Octubre


Capítulo 10
Octubre
TORREJAS DE NATAS

Ingredientes:

Manera de hacerse:
Se toman los huevos, se parten y se les separan las claras. Las seis yemas se revuelven con la taza de natas. Se baten estos ingredientes hasta que se torne ralo el batido. Entonces se vierten sobre una cazuela previamente untada con manteca. Esta mezcla, dentro de la tartera, no debe sobrepasar un dedo de altura. Se pone sobre la horquilla, a fuego muy bajo, y se deja cuajar.

Tita estaba preparando estas torrejas a petición expresa de Gertrudis, pues era su postre favorito. Tenía mucho tiempo de no comerlo y quería hacerlo antes de dejar el rancho, al día siguiente. Había pasado en casa sólo una semana, pero esto era mucho más de lo que había planeado. Mientras Gertrudis untaba la cazuela donde Tita vaciaría las natas batidas, no paraba de hablar. Tenía tantas cosas que contarle que ni con un mes hablando día y noche podría agotar su conversación. Tita la escuchaba con gran interés. Es más, le daba temor que dejara de hacerlo, pues entonces le tocaría el turno a ella. Sabía que sólo le quedaba el día de hoy para contarle a Gertrudis su problema y, aunque se moría de ganas de desahogarse con su hermana, tenía resquemores en cuanto a la actitud que ésta tomaría con ella.

La estancia de Gertrudis y su tropa en la casa, en lugar de agobiar de trabajo a Tita, le había proporcionado una enorme paz.

Con tanta gente por toda la casa y los patios, era imposible conversar con Pedro, ya no se diga encontrarse con él en el cuarto oscuro. Esto tranquilizaba a Tita, pues aún no estaba preparada para hablar con él. Antes de hacerlo quería analizar bien las posibles soluciones que tenía el problema de su embarazo, y tomar una determinación. Por un lado estaban ella y Pedro y, por otro, estaba su hermana en total desventaja. Rosaura no tenía carácter, le importaba mucho aparentar en la sociedad, seguía gorda y pestilente, pues ni con el remedio que Tita le dio pudo aminorar su intenso problema. ¿Qué pasaría si Pedro la abandonaba por ella? ¿Qué tanto le afectaría a Rosaura? ¿Qué sería de Esperanza? — Ya te aburrí con mi plática, ¿verdad? — Claro que no Gertrudis, ¿por qué dices eso? — Nada más porque te veo con la mirada perdida desde hace un rato. Dime, ¿qué es lo que te pasa? Se trata de Pedro, ¿verdad? — Sí.

— Si lo sigues queriendo, ¿cómo es entonces que te vas a casar con John? — Ya no me voy a casar con él, no puedo hacerlo.

Tita se abrazó a Gertrudis y lloró en su hombro, en silencio.

Gertrudis le acariciaba el pelo con ternura, pero sin descuidar el dulce de torrejas que estaba sobre la lumbre. Sería una pena que no pudiera comerlo. Cuando estaba a punto de empezar a quemarse, separó á Tita de su lado y con dulzura le dijo: — Nada más déjame quitar esto de la lumbre y ahorita sigues llorando, ¿sí? A Tita no pudo menos que causarle risa que en estos momentos Gertrudis estuviera más preocupada por el futuro de las torrejas que por el de ella. Claro que esta actitud era comprensible, pues por un lado Gertrudis ignoraba la gravedad del problema de su hermana y por el otro, tenía un gran antojo de comer torrejas.

Secándose las lágrimas, Tita misma retiró del fuego la cazuela, pues Gertrudis se quemó la mano al tratar de hacerlo.

Cuando están frías las natas, se cortan en pequeños cuadros, de un tamaño que no los haga quebradizos. Por su parte se baten las claras, para rebozar en ellas los cuadros de natas y después freírlos en aceite. Por último se echan en almíbar y se polvorean con canela molida.

Mientras dejaban enfriar las natas para poder capearlas después, Tita le confió a Gertrudis todos sus problemas. Primero le mostró lo inflamado que tenía el vientre, y cómo sus vestidos y faldas ya no le cerraban. Luego le contó cómo por las mañanas al levantarse sentía mareos y náuseas. Cómo el busto le dolía tanto que nadie se lo podía tocar. Y al último, así como quien no quiere la cosa, le dijo que esto tal vez, quién sabe, a lo mejor, lo más posible, era porque estaba un poquito embarazada. Gertrudis la escuchó con calma y sin impresionarse en ningún momento. En la revolución ella había visto y oído cosas mucho peores que éstas.

— ¿Y dime, ya lo sabe Rosaura? — No, no sé qué es lo que haría si se entera de la verdad.

— ¡La verdad! ¡La verdad! Mira Tita, la mera verdad es que la verdad no existe, depende del punto de vista de cada quien. Por ejemplo, en tu caso la verdad podría ser que Rosaura se casó con Pedro, a la mala, sin importarle un comino que ustedes verdaderamente se querían, ¿verdad que no miento? — Pues sí, pero el caso es que ahora ella es la esposa, no yo.

— ¡Eso qué importa! ¿Esa boda cambió en algo lo que Pedro y tú sienten de verdad? — No.

— ¿Verdad que no? ¡Pues claro! Porque ese amor es uno de los más verdaderamente verdaderos que yo he visto en mi vida. Y tanto Pedro como tú cometieron el error de callar la verdad, pero aún están a tiempo. Mira, Mamá ya murió, y verdad de Dios que ella sí que no entendía razones, pero con Rosaura es distinto, ella bien que sabe la verdad y la tiene que entender, es más, creo que en el fondo siempre la ha entendido. Así que a ustedes no les queda otra que hacer valer su verdad y punto.

— ¿Me aconsejas entonces que hable con ella? — Mira, en lo que yo te digo, lo que haría en tu lugar, ¿por qué no vas preparando el almíbar para mis torrejas? digo, para ir adelantando, porque la verdad es que ya se está haciendo tarde.

Tita aceptó la sugerencia y empezó a elaborar el almíbar, sin perder detalle de las palabras de su hermana. Gertrudis estaba sentada de frente a la puerta de la cocina que daba al patio trasero, Tita estaba al otro lado de la mesa y dando la espalda a la puerta, por lo que era imposible que viera venir a Pedro caminando hacia la cocina, cargando un costal de frijol  para alimentar a la tropa. Entonces Gertrudis, con su gran práctica en el campo de batalla midió estratégicamente el tiempo que Pedro tardaría en cruzar por el umbral de la puerta para, en ese precisó instante, dispararle las palabras: — ... Y creo que entonces sería bueno que Pedro se enterara de que esperas un hijo suyo.

¡Con gran éxito dio en el blanco! Pedro, fulminado, dejó caer el costal al suelo. Se moría de amor por Tita. Ésta giró asustada y descubrió a Pedro que la miraba emocionado hasta las lágrimas.

— ¡Pedro, qué casualidad que llega! Mi hermana tiene algo que decirle, ¿por qué no van a la huerta a platicar, mientras yo termino el almíbar? Tita no sabía si recriminarle o agradecerle a Gertrudis su intervención. Más tarde hablaría con ella, pero ahora no le quedaba otra que hacer lo propio con Pedro. En silencio, Tita le dio a Gertrudis la vasija que tenía en las manos donde había empezado a preparar el almíbar, sacó del cajón de la mesa un arrugado papel con la receta escrita en él y se lo dejó a Gertrudis por si acaso lo necesitaba. Salió de la cocina, seguida por Pedro.

¡Claro, Gertrudis necesitaba de la receta, sin ella sería incapaz de hacer nada! Con cuidado empezó a leerla y a tratar de seguirla: Se bate una clara de huevo en medio cuartillo de agua para cada dos libras de azúcar o piloncillo, dos claras de huevo en un cuartillo de agua para cinco libras de azúcar y en la misma proporción para mayor o menor cantidad. Se hace hervir el almíbar hasta que suba tres veces, calmando el hervor con un poco de agua fría, que se echará cada vez que suba. Se aparta entonces del fuego, se deja reposar y se espuma; se le agrega después otra poca de agua junto con un trozo de cáscara de naranja, anís y clavo al gusto y se deja hervir. Se espuma otra vez y cuando ha alcanzado el grado de cocimiento llamado de bola, se cuela en un tamiz o en un lienzo tupido sobre un bastidor.

Gertrudis leía la receta como si leyera jeroglíficos. No entendía a cuánta azúcar se refería al decir cinco libras, ni qué era un cuartillo de agua y mucho menos cuál era el punto de bola.

¡La que estaba verdaderamente hecha bolas era ella! Salió al patio a pedirle a Chencha su ayuda.

Chencha estaba terminando de repartir frijoles a correligionarios de la quinta mesa del desayuno. Ésta era la última que tenía que servir, pero en cuanto terminara de dar de comer a esta mesa, ya tenía que poner la próxima, para que los revolucionarios que habían ingerido sus sagrados alimentos en la primera mesa del desayuno pasaran a comer, y así sucesivamente, hasta las 10 de la noche en que terminaba de servir la última mesa de la cena. Por lo que era claramente comprensible que estuviera de lo más violenta e irritable contra todo aquel que se acercara a pedirle que hiciera un trabajo extra. Gertrudis no era la excepción por muy generala que fuera. Chencha se negó terminantemente a proporcionarle su ayuda. Ella no formaba parte de su tropa, ni tenía por qué obedecerla ciegamente como lo hacían todos los hombres bajo su mando.

Gertrudis estuvo entonces tentada a recurrir a su hermana, pero su sentido común se lo impidió. No podía interrumpir de ninguna manera a Tita y a Pedro en estos momentos. Tal vez los más decisivos de sus vidas.

Mita caminaba lentamente entre los árboles frutales de la huerta, el olor a azahar se confundía con el aroma a jazmines, característico de su cuerpo. Pedro, a su lado, la llevaba del brazo con infinita ternura.

— ¿Por qué no me lo había dicho? — Porque primero quería tomar una determinación.

— ¿Y ya la tiene? — No.

— Pues yo creo que es conveniente antes de que la tome que sepa que para mí, tener un hijo con usted es la mayor dicha que podría alcanzar, y para gozarla como se debe me gustaría que nos fuésemos muy lejos de aquí.

— No podemos pensar sólo en nosotros, también existen en el mundo Rosaura y Esperanza, ¿qué va a pasar con ellas? Pedro no pudo responder. No había pensado en ellas hasta ahora, y la verdad no deseaba lastimarlas ni dejar de ver a su pequeña hija. Tenía que haber una solución benéfica para todos. Él tendría que encontrarla. Al menos de una cosa estaba seguro, Tita ya no se iría del rancho con John Brown.

Un ruido a sus espaldas los alarmó. Alguien caminaba tras ellos, Pedro de inmediato soltó el brazo de Tita y giró disimuladamente la cabeza para ver de quién se trataba. Era el Pulque, que harto de escuchar los gritos de Gertrudis en la cocina buscaba un mejor lugar donde dormir. De cualquier manera decidieron posponer su conversación para otro momento.

Había demasiada gente por toda la casa y era riesgoso hablar de estas cosas tan privadas.

En la cocina, Gertrudis no lograba que el sargento Treviño dejara el almíbar como ella deseaba, por más órdenes que le daba. Estaba arrepentida de haber confiado en Treviño para tan importante misión, pero como Gertrudis preguntó a un grupo de rebeldes que quién sabía cuánto era una libra y él rápidamente respondió que una libra correspondía a 460 gramos y un cuartillo a un cuarto de litro, ella creyó que sabia mucho de cocina, y no era así.

La verdad, era la primera vez que Treviño le fallaba en algo que ella le encomendara.

Recordaba una ocasión en que habla tenido que descubrir a un espía que se habla infiltrado en la tropa.

Una soldadera, que era su amante, se había enterado de sus actividades y entonces él la había balaceado despiadadamente antes de que lo denunciara. Gertrudis regresaba de darse un baño en el río y la encontró agonizando. La soldadera le alcanzó a dar una clave para identificarlo. El traidor tenía un lunar rojo en forma de araña en la entrepierna.

Gertrudis no podía ponerse a revisar a todos los hombres, pues además de prestarse a malas interpretaciones, el traidor podría sospechar y huir antes de que lo encontraran.

Entonces encargó la misión a Treviño. Tampoco para él era una misión fácil. Lo que podrían pensar de su persona era peor de lo que pensarían de Gertrudis si se ponía a husmear en las entrepiernas de todos los hombres de la tropa. Treviño, entonces, esperó pacientemente hasta llegar a Saltillo.

Inmediatamente después de que entraron en la ciudad se dio a la tarea de recorrer cuanto burdel existía y conquistar a todas las prostitutas de cada lugar valiéndose de no sé cuántas artes. Pero la principal era que Treviño las trataba como damas, las hacía sentirse como reinas. Era con ellas muy educado y galante, mientras les hacía el amor les recitaba versos y poemas. No había una que no cayera en sus redes y no estuviera dispuesta a trabajar para la causa revolucionaria.

De esta manera, no se tardó más de tres días en dar con el traidor y ponerle una trampa en complicidad con sus amigas las putas. El traidor entró a un cuarto del lenocinio con una rubia oxigenada llamada «La Ronca». Tras la puerta lo esperaba Treviño. Éste de una patada cerró la puerta y haciendo gala de una violencia nunca vista mató a golpes al traidor. Ya sin vida le cortó los testículos con un cuchillo.

Cuando Gertrudis le preguntó por qué lo habla matado con tanta saña y no simplemente de un balazo, él respondió que había sido un acto de venganza. Hacía tiempo un hombre que tenía en la entrepierna un lunar rojo en forma de araña había violado a su madre y a su hermana. Esta última se lo había confesado antes de morir. De esta manera quedaba lavado el honor de su familia. Ése fue el único gesto salvaje que Treviño tuvo en la vida, de ahí en fuera era la persona más fina y elegante hasta para matar. Siempre lo hizo con gran pundonor. A partir de la captura del espía, a Treviño le quedó la fama de mujeriego  empedernido. Y no estaba muy alejada de la verdad, pero el amor de su vida siempre fue Gertrudis. Muchos años trató de conquistarla en vano pero sin perder las esperanzas, hasta que Gertrudis se encontró nuevamente con Juan. Entonces se dio cuenta de que la había perdido para siempre. Ahora sólo le servía como un perro guardián, cuidándole las espaldas, sin despegársele un solo segundo.

Era uno de sus mejores soldados en el campo de batalla, pero en la cocina no tenía nada que hacer. Sin embargo a Gertrudis le daba pena correrlo de ahí, pues Treviño era muy sentimental y cuando ella lo reprendía por algo le daba por la bebida. Así es que no le quedó otra que apechugar su error de elección y tratar de que todo saliera lo mejor posible. Entre los dos, cuidadosamente, leyeron paso a paso la mentada receta tratando de interpretarla.

«Si se quiere más puro el almíbar, como se necesita para endulzar los licores, después de las operaciones referidas se cantea el cazo o vasija que lo contiene, se deja reposar y se descanta, o lo que es lo mismo, se separa de los asientos con el menor movimiento posible.» En la receta no se explicaba lo que era el punto de bola, así que Gertrudis le ordenó al sargento que buscara la respuesta en un gran libro de cocina que estaba sobre el trastero.

Treviño se esforzaba por encontrar la información deseada, pero como apenas sabía leer, con su dedo recorría lentamente las palabras del libro, ante la impaciencia de Gertrudis.

«Se distinguen muchos grados de conocimiento del almíbar: almíbar en punto lizado, almíbar en punto lizado alto, almíbar de punto aperlado, almíbar de punto aperlado alto, almíbar de punto soplado, almíbar en punto de pluma, almíbar de punto y almíbar de punto de caramelo, almíbar de punto de bola...» — ¡Por fin! ¡Aquí está lo del punto de bola, mi generala! — A ver, trae acá! Ya me desesperaste.

Gertrudis le leyó al sargento las instrucciones, con fluidez y en voz alta.

— «Para conocer si el almíbar está en este punto, se remojan los dedos en un cubilete o jarro de agua fría y se coge el almíbar, volviéndolos a meter con prontitud en el agua. Si al enfriarse el almíbar se hace bola y se maneja como pasta, está cocido al grado o punto de bola.» ¿Entendiste? — Sí, pos creo que sí mi generala.

— ¡Más te vale porque si no te juro que te mando fusilar! Gertrudis había logrado por fin reunir toda la información que buscaba, ahora sólo le faltaba que el sargento preparara bien el almíbar y podría finalmente comer sus tan ansiadas torrejas.

Treviño, teniendo muy presente la amenaza que pesaba sobre su cabeza si no cocinaba correctamente para su superior, cumplió con su misión, a pesar de su inexperiencia.

Todos lo festejaron mucho. Treviño estaba de lo más feliz. Él mismo le llevó a Tita a su recámara una torreja que le mandaba Gertrudis para que le diera el visto bueno. Tita no había bajado a comer y se habla pasado la tarde en la cama. Treviño entró en la recámara y la depositó sobre una mesita que Tita utilizaba precisamente para cuando quería comer ahí y no en el comedor. Le agradeció mucho su atención y lo felicitó, pues las torrejas realmente estaban deliciosas. Treviño se lamentó de que Tita se sintiera indispuesta, pues le hubiera encantando pedirle que le concediera una pieza en el baile que se había organizado en el patio para despedir a la generala Gertrudis. Tita le prometió que bailarla encantada con él, si es que se animaba a bajar a la fiesta. Treviño se retiró rápidamente para irle a platicar con orgullo a toda la tropa lo que Tita le había dicho.

En cuanto el sargento salió, Tita se recostó nuevamente en la cama, no tenía ningún deseo de moverse de ahí, la inflamación en el vientre no le permitía estar sentada por mucho tiempo.

Tita pensó en la cantidad de veces en que había puesto a germinar trigo, frijoles, alfalfa y algunas otras semillas o granos, sin tener idea de lo que éstas sentían al crecer y cambiar de forma tan radicalmente. Ahora les admiraba la disposición con que abrían su piel y dejaban que el agua las penetrara libremente, hasta hacerlas reventar, para dar paso a la vida. Con qué orgullo dejaban salir de su interior la primera punta de la raíz, con qué humildad perdían su forma anterior, con qué donaire mostraban al mundo sus hojas. A Tita le encantaría ser una simple semilla, no tener que dar cuentas a nadie de lo que se estaba gestando en su interior, y poder mostrarle al mundo su vientre germinado sin exponerse al rechazo de la sociedad. Las semillas no tenían este tipo de problemas, sobre todo, no tenían madre a la que temer, ni miedo a que las enjuiciaran. Bueno, Tita físicamente tampoco tenía madre, pero aún no podía quitarse de encima la sensación de que le caería de un momento a otro un fenomenal castigo del más allá, auspiciado por Mamá Elena. Esta sensación le era muy familiar: la relacionaba con el temor que sentía cuando en la cocina no seguía las recetas al pie de la letra. Siempre lo hacía con la certeza de que Mamá Elena la descubrirla y en lugar de festejarle su creatividad la reprendería fuertemente por no respetar las reglas.

Pero no podía evitar la tentación de transgredir las fórmulas tan rígidas que su madre quería imponerle dentro de la cocina... y de la vida Permaneció un buen rato descansando, recostada sobre la cama, y sólo se volvió a levantar cuando escuchó a Pedro cantar bajo su ventana una canción de amor. Tita llegó de un brinco a la ventana y la abrió. ¡Cómo era posible que a Pedro se le ocurriera tal atrevimiento! En cuanto lo vio, supo por qué. A leguas se veía que estaba borrachísimo. A su lado, Juan lo acompañaba con la guitarra.

Mita se asustó mucho, ojalá que Rosaura ya estuviera dormida, o si no, ¡la que se iba a armar! Mamá Elena entró furiosa a la habitación y le dijo: — ¿Ya viste lo que estás ocasionando? Pedro y tú son unos desvergonzados. Si no quieres que la sangre corra en esta casa, vete a donde no puedas hacerle daño a nadie, antes de que sea demasiado tarde.

— La que se debería de ir es usted. Ya me cansé de que me atormente. ¡Déjeme en paz de una vez por todas! — No lo voy a hacer hasta que te comportes como una mujer de bien, ¡o sea, decentemente! — ¿Qué es comportarse decentemente? ¿Como usted lo hacia? — Sí.

— ¡Pues eso es lo que hago! ¿0 no tuvo usted una hija ilícitamente? — ¡Te vas a condenar por hablarme así! — ¡No más de lo que usted está! — ¡Cállate la boca! ¿Pues qué te crees que eres? — ¡Me creo lo que soy! Una persona que tiene todo el derecho a vivir la vida como mejor me plazca. Déjeme de una vez por todas, ¡ya no la soporto! Es más, ¡la odio, siempre la odié! Tita pronunció las palabras mágicas para hacer desaparecer a Mamá Elena para siempre.

La imponente imagen de su madre empezó a empequeñecer hasta convertirse en una diminuta luz. Conforme el fantasma se desvanecía, el alivio crecía dentro del cuerpo de Tita.

La inflamación del vientre y el dolor de los senos empezaron a ceder. Los músculos del centro de su cuerpo se relajaron, dando paso a la impetuosa salida de su menstruación.

Esta descarga tantos días contenida mitigó sus penas. Respiró profunda y tranquilamente.

No estaba embarazada.

Pero no con esto terminaban sus problemas. La pequeña luz a que fue reducida la imagen de Mamá Elena empezó a girar rápidamente.

Atravesó el cristal de la ventana y salió disparada hacia el patio, como un buscapiés enloquecido. Pedro, en su borrachera, no se dio cuenta del peligro. Cantaba muy contento Estrellita, de Manuel M. Ponce, bajo la ventana de Tita, rodeado de revolucionarios igual de tomados que él. Gertrudis y Juan tampoco olieron la desgracia. Bailaban como dos adolescentes recién enamorados a la luz de uno de los tantos quinqués de petróleo que estaban diseminados por todo el patio para alumbrar la fiesta. De pronto, el buscapiés se acercó a Pedro girando vertiginosamente, y con una furia hizo que el quinqué más cercano a él estallara en mil pedazos. El petróleo esparció las llamas con rapidez sobre la cara y el cuerpo de Pedro.

Tita, que estaba terminando de tomar las medidas adecuadas para recibir su menstruación, escuchó el alboroto que el accidente de Pedro provocaba. Precipitadamente llegó hasta la ventana, la abrió y vio a Pedro corriendo por todo el patio, convertido en una antorcha humana. Entonces Gertrudis lo alcanzó, se arrancó de un tirón la falda de su vestido y con ella cubrió a Pedro, derribándolo sobre el piso.

Tita no supo cómo bajó las escaleras pero llegó al lado de Pedro en sólo 20 segundos.

Gertrudis le quitaba en ese momento la ropa humeante. Pedro aullaba de dolor. Tenía quemaduras por todo el cuerpo. Entre varios hombres lo cargaron cuidadosamente para llevarlo a su recámara. Tita tomó a Pedro de la única mano que tenía libre de quemaduras y no se separó de él. Cuando iban subiendo las escaleras, Rosaura abrió la puerta de su recámara.

Percibió de inmediato un fuerte olor a plumas quemadas. Se acercó a la escalera con la intención de bajar a ver qué sucedía y ahí se topó con el grupo que cargaba a Pedro envuelto en humo. Tita, a su lado, lloraba desconsolada. El primer intento de Rosaura fue correr a ayudar a su marido. Tita trató de soltarle la mano a Pedro para permitir que Rosaura se acercara a él, pero Pedro, entre quejidos y hablándole por primera vez de tú, clamó: — Tita, no te vayas. No me dejes.

— No, Pedro, no lo haré.

Tita tomó nuevamente la mano de Pedro, Rosaura y Tita se miraron un momento retadoramente. Entonces Rosaura comprendió que ella no tenia nada que hacer ahí, se metió en su recámara y se cerró con llave. De ahí no salió en una semana.

Como Tita no podía ni quería desprenderse del lado de Pedro ordenó a Chencha que trajera claras de huevo batidas con aceite y bastantes papas crudas bien machacadas. Estos eran los mejores métodos que conocía contra las quemaduras. Las claras de huevo se ponen con una pluma fina sobre la parte dañada, renovando la aplicación cada vez que el linimento se seque. Después hay que poner emplastos de papas crudas machacadas para reducir la inflamación y calmar el dolor.

Tita se pasó toda la noche aplicándole estos remedios caseros.

Mientras le ponía el emplasto de papas, observaba el amado rostro de Pedro. Ni señas quedaban de sus pobladas cejas y sus grandes pestañas. El cuadrado mentón ahora tenia forma oval por la hinchazón. A Tita no le importaba que fuera a quedar con alguna marca, pero tal vez a Pedro sí. ¿Qué ponerle para evitar que le quedaran cicatrices? Nacha le dio la respuesta, que a su vez «Luz del amanecer» le había dado a ella: lo mejor en estos casos era ponerle a Pedro corteza del árbol de tepezcohuite. Tita salió corriendo al patio y sin importarle que la noche estaba muy avanzada levantó a Nicolás y lo mandó a conseguir esa corteza, con el mejor brujo de la región. Ya casi al amanecer logró calmar un poco el dolor de Pedro y que éste se quedara dormido por un momento. Aprovechó para salir a despedirse de Gertrudis, pues desde hacía rato oía los pasos y las voces de las gentes de su tropa mientras alistaban a los caballos para retirarse.

Gertrudis habló con Tita por largo rato, lamentaba no poderse quedar a ayudarla en el infortunio, pero le habían llegado órdenes de atacar Zacatecas. Gertrudis le agradeció los  momentos tan felices que había pasado a su lado, le aconsejó que no dejara de luchar por Pedro y antes de despedirse le dio una receta que las soldaderas usaban para no embarazarse: después de cada relación íntima se hacían un lavado con agua hervida y unas gotas de vinagre. Juan se acercó a ellas e interrumpió la conversación, para informarle a Gertrudis que era hora de partir.

Juan le dio un fuerte abrazo a Tita y le envió a Pedro, por su conducto, los mejores deseos para su restablecimiento. Tita y Gertrudis se abrazaron emocionadas. Gertrudis subió a su caballo y se fue. No iba cabalgando sola, llevaba a su lado, en la alforja, su niñez encerrada en un frasco de torrejas de natas.

Tita los vio irse con lágrimas en los ojos. Chencha también, pero al contrario de las de Tita las de ella eran de felicidad. ¡Por fin podría descansar! Cuando Tita iba a entrar nuevamente a la casa escuchó un grito de Chencha: — ¡No puede ser! Ya vienen de regreso.

Efectivamente, tal parecía que alguien de la tropa regresaba al rancho, pero no podían ver bien de quién se trataba por la polvareda que los caballos habían levantado en su retirada.

Forzando la vista, con gusto reconocieron que se trataba de la carretela de John. Ya estaba de regreso. Al verlo, Tita se sintió completamente confundida. No sabía qué iba a hacer ni qué le iba a decir. Por una parte le daba un gusto enorme verlo pero, por otra, se sentía muy mal, de tener que cancelar su compromiso matrimonial con él. John llegó hasta ella con un gran ramo de flores. La abrazó emocionado y al besarla se dio cuenta de que algo había cambiado dentro de Tita.