Julio


Capítulo 7
Juilio
CALDO DE COLITA DE RES

Ingredientes:

Manera de hacerse:
Las colitas partidas se ponen a cocer con un trozo de cebolla, un diente de ajo, sal y pimienta al gusto. Es conveniente poner un poco más de agua de la que normalmente se utiliza para un cocido, teniendo en cuenta que vamos a preparar un caldo. Y un buen caldo que se respete tiene que ser caldoso, sin caer en lo aguado.

Los caldos pueden curar cualquier enfermedad física o mental, bueno, al menos ésa era la creencia de Chencha y Tita, que por mucho tiempo no le había dado el crédito suficiente.

Ahora no podía menos que aceptarla como cierta.

Hacía tres meses, al probar una cucharada del caldo que Chencha le preparó y le llevó a la casa del doctor John Brown, Tita había recobrado toda su cordura.

Estaba recargada en el cristal, viendo a través de la ventana a Alex, el hijo de John, en el patio, corriendo tras unas palomas.

Escuchó los pasos de John subiendo las escaleras, esperaba con ansia su acostumbrada visita. Las palabras de John eran su único enlace con el mundo. Si pudiera hablar y decirle lo importante que era para ella su presencia y su plática. Si pudiera bajar y besar a Alex como al hijo que no tenía y jugar con él hasta el cansancio, si pudiera recordar como cocinar tan siquiera un par de huevos, si pudiera gozar de un platillo cualquiera que fuera, si pudiera... volver a la vida. Un olor que percibió la sacudió. Era un olor ajeno a esta casa.

John abrió la puerta y apareció ¡con una charola en las manos y un plato con caldo de colita de res! ¡Un caldo de colita de res! No podía creerlo. Tras John entró Chencha bañada en lágrimas.

El abrazo que se dieron fue breve, para evitar que el caldo se enfriara. Cuando dio el primer sorbo, Nacha llegó a su lado y le acarició la cabeza mientras comía, como lo hacía cuando de niña ella se enfermaba y la besó repetidamente en la frente. Ahí estaban, junto a Nacha, los juegos de su infancia en la cocina, las salidas al mercado, las tortillas recién cocidas, los huesitos de chabacano de colores, las tortas de Navidad, su casa, el olor a leche hervida, a pan de natas, a champurrado, a comino, a ajo, a cebolla. Y como toda la vida, al sentir el olor que despedía la cebolla, las lágrimas hicieron su aparición. Lloró como no lo hacía desde el  día en que nació. Qué bien le hizo platicar largo rato con Nacha. Igual que en los viejos tiempos, cuando Nacha aún vivía y juntas habían preparado infinidad de veces caldo de colita. Rieron al revivir esos momentos y lloraron al recordar los pasos a seguir en la preparación de esta receta. Por fin había logrado recordar una receta, al rememorar como primer paso, la picada de la cebolla.

La cebolla y el ajo se pican finamente y se ponen a freír en un poco de aceite; una vez que se acitronan se les incorporan las papas, los ejotes y el jitomate picado hasta que se sazonen.

John interrumpió estos recuerdos al entrar bruscamente en el cuarto, alarmado por el riachuelo que corría escaleras abajo.

Cuando se dio cuenta de que se trataba de las lágrimas de Tita, John bendijo a Chencha y a su caldo de colita por haber logrado lo que ninguna de sus medicinas había podido: que Tita llorara de esa manera. Apenado por la intromisión, se dispuso a retirarse. La voz de Tita se lo impidió. Esa melodiosa voz que no había pronunciado palabra en seis meses.

— ¡John! ¡No se vaya, por favor! John permaneció a su lado y fue testigo de cómo pasó Tita de las lágrimas a las sonrisas, al escuchar por boca de Chencha todo tipo de chismes e infortunios. Así se enteró el doctor de que Mamá Elena tenía prohibidas las visitas a Tita. En la familia De la Garza se podían perdonar algunas cosas, pero nunca la desobediencia ni el cuestionamiento de las actitudes de los padres. Mamá Elena no le perdonaría jamás a Tita que, loca o no loca, la hubiera culpado de la muerte de su nieto. Y al igual que con Gertrudis, tenía vetado inclusive el que se pronunciara su nombre. Por cierto, Nicolás había regresado hacía poco con noticias de ella.

Efectivamente la había encontrado trabajando en un burdel. Le había entregado su ropa y ella le había mandado una carta a Tita. Chencha se la dio y Tita la leyó en silencio: Querida Tita: No sabes cómo te agradezco el que me hayas enviado mi ropa. Por fortuna aún me encontraba aquí y la pude recibir. Mañana voy a dejar este lugar, pues no es el que me pertenece. Aún no se cuál será, pero sé que en alguna parte tengo que encontrar un sitio adecuado para mí. Si caí aquí fue porque sentía que un fuego muy intenso me quemaba por dentro, el hombre que me cogió en el campo prácticamente me salvó la vida. Ojalá lo vuelva a encontrar algún día. Me dejó porque sus fuerzas se estaban agotando a mi lado, sin haber logrado aplacar mi fuego interior. Por fin ahora, después de que infinidad de hombres han pasado por mí, siento un gran alivio. Tal vez algún día regrese a casa y te lo pueda explicar.

Te quiere tu hermana Gertrudis.

Tita guardó la carta en la bolsa de su vestido y no hizo el menor comentario. El que Chencha no le preguntara nada sobre el contenido de la carta indicaba claramente que ya la había leído al derecho y al revés.

Más tarde, entre Tita, Chencha y John secaron la recámara, las escaleras y la planta baja.

Al despedirse, Tita le comunicó a Chencha su decisión de no regresar nunca más al rancho y le pidió que se lo hiciera saber a su madre. Mientras Chencha cruzaba por enésima vez el puente entre Eagle Pass y Piedras Negras, sin darse cuenta, pensaba cuál sería la mejor manera de darle la noticia a Mamá Elena. Los celadores de ambos países la dejaron hacerlo, pues la conocían desde niña. Además resultaba de lo más divertido verla caminar de un lado a otro hablando sola y mordisqueando su rebozo. Sentía que su ingenio para inventar estaba paralizado por el terror.

 Cualquier versión que diera de seguro iba a enfurecer a Mamá Elena. Tenia que inventar una en la cual ella, al menos, saliera bien librada. Para lograrlo tenía que encontrar una excusa que disculpara la visita que le había hecho a Tita. Mamá Elena no se tragaría ninguna. ¡Como si no la conociera! Envidiaba a Tita por haber tenido el valor de no regresar al rancho. Ojalá ella pudiera hacer lo mismo, pero no se atrevía. Desde niña habla oído hablar de lo mal que les va a las mujeres que desobedecen a sus padres o a sus patrones y se van de la casa. Acaban revolcadas en el arroyo inmundo de la vida galante. Nerviosa daba vueltas y vueltas a su rebozo, tratando de exprimirle la mejor de sus mentiras para estos momentos. Nunca antes le había fallado. Al llegar a las cien .retorcidas al rebozo siempre encontraba el embuste apropiado para la ocasión. Para ella mentir era una práctica de supervivencia que había aprendido desde su llegada al rancho. Era mucho mejor decir que el padre Ignacio la había puesto a recoger las limosnas, que reconocer que se le había tirado la leche por estar platicando en el mercado. El castigo al cual uno se hacía merecedora era completamente diferente.

Total todo podía ser verdad o mentira, dependiendo de que uno se creyera las cosas verdaderamente o no. Por ejemplo, todo lo que había imaginado sobre la suerte de Tita no había resultado cierto.

Todos estos meses se los había pasado angustiada pensando en los horrores por los que estaría pasando fuera de la cocina de su casa. Rodeada de locos gritando obscenidades, atada por una camisa de fuerza y comiendo quién sabe qué tipo de comida horrenda fuera de casa. Imaginaba la comida de un manicomio gringo, para acabarla de amolar, como lo peor del mundo. Y la verdad, a Tita la había encontrado bastante bien, nunca había puesto un pie en un manicomio, se veía que la trataban de lo más bien en casa del doctor y no ha de haber comido tan mal, pues le notaba hasta unos kilitos de más. Pero eso sí, por mucho que hubiera comido nunca le hablan dado algo como el caldo de colita. De eso sí podía estar bien segura, si no, ¿por qué habla llorado tanto cuando lo comió? Pobre Tita, de seguro ahora que la había dejado estaría llorando nuevamente, atormentada por los recuerdos y la idea de no volver a cocinar al lado de Chencha nunca más. Sí, de seguro estaría sufriendo mucho. Nunca se le hubiera ocurrido imaginarla como realmente estaba, bellísima, luciendo un vestido de raso tornasol con encajes, cenando a la luz de la luna y recibiendo una declaración de amor. Para la mente sufridora y exagerada de Chencha esto hubiera sido demasiado. Tita estaba sentada cerca de una fogata asando un malvavisco.

A su lado John Brown le proponía matrimonio. Tita había aceptado acompañar a John a una lunada en un rancho vecino para festejar que le acababa de dar de alta. John le había regalado un hermoso vestido que desde hacía tiempo había comprado en San Antonio, Texas, para este momento. Su color tornasol le hacia recordar el plumaje que las palomas tienen en el cuello, pero ya sin ninguna asociación dolorosa con el lejano día en que se encontró en el palomar. Francamente, estaba completamente recuperada y dispuesta a iniciar una nueva vida al lado de John. Con un tierno beso en los labios sellaron su compromiso. Tita no sintió lo mismo que cuando Pedro la había besado, pero esperaba que su alma por tanto tiempo enmohecida lograra poco a poco encenderse con la cercanía de este hombre tan maravilloso.

¡Por fin, después de haber caminado tres horas, Chencha tenía ya la respuesta! Como siempre habla encontrado la mentira idónea. Le diría a Mamá Elena que paseando por Eagle Pass se había encontrado en una esquina a una limosnera con la ropa sucia y desgarrada.

Que la compasión la había hecho acercársele para darle 10 centavos, y que azorada descubrió que se trataba de Tita. Se había escapado del manicomio y vagaba por el mundo pagando la culpa de haber insultado a su madre. Ella la había invitado a regresar, pero Tita se había negado. No se sentía merecedora de vivir nuevamente al lado de tan buena madre y le habla pedido que por favor le dijera a su mamá que la quería mucho y que nunca olvidaría lo mucho que siempre había hecho por ella, prometiendo que en cuanto se hiciera una mujer de bien regresaría a su lado para darle todo el amor y el respeto que Mamá Elena se merecía.

 Chencha pensaba cubrirse de gloria con esta mentira, pero por desgracia no lo pudo lograr. Esa noche, al llegar a la casa un grupo de bandoleros atacó el rancho. A Chencha la violaron y Mamá Elena, al tratar de defender su honor, recibió un fuerte golpe en la espalda y éste le provocó una paraplejia que la paralizó de la cintura para abajo. En esas condiciones no estaba como para recibir ese tipo de noticias, ni Chencha como para darlas.

Por otro lado estuvo bien que no le hubiera dicho nada, pues con el retorno de Tita al rancho al conocer la desgracia, su piadosa mentira se habría venido a pique ante la esplendorosa belleza y energía que Tita irradiaba. Su madre la recibió en silencio. Y por primera vez Tita le sostuvo firmemente la mirada y Mamá Elena retiró la suya. Había en la mirada de Tita una luz extraña.

Mamá Elena desconocía a su hija. Sin palabras se hicieron mutuos reproches y con esto se rompió entre ellas el hasta entonces fuerte lazo de sangre y obediencia que las unía y que ya nunca se restablecería. Por tanto intentó de todo corazón atenderla lo mejor posible. Con mucho cuidado preparaba la comida para su madre y en especial el caldo de colisa, con la sana intención de que le sirviera como a ella para recuperarse totalmente.

Vació el caldillo ya sazonado con las papas y los ejotes en la olla donde había puesto a cocer las colitas de res.

Ya que se vacía, sólo hay que dejar hervir por media hora todos los ingredientes juntos. En seguida se retira del fuego y se sirve bien caliente.

Tita sirvió el caldo y se lo subió a su madre en una hermosa charola de plata cubierta con una servilleta de algodón, bellamente deshilada y perfectamente blanqueada y almidonada.

Tita esperaba con ansiedad la reacción positiva de su madre en cuanto diera el primer sorbo, pero por el contrario Mamá Elena escupió el alimento sobre la colcha y a gritos le pidió a Tita que inmediatamente le retirara de su vista esa charola.

— Pero ¿por qué? — Porque está asquerosamente amargo, no lo quiero. ¡Llévatelo! ¿No me oíste? Tita en lugar de obedecerla dio media vuelta tratando de ocultar a los ojos de su madre el sentimiento de frustración que experimentaba. Escapaba a su comprensión el que un ser, independiente del parentesco que pudiera tener con otro, así nomás, con la mano en la cintura rechazara de una manera tan brutal una atención. Porque estaba segura de que el caldo estaba exquisito. Ella misma lo había probado antes de subirlo. No podía ser de otra manera, pues había puesto mucho cuidado al prepararlo.

Se sentía verdaderamente una estúpida por haber regresado al rancho para atender a su madre. Lo mejor hubiera sido quedarse en casa de John sin pensar nunca más en la suerte que pudiera correr Mamá Elena. Pero los remordimientos no la hubieran dejado. La única manera de liberarse realmente de ella sería con la muerte y Mamá Elena aún no tenía para cuándo.

Sentía ganas de correr lejos, muy lejos para proteger de la gélida presencia de su madre el pequeño fuego interior que John con trabajos había logrado encender. Era como si el escupitajo de Mamá Elena hubiera caído justo en el centro de la incipiente hoguera y la hubiera extinguido. Sufría dentro de sí los efectos del apagón; el humo le subía a la garganta y se le arremolinaba en un nudo espeso, que le nublaba la vista y le producía lagrimeo.

Bruscamente abrió la puerta y corrió, en el preciso momento en que John llegaba a realizar su visita médica. Chocaron intempestivamente. John la sostuvo en sus brazos justo a tiempo para evitar que cayera. Su cálido abrazo salvó a Tita de una congelación, fueron sólo unos instantes los que estuvieron unidos pero los suficientes como para reconfortarle el alma. Tita estaba empezando a dudar si esta sensación de paz y seguridad que John le daba era el verdadero amor, y no el ansia y el sufrimiento que experimentaba al lado de Pedro. Con verdadero esfuerzo se separó de John y salió de la recámara.

 — ¡Tita, ven acá! ¡Te dije que te llevaras esto! — Doña Elena, no se altere por favor, le hace daño. Yo le quito esa charola, pero dígame ¿no tiene deseos de comer? Mamá Elena le pidió al doctor que cerrara la puerta con llave y casi en secreto le externó su inquietud respecto a lo amargo de la comida. John le respondió que tal vez se debía al efecto de las medicinas que estaba tomando.

— De ninguna manera, doctor, si fuera la medicina todo el tiempo tendría ese sabor en la boca y no es así. Algo me están dando con la comida. Curiosamente desde que Tita regresó.

Necesito que lo investigue.

John, sonriendo ante la maliciosa insinuación, se acercó a probar el caldo de colita que le habían llevado y que estaba intacto en la charola.

— A ver, vamos a descubrir qué le están poniendo en la comida. ¡Mmmmm! Qué delicia.

Esto tiene ejotes, papas, chile y... no logro distinguir bien... qué tipo de carne es.

— No estoy para juegos, ¿no siente un sabor amargo? — No, doña Elena, para nada. Pero si quiere lo mando analizan No quiero que se preocupe.

Pero mientras me dan los resultados tiene que comer.

— Entonces mándeme una buena cocinera.

— ¡Pero cómo! Si tiene en casa a la mejor. Tengo entendido que su hija Tita es una cocinera excepcional. Un día de estos voy a pedirle su mano.

— ¡Ya sabe que ella no se puede casar! — exclamó presa de una furiosa agitación.

John guardó silencio. No le convenía irritar más a Mamá Elena. Ni tenía caso puesto que estaba plenamente convencido de que él se casaría con Tita con o sin la autorización de ella.

Sabía también que ahora a Tita le tenía muy sin cuidado su absurdo destino y que en cuanto cumpliera 18 años se casarían. Dio por terminada la visita, pidiéndole calma a Mamá Elena y prometiéndole que al día siguiente le mandaría una nueva cocinera. Y así lo hizo, pero Mamá Elena ni siquiera se dignó a recibirla. El comentario del doctor sobre la idea de pedir la mano de Tita le había abierto los ojos.

De seguro que entre los dos había surgido una relación amorosa.

Desde hacía tiempo sospechaba que Tita deseaba que ella desapareciera de este mundo para así poderse casar libremente, no una sino mil veces si le daba la gana. Este deseo lo percibía como una presencia constante entre ellas, en cada roce, en cada palabra, en cada mirada. Pero ahora no le cabía la menor duda de que Tita intentaba envenenarla poco a poco para poder casarse con el doctor Brown. Por tanto, desde ese día se negó terminantemente a comer nada que Tita hubiera cocinado. Le ordenó a Chencha que se hiciera cargo de la preparación de su comida. Sólo ella y nadie más podía llevársela y la tenía que probar en su presencia antes de que Mamá Elena se animara a comerla.

La nueva disposición no afectó para nada a Tita, es más, fue para ella un alivio el delegar en Chencha la penosa obligación de atender a su madre y así tener libertad para empezar a bordar las sábanas para su ajuar de novia. Había decidido casarse con John en cuanto su madre estuviera mejor.

La que sí se vio muy afectada por la orden fue Chencha. Aún se estaba restableciendo física y emocionalmente del brutal ataque del que fue objeto. Y aunque aparentemente se veía beneficiada al no tener que realizar ninguna otra tarea más que la de hacer la comida y llevársela a Mamá Elena, no era así. Al principio recibió con gusto la noticia, pero en cuanto empezaron los gritos y los reproches se dio cuenta de que no hay pan que no cueste una torta.

Un día en que había ido a que el doctor John Brown le quitara las costuras que le había tenido que hacer, pues había sufrido un desgarre durante la violación, Tita preparó la comida en su lugar.

Creyeron que podrían engañar a Mamá Elena sin mayor problema. A su regreso Chencha le llevó la comida y la probó como siempre lo hacía, pero al dársela a comer a ella, Mamá Elena de inmediato detectó el sabor amargo. Con enojo lanzó la charola al piso y corrió a Chencha de la casa, por haber intentado burlarse de ella.

Chencha se aprovechó de este pretexto para irse a pasar unos días a su pueblo.

Necesitaba olvidarse del asunto de la violación y de la existencia de Mamá Elena. Tita trató de convencerla de que no le hiciera caso a su mamá.

Tenía muchos años de conocerla y ya sabía muy bien cómo manejarla.

— ¡Si niña, pero `orita pa` que quiero más agrura, si con el mole tengo! Déjame ir, no seas ingrata.

Tita la abrazó y la consoló como lo había hecho todas las noches desde su regreso. No veía la manera 'de sacar a Chencha de su depresión y de la creencia de que ya nadie se casaría con ella después del violento ataque que sufrió por parte de los bandoleros.

— Ya ves cómo son los hombres. Toditos dicen que plato de segunda mesa ni en otra vida, ¡menos en ésta! Al ver su desesperación, Tita decidió dejarla ir. Por experiencia sabía que si permanecía en el rancho y cerca dé su madre no tendría salvación. Sólo la distancia podría hacerla sanar. Al otro día la mandó con Nicolás a su pueblo.

Tita entonces se vio en la necesidad de contratar una cocinera. Pero ésta se fue de la casa a los tres días de haber llegado. No soportó las exigencias ni los malos modos de Mamá Elena. Entonces buscaron a otra, que sólo duró dos días y a otra y a otra, hasta que no quedó ninguna en el pueblo que quisiera trabajar en la casa. La que más duró fue una muchacha sordomuda: aguantó 15 días, pero se fue porque Mamá Elena le había dicho en señas 'que era una mensa.

Entonces a Mamá Elena no le quedó otra que comer lo que Tita cocinaba, pero lo hacia con las debidas precauciones. Aparte de exigir que Tita probara la comida antes que ella, siempre pedía que le llevara un vaso de leche tibia con cada comida y se lo tomaba antes de ingerir los alimentos, para contrarrestar los efectos del amargo veneno, que según ella, percibía disuelto en la comida. Algunas veces sólo esta medida era suficiente, pero en ocasiones sentía vivos dolores en el vientre, entonces se tomaba, además, un trago de vino de ipecacuana y otro de cebolla de albarrana como vomitivo. No fue por mucho tiempo. Al mes murió Mamá Elena presa de unos dolores espantosos acompañados de espasmos y convulsiones intensas. En un principio, Tita y John no se explicaban esta extraña muerte, pues aparte de la paraplejia Mamá Elena clínicamente no tenia ninguna enfermedad Pero al revisar su buró encontraron el frasco de vino de ipecacuana y dedujeron que de seguro Mamá Elena lo había estado tomando a escondidas. John le hizo saber a Tita que este vomitivo es tan fuerte que puede provocar la muerte.

Tita no podía quitarle la vista al rostro de su madre durante el velorio. Hasta ahora, después de muerta, la veía por primera vez y la empezaba a comprender. Quien la viera podría fácilmente confundir esa mirada de reconocimiento con una mirada de dolor, pero Tita no sentía dolor alguno. Ahora comprendía el significado de la frase de «fresca como una lechuga», así de extraña y lejana se debería sentir una lechuga ante su repentina separación de otra lechuga con la que hubiera crecido. Sería ilógico esperar que sufriera por la separación de esa lechuga con la que nunca había podido hablar ni establecer ningún tipo de comunicación y de la que sólo conocía las hojas exteriores, ignorando que en su interior había muchas otras escondidas.

No podía imaginar a esa boca con rictus amargo besando con pasión, ni esas mejillas ahora amarillentas, sonrosadas por el calor de una noche de amor. Y, sin embargo, así había sido alguna vez. Y Tita lo había descubierto ahora, demasiado tarde y de una manera meramente circunstancial. Cuando Tita la estaba vistiendo, para el velorio, le quitó de la  cintura el enorme llavero que como una cadena la había acompañado desde que ella recordaba. En la casa todo estaba bajo llave y bajo estricto control. Nadie podía sacar ni una taza de azúcar de la despensa sin la autorización de Mamá Elena. Tita conocía las llaves de todas las puertas y escondrijos. Pero además del enorme llavero, tenla colgado al cuello un pequeño dije en forma de corazón y dentro de él había una pequeña llave que le llamó la atención.

De inmediato relacionó la llave con la cerradura indicada. De niña, un día jugando a las escondidillas se había metido en el ropero de Mamá Elena. Entre las sábanas había descubierto un pequeño cofre. Mientras Tita esperaba que la fueran a buscar trató inútilmente de abrirlo, pues estaba bajo llave. Mamá Elena a pesar de no estar jugando a las escondidas fue quien la encontró al abrir el ropero. Había ido por una sábana o algo así y la cogió con las manos en la masa. La castigó en el granero y la pena consistió en desgranar 100 elotes. Tita sintió que la falta no ameritaba el castigo tan grande, esconderse con zapatos entre las sábanas limpias no era para tanto. Y ahora, muerta su madre, mientras leía las cartas que contenía el cofre, se daba cuenta de que no había sido castigada por eso, sino por haber intentado ver el contenido del cofre, y que el castigo sí era para tanto.

Tita abrió el cofre con morbosa curiosidad. Contenía un paquete de cartas de un tal José Treviño y un diario. Las cartas estaban dirigidas a Mamá Elena. Tita las ordenó por fechas y se enteró de la verdadera historia de amor de su madre. José habla sido el amor de su vida.

No le habían permitido casarse con él pues tenía en sus venas sangre negra. Una colonia de negros, huyendo de la guerra civil en USA y del peligro que corrían de ser linchados, había llegado a instalarse cerca del pueblo. José era el producto de los amores ilícitos entre José Treviño padre y una guapa negra. Cuando los padres de Mamá Elena habían descubierto el amor que existía entre su hija y este mulato, horrorizados la obligaron inmediatamente a casarse con Juan De la Garza, su padre.

Esta acción no logró impedir que aun estando casada siguiera manteniendo correspondencia secreta con José, y tal parecía que no se habían conformado solamente con este tipo de comunicación, pues, según estas cartas, Gertrudis era hija de José y no de su padre.

Mamá Elena había intentado huir con José al enterarse de este embarazo, pero la noche en que lo esperaba escondida, tras los oscuros del balcón, presenció cómo un hombre desconocido, sin motivo aparente, protegiéndose entre las sombras de la noche, atacaba a José eliminándolo de este mundo. Después de grandes sufrimientos Mamá Elena se resignó entonces a vivir al lado de su legítimo marido. Juan De la Garza ignoró por muchos años toda esta historia, pero se enteró de ella precisamente cuando Tita nació. Había ido a la cantina a festejar con unos amigos el nacimiento de su nueva hija y ahí alguna lengua venenosa le había soltado la información. La terrible noticia le provocó un infarto. Eso era todo.

Tita se sentía culpable de haber participado de este secreto. No sabía qué hacer con estas cartas. Pensó en quemarlas pero ella no era quién para hacerlo; si su madre no se había atrevido, ella menos. Guardó todo tal y como lo había encontrado y lo puso en su lugar.

Durante el entierro Tita realmente lloró por su madre. Pero no por la mujer castrante que la había reprimido toda la vida, sino por ese ser que había vivido un amor frustrado. Y juró ante su tumba que ella nunca renunciaría al amor, pasara lo que pasara. En esos momentos estaba convencida de que su verdadero amor era John. El hombre que estaba a su lado apoyándola incondicionalmente. Pero en cuanto vio que se acercaba un grupo de gentes al panteón y distinguió a lo lejos la silueta de Pedro acompañado de Rosaura ya no estuvo tan segura de sus sentimientos.

Rosaura, luciendo una gran panza de embarazada, caminaba lentamente. En cuanto vio a Tita se le acercó y la abrazó llorando desconsoladamente. Le seguía en turno Pedro. En cuanto Pedro la abrazó su cuerpo vibró como una gelatina. Tita bendijo a su madre por darle  el pretexto de poder volver a ver y abrazar a Pedro. Inmediatamente después, se retiró bruscamente. Pedro no se merecía el que lo quisiera tanto. Había mostrado debilidad al irse lejos de ella y eso no se lo perdonaba.

John tomó a Tita de la mano durante el regreso al rancho, y Tita a su vez, lo tomó del brazo enfatizando que entre ellos había algo más que amistad. Quería provocarle a Pedro los mismos dolores que ella siempre había sentido al verlo al lado de su hermana.

Pedro los observó con los ojos entrecerrados. No le gustaba nada la familiaridad con la que John se acercaba y con la que Tita le hablaba al oído. ¿Qué era lo que estaba pasando? Tita le pertenecía y no iba a permitir que se la quitaran. Mucho menos ahora que había desaparecido el mayor impedimento para su unión: Mamá Elena.