Capítulo 2

 
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Escribo esta memoria en lo poco que queda de la biblioteca que fue de mis padres, y cuyos anaqueles están a punto de desplomarse por la paciencia de las polillas. A fin de cuentas, para lo que me falta por hacer en este mundo me bastaría con mis diccionarios de todo género, con las dos primeras series de los Episodios nacionales de don Benito Pérez Galdós, y con La montaña mágica, que me enseñó a entender los humores de mi madre desnaturalizados por la tisis.
 
A diferencia de los otros muebles, y de mí mismo, el mesón en que escribo parece de mejor salud con el paso del tiempo, porque lo fabricó en maderas nobles mi abuelo paterno, que fue carpintero de buques. Aunque no tenga que escribir, lo aderezo todas las mañanas con el rigor ocioso que me ha hecho perder tantos amores. Al alcance de la mano tengo mis libros cómplices: los dos tomos del Primer Diccionario Ilustrado de la Real Academia, de 1903; el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de don Sebastián de Covarrubias; la Gramática de don Andrés Bello, por si hubiera alguna duda semántica, como es de rigor; el novedoso Diccionario ideológico de don Julio Casares, en especial por sus antónimos y sus sinónimos; el Vocabolario della Língua Italiana de Nicola Zingarelli, para favorecerme con el idioma de mi madre, que aprendí desde la cuna, y el Diccionario de latín, que por ser éste la madre de las otras dos lo considero mi lengua natal.
 
A la izquierda del escritorio mantengo siempre las cinco fojas de papel de hilo tamaño oficio para mi nota dominical, y el cuerno con polvo de carta que prefiero a la moderna almohadilla de papel se cante. A la derecha están el calamaio y el palillero de balso liviano con la péndola de oro, pues todavía manuscribo con la letra romántica que me enseñó Florina de Dios para que no me hiciera a la caligrafía oficial de su esposo, que fue notario público y contador juramentado hasta su último aliento. Hace tiempo que se nos impuso en el periódico la orden de escribir a máquina para mejor cálculo del texto en el plomo del linotipo y mayor acierto en la armada, pero nunca me hice a este mal hábito. Seguí escribiendo a mano y transcribiendo en la máquina con un arduo picoteo de gallina, gracias al privilegio ingrato de ser el empleado más antiguo. Hoy, jubilado pero no vencido, gozo del privilegio sacro de escribir en casa, con el teléfono descolgado para que nadie me disturbe, y sin censor que aguaite lo que escribo por encima de mi hombro.
 
Vivo sin perros ni pájaros ni gente de servicio, salvo la fiel Damiana que me ha sacado de los apuros menos pensados, y sigue viniendo una vez por semana para lo que haya que hacer, aun como está, corta de vista y de cacumen. Mi madre en su lecho de muerte me suplicó que me casara joven con mujer blanca, que tuviéramos por lo menos tres hijos, y entre ellos una niña con su nombre, que había sido el de su madre y su abuela. Estuve pendiente de la súplica, pero tenía una idea tan flexible de la juventud que nunca me pareció demasiado tarde. Hasta un mediodía caluroso en que me equivoqué de puerta en la casa que tenían los Palomares de Castro en Pradomar, y sorprendí desnuda a Ximena Ortiz, la menor de las hijas, que hacía la siesta en la alcoba contigua. Estaba acostada de espaldas a la puerta, y se volvió a mirarme por encima del hombro con un gesto tan rápido que no me dio tiempo de escapar. Ay, perdón, alcancé a decir con el alma en la boca. Ella sonrió, se volteó hacia mí con un escorzo de gacela, y se me mostró de cuerpo entero. La estancia toda se sentía saturada de su intimidad. No estaba en vivas carnes, pues tenía en la oreja una flor ponzoñosa de pétalos anaranjados, como la Olimpia de Manet, y también llevaba una esclava de oro en el puño derecho y una gargantilla de perlas menudas. Nunca imaginé que pudiera ver algo más perturbador en lo que me faltaba de vida, y hoy puedo dar fe de que tuve razón.
 
Cerré la puerta de un golpe, avergonzado de mi torpeza, y con la determinación de olvidarla. Pero Ximena Ortiz me lo impidió. Me mandaba recados con amigas comunes, esquelas provocadoras, amenazas brutales, mientras se esparcía la voz de que estábamos locos de amor el uno por el otro sin que nos hubiéramos cruzado palabra. Fue imposible resistir. Tenía unos ojos de gata cimarrona, un cuerpo tan provocador con ropa como sin ella, y una cabellera frondosa de oro alborotado cuyo tufo de mujer me hacía llorar de rabia en la almohada. Sabía que nunca llegaría a ser amor, pero la atracción satánica que ejercía sobre mí era tan ardorosa que intentaba aliviarme con cuanta guaricha de ojos verdes me encontraba al paso. Nunca logré sofocar el fuego de su recuerdo en la cama de Pradomar, así que le entregué mis armas, con petición formal de mano, intercambio de anillos y anuncio de boda grande antes de Pentecostés.
 
La noticia estalló con más fuerza en el Barrio Chino que en los clubes sociales. Primero fue con burlas, pero se transformó en una contrariedad cierta de las académicas que veían el matrimonio como una situación más ridícula que sagrada. Mi noviazgo cumplió todos los ritos de la moral cristiana en la terraza de orquídeas amazónicas y helechos colgados de la casa de mi prometida. Llegaba a las siete de la noche, todo de lino blanco, y con cualquier regalo de abalorios artesanales o chocolates suizos, y hablábamos medio en clave y medio en serio hasta las diez, con la custodia de la tía Argénida, que se dormía al primer parpadeo como las chaperonas de las novelas de la época.
 
Ximena iba haciéndose más voraz cuanto mejor nos conocíamos, se aligeraba de corpiños y pollerines a medida que apretaban los bochornos de junio, y era fácil imaginarse el poder de demolición que debía tener en la penumbra. A los dos meses de noviazgo no teníamos de qué hablar, y ella planteó el tema de los hijos sin decirlo, tejiendo bolitas en crochet de lana cruda para recién nacidos. Yo, novio gentil, aprendí a tejer con ella, y así se nos fueron las horas inútiles que faltaban para la boda, yo tejiendo las botitas azules para niños y ella tejiendo las rosadas para niñas, a ver quién acertaba, hasta que fueron bastantes para más de medio centenar de hijos. Antes de que dieran las diez me subía a un coche de caballos y me iba al Barrio Chino a vivir mi noche en la paz de Dios.
 
Los tempestuosos adioses de soltero que me hacían en el Barrio Chino iban en contravía de las veladas opresivas del Club Social. Contraste que a mí me sirvió para saber cuál de los dos mundos era en realidad el mío, y me hice la ilusión de que eran ambos pero cada uno a sus horas, pues desde cualquiera de los dos veía alejarse el otro con los suspiros desgarrados con que se separan dos barcos en altamar. El baile de la víspera en El Poder de Dios incluyó una ceremonia final que sólo podía ocurrírsele a un cura gallego encallado en la concupiscencia, que vistió a todo el personal femenino con velos y azahares, para que todas se casaran conmigo en un sacramento universal. Fue una noche de grandes sacrilegios en que veintidós de ellas prometieron amor y obediencia y les correspondí con fidelidad y sustento hasta el más allá de la tumba.
 
No pude dormir por el presagio de algo irremediable. Desde la madrugada empecé a contar el paso de las horas en el reloj de la catedral, hasta las siete campanadas temibles con que debía estar en la iglesia. El timbre del teléfono empezó a las ocho; largo, tenaz, impredecible, durante más de una hora. No sólo no contesté: no respiré. Poco antes de las diez llamaron a la puerta, primero con el puño, y luego con gritos de voces conocidas y abominadas. Temía que la derribaran por algún percance grave, pero hacia las once la casa quedó en el silencio erizado que sucede a las grandes catástrofes. Entonces lloré por ella y por mí, y recé de todo corazón para no encontrarme con ella nunca más en mis días. Algún santo me oyó a medias, pues Ximena Ortiz se fue del país esa misma noche y no volvió hasta unos veinte años después, bien casada y con los siete hijos que pudieron ser míos.
 
Trabajo me costó mantener mi puesto y mi columna en El Diario de La Paz, después de aquella afrenta social. Pero no fue por eso que relegaron mis notas a la página once, sino por el ímpetu ciego con que entró el siglo XX. El progreso se convirtió en el mito de la ciudad. Todo cambió; volaron los aviones y un hombre de empresa tiró un saco de cartas desde un Junker e inventó el correo aéreo.
 
Lo único que permaneció igual fueron mis notas en el periódico. Las nuevas generaciones arremetieron contra ellas, como contra una momia del pasado que debía ser demolida, pero yo las mantuve en el mismo tono, sin concesiones, contra los aires de renovación. Fui sordo a todo. Había cumplido cuarenta años, pero los redactores jóvenes la llamaban la Columna de Mudarra el Bastardo. El director de entonces me citó en su oficina para pedirme que me pusiera a tono con las nuevas corrientes. De un modo solemne, como si acabara de inventarlo, me dijo: El mundo avanza. Sí, le dije, avanza, pero dando vueltas alrededor del sol. Mantuvo mi nota dominical porque no habría encontrado otro inflador de cables. Hoy sé que tuve razón, y por qué. Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida olvidaron en cuerpo y alma las ilusiones del porvenir, hasta que la realidad les enseñó que el futuro no era como lo soñaban, y descubrieron la nostalgia. Allí estaban mis notas dominicales, como una reliquia arqueológica entre los escombros del pasado, y se dieron cuenta de que no eran sólo para viejos sino para jóvenes que no tuvieran miedo de envejecer. La nota volvió entonces a la sección editorial, y en ocasiones especiales, a la primera página.
 
A quien me lo pregunta le contesto siempre con la verdad: las putas no me dejaron tiempo para ser casado. Sin embargo, debo reconocer que nunca tuve esta explicación hasta el día de mis noventa años, cuando salí de la casa de Rosa Cabarcas con la determinación de nunca más provocar al destino. Me sentía otro. El genio se me trastornó por la gente de tropa que vi apostada en las rejas de hierro que rodeaban el parque. Encontré a Damiana trapeando los pisos, a gatas en la sala, y la juventud de los muslos a su edad me suscitó un temblor de otra época. Ella debió sentirlo porque se cubrió con la falda. No pude reprimir la tentación de preguntarle: Dígame una cosa, Damiana: ¿de qué se acuerda? No estaba acordándome de nada, dijo ella, pero su pregunta me lo recuerda. Sentí una opresión en el pecho. Nunca me he enamorado, le dije. Ella replicó en el acto: Yo sí. Y terminó sin interrumpir su oficio: Lloré veintidós años por usted. El corazón me dio un salto. Buscando una salida digna, le dije: Hubiéramos sido una buena yunta. Pues hace mal en decírmelo ahora, dijo ella, porque ya no me sirve ni de consuelo. Cuando salía de la casa, me dijo del modo más natural: Usted no me creerá, pero sigo siendo virgen, a Dios gracias.
 
Poco después descubrí que había dejado floreros de rosas rojas por toda la casa, y una tarjeta en la almohada: Le deseo que llegue a los sien. Con este mal sabor me senté a continuar la nota que había dejado a medias el día anterior. La terminé con un solo aliento en menos de dos horas y tuve que torcerle el cuello al cisne para sacármela de las tripas sin que se me notara el llanto. Por un golpe de inspiración tardía decidí rematarla con el anuncio de que con ella ponía término feliz a una vida larga y digna sin la mala condición de morirme.
 
Mi propósito era dejarla en la portería del periódico y volver a casa. Pero no pude. El personal en pleno me esperaba para celebrarme el cumpleaños. El edificio estaba en obra, con andamies y escombros fríos por todas partes, pero habían parado la obra para la fiesta. En una mesa de carpintero estaban las bebidas para el brindis y las cuelgas envueltas en papel de fantasía. Aturdido por los relámpagos de las cámaras me hice con todas las fotos del recuerdo.
 
Me alegró encontrar allí a periodistas de radio y de los otros diarios de la ciudad: La Prensa, matutino conservador; El Heraldo, matutino liberal, y El Nacional, vespertino sensacionalista que trataba de aliviar las tensiones del orden público con folletones pasionales. No era extraño que estuvieran juntos, pues dentro del espíritu de la ciudad fue siempre de buen recibo que se mantuvieran intactas las amistades de la tropa mientras los mariscales libraban la guerra editorial.
 
También estaba allí fuera de horas el censor oficial, don Jerónimo Ortega, a quien llamábamos el Abominable Hombre de las Nueve porque llegaba puntual a esa hora de la noche con su lápiz sangriento de sátrapa godo. Allí permanecía hasta asegurarse de que no hubiera una letra impune en la edición de mañana. Tenía una aversión personal contra mí, por mis ínfulas de gramático, o porque utilizaba palabras italianas sin comillas ni cursivas cuando me parecían más expresivas que en castellano, como debiera ser de uso legítimo entre lenguas siamesas. Después de padecerlo por cuatro años, habíamos terminado por aceptarlo como la mala conciencia de nosotros mismos.
 
Las secretarias llevaron al salón un pudín con noventa velas encendidas que me enfrentaron por primera vez al número de mis años. Tuve que tragarme las lágrimas cuando cantaron el brindis, y me acordé de la niña sin ningún motivo. No fue un golpe de rencor sino de compasión tardía por una criatura de la que no esperaba volver a acordarme. Cuando acabó de pasar el ángel alguien me había puesto un cuchillo en la mano para que cortara el pudín. Por temor a las burlas nadie se arriesgó a improvisar un discurso. Yo hubiera preferido morirme que contestarlo. Para terminar la fiesta, el jefe de redacción, por quien no tuve nunca gran simpatía, nos devolvió a la realidad inclemente.  Ahora sí, ilustre nonagenario, me dijo: ¿Dónde está su nota?
 
La verdad es que toda la tarde la sentía ardiéndome como una brasa en el bolsillo, pero la emoción me había calado tan hondo que no tuve corazón para aguar la fiesta con mi renuncia. Dije: Por esta vez no hay. El jefe de redacción se disgustó por una falta que había sido inconcebible desde el siglo anterior. Entiéndalo por una vez, le dije, tuve una noche tan difícil que amanecí embrutecido. Pues debió escribir eso, dijo él con su humor de vinagre. A los lectores les gustará saber de primera mano cómo es la vida a los noventa. Una de las secretarias terció. A lo mejor es un secreto delicioso, dijo, y me miró con malicia: ¿O no? Una ráfaga ardiente me abrasó la cara. Maldita sea, pensé, qué desleal es el rubor. Otra, radiante, me señaló con el dedo. ¡Qué maravilla! Todavía le queda la elegancia de ruborizarse. Su impertinencia me provocó otro rubor encima del rubor. Debió ser una noche de ataque, dijo la primera secretaria: ¡Qué envidia! Y me dio un beso que me quedó pintado en la cara. Los fotógrafos se encarnizaron. Ofuscado, le entregué la nota al jefe de redacción, y le dije que lo dicho antes era en broma, aquí la tiene, y escapé atolondrado por la última salva de aplausos, para no estar presente cuando descubrieran que era mi carta de renuncia al cabo de medio siglo de galeras.
 
La ansiedad me duraba todavía aquella noche cuando desenvolvía las cuelgas en mi casa. Los linotipistas desacertaron con una cafetera eléctrica igual a las tres que tenía de cumpleaños anteriores. Los tipógrafos me dieron una autorización para recoger un gato de angora en el criadero municipal. La gerencia me dio una bonificación simbólica. Las secretarias me regalaron tres calzoncillos de seda con huellas de besos estampados, y una tarjeta en la que se ofrecían para quitármelos. Se me ocurrió que uno de los encantos de la vejez son las provocaciones que se permiten las amigas jóvenes que nos creen fuera de servicio.
 
Nunca supe quién me mandó un disco con los veinticuatro preludios de Chopin por Stefan Askenase. Los redactores en su mayoría me regalaron libros de moda. No había terminado de desenvolver los regalos cuando Rosa Cabarcas me llamó por teléfono con la pregunta que yo no quería oír: ¿Qué te pasó con la niña? Nada, dije sin pensarlo. ¿Te parece nada que ni siquiera la despertaste?, dijo Rosa Cabarcas. Una mujer no perdona jamás que un hombre le desprecie el estreno. Le alegué que la niña no podía estar tan agotada sólo por pegar botones, y tal vez se hiciera la dormida por miedo del mal trance. Lo único grave, dijo Rosa, es que ella cree de verdad que ya no sirves, y no me gustaría que lo fuera pregonando a los cuatro vientos.
 
No le di el gusto de sorprenderme. Aunque así fuera, le dije, su estado es tan deplorable que no se puede contar con ella ni dormida ni despierta: es carne de hospital. Rosa Cabarcas bajó el tono: La culpa fue de las prisas con que se hizo el trato, pero tiene remedio, ya verás. Prometió poner a la niña en confesión, y si era el caso obligarla a devolver la plata, ¿qué te parece? Déjalo de ese tamaño, le dije, aquí no pasó nada, y en cambio me ha valido como una prueba de que ya no estoy para estos trotes. En ese sentido la niña tiene razón: ya no sirvo. Colgué el teléfono, saturado por un sentimiento de liberación que no había conocido en vida mía, y por fin a salvo de una servidumbre que me mantenía subyugado desde mis trece años.
 
A las siete de la noche fui invitado de honor al concierto de Jacques Thibault y Alfred Cortot en la sala de Bellas Artes, con una interpretación gloriosa de la sonata para violín y piano de César Frank, y en el intermedio escuché elogios inverosímiles. El maestro Pedro Biava, nuestro músico enorme, me llevó casi a rastras a los camerinos para presentarme a los intérpretes. Me ofusqué tanto que los felicité por una sonata de Schumann que no habían tocado, y alguien me corrigió en público de mala manera. La impresión de que había confundido las dos sonatas por ignorancia simple quedó sembrada en el ambiente local, y agravada por una explicación aturdida con que traté de remendarla el domingo siguiente en mi reseña crítica del concierto.
 
Por primera vez en mi larga vida me sentí capaz de matar a alguien. Volví a casa atormentado por el diablillo que sopla al oído las respuestas devastadoras que no dimos a tiempo, y ni la lectura ni la música mitigaron mi rabia. Por fortuna Rosa Cabarcas me sacó del desvarío con un grito en el teléfono: Estoy feliz con el periódico, porque no pensaba que cumplías noventa sino cien. Le contesté encrespado: ¿Así de jodido me viste? Al contrario, dijo ella, lo que me sorprendió fue verte tan bien. Qué bueno que no eres de los viejos verdes que se aumentan la edad para que los crean en buen estado. Y cambió sin transición: Te tengo tu cuelga. Me sorprendió de veras: ¿Qué es? La niña, dijo ella.
 
No me tomé ni un instante para pensar. Gracias, le dije, pero esa vaina es agua pasada. Ella siguió de largo: Te la mando a tu casa envuelta en papel de China y hervida con palo de sándalo al baño maría, todo gratis. Me mantuve firme, y ella se debatió en una explicación pedregosa que me pareció sincera. Dijo que la niña estaba en tan mal estado aquel viernes por haber cosido doscientos botones con aguja y dedal. Que era verdad su miedo a las violaciones sangrientas, pero ya estaba instruida para el sacrificio. Que en su noche conmigo se había levantado para ir al baño, y que yo estaba tan profundo que le dio lástima despertarme, pero ya me había ido cuando volvió a despertar en la mañana. Me indigné con lo que me pareció una mentira inútil. Bueno, prosiguió Rosa Cabarcas, aun si así fuera, la niña está arrepentida. Pobrecita, la tengo aquí enfrente. ¿Quieres que te la pase? No, por Dios, le dije.
 
Había empezado a escribir cuando llamó la secretaria del periódico. El mensaje era que el director quería verme al día siguiente a las once de la mañana. Llegué puntual. El estruendo de la restauración de la casa no parecía soportable, el aire estaba enrarecido por los martillazos, el polvo de cemento y el humo de alquitrán, pero la redacción había aprendido a pensar en la rutina del caos. Las oficinas del director, en cambio, heladas y silentes, permanecían en un país ideal que no era el nuestro.
 
El tercer Marco Tulio, con un aire adolescente, se puso de pie al verme entrar, sin interrumpir una conversación telefónica, me estrechó la mano por encima del escritorio y me indicó que me sentara. Llegué a pensar que no había nadie en el otro extremo de la línea, y que él hacía la farsa para impresionarme, pero pronto descubrí que hablaba con el gobernador, y era en verdad un diálogo difícil entre enemigos cordiales. Además, creo que se esmeraba en parecer enérgico delante de mí, aunque al mismo tiempo se mantenía de pie mientras hablaba con la autoridad.
 
Se le notaba el vicio de la pulcritud. Acababa de cumplir veintinueve años con cuatro idiomas y tres maestrías internacionales, a diferencia del primer presidente vitalicio, su abuelo paterno, que se hizo periodista empírico después de hacer una fortuna con la trata de blancas. Tenía maneras fáciles, se pasaba de apuesto y sereno, y lo único que ponía en peligro su prestancia era una nota falsa en la voz. Llevaba una chaqueta deportiva con una orquídea viva en la solapa, y cada cosa le sentaba como si fuera de su ser natural, pero nada en él estaba hecho para el clima de la calle sino para la primavera de sus oficinas. Yo, que había gastado casi dos horas para vestirme, sentí el oprobio de la pobreza y me aumentó la rabia.
 
Con todo, el veneno mortal estaba en una foto panorámica del personal de planta tomada en el XXV aniversario de la fundación del periódico, en la que señalaban con una crucecita sobre la cabeza a los que iban muriendo. Yo era el tercero de la derecha, con el sombrero canotier, la corbata de nudo grande con una perla en el prendedor, el primer mostacho de coronel civil que tuve hasta los cuarenta años, y los espejuelos metálicos de seminarista présbita que no me hicieron falta después del medio siglo. Había visto esa foto colgada durante años en distintas oficinas, pero sólo entonces fui sensible a su mensaje: de los cuarenta y ocho empleados originales sólo cuatro estábamos vivos, y el menor de nosotros cumplía una condena de veinte años por asesinato múltiple.
 
El director terminó la llamada, me sorprendió mirando la foto, y sonrió. Las crucecitas no las puse yo, dijo. Me parecen de muy mal gusto. Se sentó al escritorio y cambió de tono: Permítame decirle que usted es el hombre más impredecible que he conocido. Y ante mi sorpresa, se adelantó a todo: Lo digo por su renuncia. Apenas acerté a decir: Es toda una vida. El replicó que justo por eso no era una solución pertinente. La nota le parecía magnífica, y todo lo que decía de la vejez era de lo mejor que había leído nunca, y no tenía sentido terminarla con una decisión que parecía más bien una muerte civil. Por fortuna, dijo, el Abominable Hombre de las Nueve la leyó cuando ya estaba armada la página editorial, y le pareció inadmisible. Sin consultarlo con nadie la tachó de arriba abajo con su lápiz de Torquemada. Cuando lo supe esta mañana ordené mandar una nota de protesta a la Gobernación. Era mi deber, pero entre nos, puedo decirle que estoy muy agradecido por la arbitrariedad del censor. De modo que no estaba dispuesto a aceptar que suspendiera la nota. Se lo suplico con toda el alma, dijo. No abandone el barco en altamar. Y concluyó con un gran estilo: Todavía nos queda mucho por hablar de música.
 
Lo vi tan decidido, que no me atreví a agravar la discrepancia con un argumento de distracción. El problema, en realidad, era que tampoco entonces encontraba un motivo decente para abandonar la noria, y me aterrorizó la idea de decirle que sí una vez más sólo por ganar tiempo. Tuve que reprimirme para que no se me notara la emoción impúdica que me apremiaba las lágrimas. Y otra vez, como siempre, quedamos en las mismas de siempre después de tantos años.
 
La semana siguiente, presa de un estado que era más de confusión que de alegría, pasé por el criadero a recoger el gato que me habían regalado los impresores. Tengo muy mala química con los animales, por lo mismo que la tengo con los niños antes de que empiecen a hablar. Me parecen mudos del alma. No los odio, pero no puedo soportarlos porque no aprendí a negociar con ellos. Me parece contra natura que un hombre se entienda mejor con su perro que con su esposa, que lo enseñe a comer y descomer a sus horas, a contestar preguntas y a compartir sus penas. Pero no recoger el gato de los tipógrafos habría sido un desaire. Además, era un precioso ejemplar de angora, de pelambre rosada y tersa y ojos iluminados, cuyos maullidos parecían a punto de ser palabras. Me lo dieron en una canasta de mimbre con un certificado de su estirpe y un manual de uso como el de las bicicletas para armar.

Una patrulla militar verificaba la identidad de los transeúntes antes de autorizar el paso por el parque de San Nicolás. Nunca había visto nada igual ni podía imaginarme nada más descorazonador como síntoma de mi vejez. Era una patrulla de cuatro, al mando de un oficial casi adolescente. Los agentes eran hombres de páramos, duros y callados con un olor de establo. El oficial los vigilaba a todos con las mejillas chapeadas de los andinos en la playa. Después de revisar mi cédula de identidad y mi credencial de prensa me preguntó qué llevaba en la cesta. Un gato, le dije. El quiso verlo. Destapé la cesta con toda precaución por temor de que escapara, pero un agente quiso ver si no había algo más en el fondo, y el gato le tiró un zarpazo. El oficial se interpuso. Es una joya de angora, dijo. Lo acarició mientras murmuraba algo, y el gato no lo agredió pero tampoco le hizo caso. ¿Cuántos años tiene?, preguntó. No sé, le dije, acaban de regalármelo. Se lo pregunto porque se ve que es muy viejo, diez años, quizás. Quise preguntarle cómo lo sabía, y muchas cosas más, pero a despecho de sus buenas maneras y su habla florida no me sentía con estómago para hablar con él. Me parece que es un gato abandonado que ha pasado por muchas, dijo. Obsérvelo, no lo acomode a usted sino al contrario, usted a él, y déjelo, hasta que se gane su confianza. Cerró la tapa de la cesta, y me preguntó: ¿En qué trabaja usted? Soy periodista. ¿Desde cuándo? Desde hace un siglo, le dije. No lo dudo, dijo él. Me estrechó  la mano y se despidió con una frase que lo mismo podía ser un buen consejo que una amenaza:
 
—Cuídese mucho.
 
Al mediodía desconecté el teléfono para refugiarme en la música con un programa exquisito: la rapsodia para clarinete y orquesta de Wagner, la de saxofón de Debussy y el quinteto para cuerdas de Bruckner, que es un remanso edénico en el cataclismo de su obra. Y de pronto me encontré envuelto en las tinieblas del estudio. Sentí deslizarse debajo de mi mesa algo que no me pareció un cuerpo vivo sino una presencia sobrenatural que me rozó los pies, y salté con un grito. Era el gato con la hermosa cola empenachada, su lentitud misteriosa y su estirpe mítica, y no pude evitar el calofrío de estar solo en la casa con un ser vivo que no fuera humano.
 
Cuando dieron las siete en la catedral, había una estrella sola y límpida en el cielo color de rosas, un buque lanzó un adiós desconsolado, y sentí en la garganta el nudo gordiano de todos los amores que pudieron haber sido y no fueron. No soporté más. Descolgué el teléfono con el corazón en la boca, marqué los cuatro números muy despacio para no equivocarme, y al tercer timbrazo reconocí la voz. Bueno, mujer, le dije con un suspiro de alivio: Perdóname el berrinche de esta mañana. Ella, tranquila: No te preocupes, estaba esperando tu llamada. Le advertí: Quiero que la niña me espere como Dios la echó al mundo y sin barnices en la cara. Ella hizo su risa gutural. Lo que tú digas, dijo, pero te pierdes el gusto de encuerar la pieza por pieza, como les encanta a los viejos, no sé por qué. Yo sí sé, le dije: Porque se están volviendo cada vez más viejos. Ella lo dio por hecho.
 
—Está bien —dijo—, entonces esta noche a las diez en punto, antes de que se enfríe la pescada.