz de labios: Niña mía, estamos solos en el mundo.
Por esa época tuve la rara impresión de que se estaba volviendo mayor antes de tiempo. Se lo comenté a Rosa Cabarcas, y a ella le pareció natural. Cumple quince años el cinco de diciembre, me dijo. Una Sagitario perfecta. Me inquietó que fuera tan real como para cumplir años. ¿Qué podría regalarle? Una bicicleta, dijo Rosa Cabarcas. Tiene que atravesar la ciudad dos veces al día para ir a pegar botones. Me mostró en la trastienda la bicicleta que usaba, y de verdad me pareció un cacharro indigno de una mujer tan bien amada. Sin embargo, me conmovió como la prueba tangible de que Delgadina existía en la vida real.
Cuando fui a comprar la mejor bicicleta para ella no pude resistir la tentación de probarla y di algunas vueltas casuales en la rampa del almacén. Al vendedor que me preguntó la edad le contesté con la coquetería de la vejez: Voy a cumplir noventa y uno. El empleado dijo justo lo que yo quería: Pues representa veinte menos. Yo mismo no entendía cómo conservaba la práctica del colegio, y me sentí colmado por un gozo radiante. Empecé a cantar. Primero para mí mismo, en voz baja, y después a todo pecho con ínfulas del gran Caruso, por entre los bazares abigarrados y el tráfico demente del mercado público. La gente me miraba divertida, me gritaban, me incitaban a participar en la Vuelta a Colombia en silla de ruedas. Yo les hacía con la mano un saludo de navegante feliz sin interrumpir la canción. Esa semana, en homenaje a diciembre, escribí otra nota atrevida: Cómo ser feliz en bicicleta a los noventa años.
La noche de su cumpleaños le canté a Delgadina la canción completa, y la besé por todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento: la espina dorsal, vértebra por vértebra, hasta las nalgas lánguidas, el costado del lunar, el de su corazón inagotable. A medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba una fragancia montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas en cada pulgada de su piel, y en cada una encontré un calor distinto, un sabor propio, un gemido nuevo, y toda ella resonó por dentro con un arpegio y sus pezones se abrieron en flor sin tocarlos. Empezaba a adormecerme en la madrugada cuando sentí como un rumor de muchedumbres en el mar y un pánico de los árboles que me atravesaron el corazón. Entonces fui al baño y escribí en el espejo: Delgadina de mi vida, llegaron las brisas de Navidad.
Uno de mis recuerdos más felices fue un trastorno que sentí una mañana como aquélla al salir de la escuela. ¿Qué me pasa? La maestra me dijo alelada: Ay, niño, ¿no ves que son las brisas? Ochenta años después volví a sentirlo cuando me desperté en la cama de Delgadina, y era el mismo diciembre que volvía puntual con sus cielos diáfanos, las tormentas de arena, los torbellinos callejeros que desentechaban casas y les alzaban las faldas a las colegialas. La ciudad adquiría por entonces una resonancia fantasmal. En noches de brisa podían escucharse los gritos del mercado público hasta en los barrios más altos, como si estuvieran a la vuelta de la esquina. No era raro entonces que las ráfagas de diciembre nos permitieran encontrar por sus voces a los amigos desperdigados en burdeles remotos.
Sin embargo, también con las brisas me llegó la mala noticia de que Delgadina no podía pasar las navidades conmigo sino con su familia. Si algo detesto en este mundo son las fiestas obligatorias en que la gente llora porque está alegre, los fuegos de artificio, los villancicos lelos, las guirnaldas de papel crespón que nada tienen que ver con un niño que nació hace dos mil quinientos años en una caballeriza indigente. Sin embargo, cuando llegó la noche no pude resistir la nostalgia y me fui al cuarto sin ella. Dormí bien, y desperté junto a un oso de peluche que caminaba en dos patas como si fuer polar, y una tarjeta que decía: Para el papá feo. Rosa Cabarcas me había dicho que Delgadina estaba aprendiendo a leer con mis clases escritas en el espejo, y su buena letra me pareció admirable. Pero ella misma me defraudó con la noticia peor de que el oso era un regalo suyo, así que la noche de Año Nuevo me quedé en mi casa y en mi cama desde las ocho, y me dormí sin amarguras. Fui feliz, porque al toque de las doce, entre los repiques furiosos de las campanas, las sirenas de fábricas y bomberos, los lamentos de los buques, las descargas de pólvora, los cohetes, sentí que Delgadina entró en punta de pies, se acostó a mi lado, y me dio un beso. Tan real, que me quedó en la boca su olor de regaliz.