Mayo


Capítulo 5
Mayo
CHORIZO NORTEÑO

Ingredientes:

Manera de hacerse:
El vinagre se pone en la lumbre y se le incorporan los chiles, a los que previamente se les han quitado las semillas. En cuanto suelta el hervor, se retira del fuego y se le pone a la olla una tapadera encima, para que los chiles se ablanden.

Chencha puso la tapa y corrió a la huerta a ayudara Tita en su búsqueda de lombrices. De un momento a otro llegaría a la cocina Mamá Elena a supervisar la elaboración del chorizo y la preparación del agua para su baño y estaban bastante atrasadas en ambas cosas. El motivo era que Tita, desde que Pedro, Rosaura y el niño se habían ido a vivir a San Antonio, Texas, había perdido todo interés en la vida, exceptuando el que le despertaba un indefenso pichón al que alimentaba con lombrices. De ahí en fuera, la casa podía caerse, que a ella no le importaba.

Chencha no quería ni imaginar lo que pasaría si Mamá Elena se enteraba que Tita no quería participar en la elaboración del chorizo.

Habían decidido prepararlo por ser uno de los mejores recursos para utilizar la carne de cerdo de una manera económica y que les aseguraba un buen alimento por mucho tiempo, sin peligro de que se descompusiera. También habían dispuesto una gran cantidad de cecina, jamón, tocino y manteca. Tenían que sacarle el mejor provecho posible a este cerdo, uno de los pocos animales sobrevivientes de la visita que miembros del ejército revolucionario les habían hecho unos días antes.

El día que llegaron los rebeldes sólo estaban en el rancho Mamá Elena, Tita, Chencha y dos peones: Rosalío y Guadalupe. Nicolás, el capataz, aún no regresaba con el ganado que por imperiosa necesidad había ido a comprar, pues ante la escasez de alimentos habían tenido que ir matando a los animales con que contaban y era preciso reponerlos. Se había llevado con él a dos de los trabajadores de más confianza para que lo ayudaran. Había dejado a su hijo Felipe al cuidado del rancho, pero Mamá Elena lo había relevado del cargo, tomando ella el mando en su lugar, para que Felipe pudiera irse a San Antonio, Texas, en  busca de noticias sobre Pedro y su familia. Temían que algo malo les hubiera pasado, ante su falta de comunicación desde su partida.

Rosalío llegó a galope a informar que una tropa se acercaba al rancho. Inmediatamente Mamá Elena tomó su escopeta y mientras la limpiaba pensó en esconder de la voracidad y el deseo de estos hombres los objetos más valiosos que poseía. Las referencias que le habían dado de los revolucionarios no eran nada buenas, claro que tampoco eran nada confiables pues provenían del padre Ignacio y del Presidente Municipal de Piedras Negras. Por ellos tenía conocimiento de cómo entraban a las casas, cómo arrasaban con todo y cómo violaban a las muchachas que encontraban en su camino. Así pues, ordenó a Tita, Chencha y el cochino que permanecieran escondidos en el sótano.

Cuando los revolucionarios llegaron, encontraron a Mamá Elena en la entrada de la casa.

Bajo las enaguas escondía su escopeta; a su lado estaban Rosalío y Guadalupe. Su mirada se encontró con la del capitán que venía al mando y éste supo inmediatamente, por la dureza de esa mirada, que estaban ante una mujer de cuidado.

— Buenas tardes, señora, ¿es usted la dueña de este rancho? — Así es. ¿Qué es lo que quieren? — Venimos a pedirle, por las buenas, su cooperación para la causa.

— Y yo, por las buenas, les digo que se lleven lo que quieran de las provisiones que encuentren en el granero y los corrales. Pero eso sí, las que tengo dentro de mi casa no las tocan, ¿entendido? Ésas son para mi causa particular.

El capitán, bromeando, se le cuadró y le respondió: — Entendido, mi general.

A todos los soldados les cayó en gracia el chiste, y lo festejaron, pero el capitán se dio cuenta de que con Mamá Elena no valían las chanzas, ella hablaba en serio, muy en serio.

Tratando de no amedrentarse por la dominante y severa mirada que recibía de ella, ordenó que revisaran el rancho. Lo que encontraron no fue gran cosa, un poco de maíz para desgranar y ocho gallinas. Uno de los sargentos, muy molesto, se acercó al capitán y le dijo: — Esta vieja ha de tener todo escondido dentro de la casa, ¡déjeme entrar a supervisar! Mamá Elena, poniendo el dedo en el gatillo, respondió: — ¡Yo no estoy bromeando y ya dije que a mi casa no entra nadie! El sargento, riéndose y columpiando unas gallinas que llevaba en la mano, trató de caminar hacia la entrada. Mamá Elena levantó la escopeta, se recargó en la pared para no caer al piso por el impulso que iba a recibir, y le disparó a las gallinas. Por todos lados se esparcieron pedazos de carne y olor a plumas quemadas.

Rosalío y Guadalupe sacaron sus pistolas temblando y plenamente convencidos de que ése era su último día en la tierra. El soldado que estaba junto al capitán intentó dispararle a Mamá Elena, pero el capitán con un gesto se lo impidió. Todos esperaban una orden suya para atacar.

— Tengo muy buen tino y muy mal carácter, capitán. El próximo tiro es para usted y le aseguro que puedo dispararle antes de que me maten, así es que mejor nos vamos respetando, porque si nos morimos, yo no le voy a hacer falta a nadie, pero de seguro la nación sí sentiría mucho su pérdida, ¿o no es así? Realmente era difícil sostener la mirada de Mamá Elena, hasta para un capitán. Tenía algo que atemorizaba. El efecto que provocaba en quienes la recibían era de un temor indescriptible: se sentían enjuiciados y sentenciados por faltas cometidas. Caía uno preso de un miedo pueril a la autoridad materna.

 — Sí, tiene razón. Pero no 'se preocupe, nadie va a matarla, ni a faltarle al respeto, ¡faltaba más! Una mujer así de valiente siempre tendrá mi admiración. Y dirigiéndose a sus soldados dijo: — Nadie va a entrar a esta casa, vean qué más pueden encontrar aquí y vámonos.

Lo que descubrieron fue el gran palomar que formaba todo el techo de dos aguas de la enorme casa. Para llegar a él se tenía que trepar una escalera de siete metros de altura.

Subieron tres rebeldes y se quedaron pasmados un buen rato antes de poder moverse.

Imponían el tamaño, la oscuridad y el canturreo de las palomas ahí reunidas que entraban y saltan por pequeñas ventanas laterales. Cerraron la puerta y las ventanas para que ninguna pudiera escapar y se dedicaron a atrapar pichones y palomas.

Juntaron tal cantidad que pudieron alimentar a todo el batallón por una semana. Antes de retirarse, el capitán recorrió a caballo el patio trasero, inhaló profundamente el indeleble olor a rosas que aún permanecía en ese lugar. Cerró los ojos y así permaneció un buen rato.

Regresando al lado de Mamá Elena le preguntó: — Tengo entendido que tiene tres hijas, ¿dónde están? — La mayor y la menor viven en Estados Unidos, la otra murió.

La noticia pareció conmover al capitán. Con voz apenas perceptible respondió: — Es una lástima, una verdadera lástima.

Se despidió de Mamá Elena con una reverencia. Se fueron tranquilamente, tal y como vinieron y Mamá Elena quedó muy desconcertada ante la actitud que hablan tenido para con ella; no correspondía a la de los matones desalmados que esperaba. Desde ese día prefirió no opinar sobre los revolucionarios. De lo que nunca se enteró es de que ese era el mismo Juan Alejandrez que meses antes se habla llevado a su hija Gertrudis.

Estaban a mano, pues el capitán también ignoró que en la parte trasera de la casa Mamá Elena tenía, enterradas en ceniza, una gran cantidad de gallinas. Habían logrado matar a veinte antes de que ellos llegaran. Las gallinas se rellenan con granos de trigo o avena y con todo y plumas se meten dentro de una olla de barro barnizado. Con un lienzo se tapa bien la olla y de esta manera se puede conservar la carne en buen estado por más de una semana.

Ésta era una práctica común en el rancho desde tiempos remotos, cuando tenían que conservar los animales después de una cacería.

Al salir de su escondite, lo primero que Tita extrañó fue el canturreo constante de las palomas, el cual, desde que nació, formaba parte de su cotidianidad. Este súbito silencio hizo que sintiera de golpe la soledad. Fue en ese momento cuando más sintió la partida de Pedro, Rosaura y Roberto del rancho. Subió rápidamente los peldaños de la enorme escalera que terminaba en el palomar y lo único que encontró fue la alfombra de plumas y la suciedad característica del lugar.

El viento se colaba por la puerta abierta y levantaba algunas plumas que caían sobre una alfombra de silencio. De pronto escuchó un leve sonido: un pequeño pichón recién nacido se había salvado de la masacre. Tita lo tomó y se dispuso a bajar, pero antes se detuvo a mirar por un momento la polvareda que los caballos de los soldados habían dejado en su partida.

Se preguntaba extrañada el porqué no le habían hecho ningún daño a su madre. Mientras estaba en su escondite rezaba por que nada malo le pasara a Mamá Elena, pero inconscientemente tenia la esperanza de que al salir la encontraría muerta.

Avergonzada de tales pensamientos metió al pichón entre sus pechos para tener las manos libres y poder agarrarse bien de la peligrosa escalera. Luego bajó del palomar. Desde ese día su mayor preocupación era la de alimentar al escuálido pichón. Sólo de esta manera la vida tenia cierto sentido. No se comparaba con la plenitud que proporciona el amamantar a un ser humano, pero de alguna manera se le parecía.

 Sus pechos se había secado de un día para otro, por la pena que le causó la separación de su sobrino. Mientras buscaba lombrices, no podía dejar de pensar en quién y cómo estaría alimentando a Roberto. Este pensamiento la atormentaba día y noche. En todo el mes no había podido conciliar el sueño ni un instante. Su único logro durante ese periodo había sido el quintuplicar el tamaño de su enorme colcha. Chencha llegó a sacarla de sus pensamientos de conmiseración y se la llevó a empujones a la cocina. La sentó frente al metate y la puso a moler las especias junto con los chiles. Para que se facilite esta operación es bueno poner de vez en cuando unos chorritos de vinagre mientras se muele. Por último, se mezcla la carne muy picada o molida con los chiles y las especias y se deja reposar largo rato, de preferencia toda una noche.

No acababan de empezar a moler, cuando Mamá Elena entró a la cocina, preguntando por qué no estaba llena la tina para su baño. No le gustaba bañarse demasiado tarde, pues el cabello no se le alcanzaba a secar adecuadamente.

Preparar el baño para Mamá Elena era lo mismo que preparar una ceremonia. El agua se tenía que poner a hervir con flores de espliego, el aroma preferido de Mamá Elena. Después se pasaba la «decocción» por un limpio y se le añadían unas gotas de aguardiente. Por último había que llevar, una tras otra, cubetas con esta agua caliente hasta el cuarto oscuro. Un pequeño cuarto que estaba al final de la casa, junto a la cocina. Este cuarto, como su nombre lo indica, no recibía rayo de luz alguno pues carecía de ventanas. Sólo tenía una angosta puerta. Dentro, a mitad del cuarto, se encontraba una gran tina donde se depositaba el agua. Junto a ella, en una vasija de peltre se ponía agua con shishi para el lavado del pelo de Mamá Elena.

Sólo Tita, cuya misión era la de atenderla hasta su muerte, era la única que podía estar presente en el ritual y ver a su madre desnuda. Nadie más. Por eso se había construido este cuarto a prueba de mirones. Tita le tenía que lavar a su mamá primero el cuerpo, luego el cabello y por último la dejaba unos momentos descansando, gozando del agua, mientras ella planchaba la ropa que se pondría Mamá Elena al salir de la tina.

A una orden de su madre, Tita le ayudaba a secarse y a ponerse lo más pronto posible la ropa bien caliente, para evitar un resfrío. Después, entreabría un milímetro la puerta, para que el cuarto se fuera enfriando y el cuerpo de Mamá Elena no sufriera un cambio brusco de temperatura. Mientras tanto le cepillaba el pelo, alumbrada únicamente por el débil rayo de la luz que se filtraba por la rendija de la puerta y que creaba un ambiente de sortilegio al revelar las formas caprichosas del vapor de agua. Le cepillaba el cabello hasta que éste quedaba seco por completo, entonces le hacía una trenza y daban por terminada la liturgia.

Tita siempre daba gracias a Dios de que su mamá sólo se bañara una vez por semana, porque si no su vida sería un verdadero calvario.

En opinión de Mamá Elena, con el baño pasaba lo mismo que con la comida: por más que Tita se esforzaba, siempre cometía infinidad de errores. O la camisa tenía una arruguita o no estaba suficientemente caliente el agua o la raya de la trenza estaba chueca, en fin, parecía que la única virtud de Mamá Elena era la de encontrar defectos. Pero nunca encontró tantos como ese día. Y es que Tita verdaderamente había descuidado todos los detalles de la ceremonia. El agua estaba tan caliente que Mamá Elena se quemó los pies al entrar, había olvidado el shishi para el lavado del pelo, había quemado el fondo y la camiseta, había abierto la puerta demasiado, en fin, que ahora sí se había ganado a pulso el que Mamá Elena la reprendiera y la expulsara del cuarto de baño.

Tita caminaba aprisa hacia la cocina, llevando bajo el brazo la ropa sucia, lamentándose del regaño y de sus garrafales fallas. Lo que más le dolía era el trabajo extra que significaba haber quemado la ropa. Era la segunda vez en su vida que le ocurría este tipo de desgracia.

Ahora iba a tener que humedecer las manchas rojizas en una solución de dorato de potasa con agua pura y con lejía alcalina suave, restregando repetidas veces, hasta lograr que la mancha desapareciera, aunando este penoso trabajo al de lavar. la ropa negra con que se  vestía su madre. Para hacerlo tenía que disolver hiel de vaca en una pequeña cantidad de agua hirviendo, sumergir una esponja suave en esta agua y con ella mojar toda la ropa, enseguida aclarar con agua limpia los vestidos y sacarlos al aire libre.

Tita fregaba y fregaba la ropa como tantas veces lo hizo con los pañales de Roberto para quitarles las manchas. Lo lograba poniendo a cocer una porción de orina, en ella sumergía la mancha por un momento, lavándola después con agua. Así de simple, las manchas se esfumaban. Pero ahora por más que sumergía los pañales en la orina, no podía quitarles ese horroroso color negro. De pronto se dio cuenta que no se trataba de los pañales de Roberto, sino de la ropa de su madre. La había estado sumergiendo en la bacinica que desde la mañana había dejado olvidada sin lavar junto al fregadero. Apenada, se dispuso a corregir su fallo.

Ya instalada en la cocina, Tita se propuso poner más atención en lo que hacía. Tenía que poner coto a los recuerdos que la atormentaban o la furia de Mamá Elena podría estallar de un momento a otro.

Desde que empezó a preparar el baño de Mamá Elena dejó reposando el chorizo, por tanto ya había pasado tiempo suficiente como para proceder a rellenar las tripas.

Tienen que ser tripas de res, limpias y curadas. Para rellenarlas se utiliza un embudo. Se atan muy bien a distancia de cuatro dedos, y se pican con una aguja para que salga el aire, que es lo que puede perjudicar el chorizo. Es muy importante comprimirlo muy bien mientras se rellena, para que no quede ningún espacio.

Por más empeño que Tita ponía en evitar que los recuerdos acudieran a ella y la hicieran cometer más errores, no pudo evitarlos al tener en las manos un trozo grande de chorizo y rememorar la noche de verano en que todos salieron a dormir al patio. En la época de canícula se colgaban en el patio grandes hamacas, pues el calor se hacia insoportable. En una mesa se ponía una tinaja con hielo y dentro se colocaba una sandía partida por si alguien a media noche se levantaba acalorado con deseos de refrescarse comiendo una rebanada. Mamá Elena era especialista en partir sandia: tomando un cuchillo filoso, encajaba la punta de tal manera que sólo penetraba hasta donde terminaba la parte verde de la cáscara, dejando sin tocar el corazón de la sandía.

Hacía varios cortes en la cáscara, de una perfección matemática tal que cuando terminaba tomaba entre sus manos la sandía y le daba un solo golpe sobre una piedra, pero en el lugar exacto, y mágicamente la cáscara de la sandía se abría como pétalos en flor, quedando sobre la mesa el corazón intacto. Indudablemente, tratándose de partir, desmantelar, desmembrar, desolar, destetar, desjarretar, desbaratar o desmadrar algo, Mamá Elena era una maestra.

Desde que Mamá Elena murió nunca nadie ha podido volver a realizar esa proeza (con la sandía).

Tita escuchó desde su hamaca cómo alguien se había levantado a comer un pedazo de sandia. A ella la habían despertado las ganas de ir al baño. Todo el día había tomado cerveza, no para aminorar el calor sino para tener más leche, para amamantar a su sobrino.

Este dormía apaciblemente junto a su hermana. Se levantó a tientas, no podía distinguir nada, era una noche de completa oscuridad. Se fue caminando hacia el baño, tratando de recordar dónde estaban las hamacas, no quería tropezar con nadie.

Pedro, sentado en su hamaca, comía su sandia y pensaba en Tita. Su cercanía le producía una gran agitación. No podía dormir imaginándola ahí a unos pasos de él... y de Mamá Elena, por supuesto. Su respiración se detuvo unos instantes al escuchar el sonido de unos pasos en las tinieblas. Tenía que tratarse de Tita, la fragancia peculiar que se esparció por el aire, entre jazmín y olores de la cocina sólo podía pertenecerle a ella. Por un momento pensó que Tita se había levantado para buscarlo. El ruido de sus pasos acercándose a él se confundía con el de su corazón, que latía violentamente. Pero no, los pasos ahora se alejaban, en dirección al baño. Pedro se levantó como un felino y sin hacer ruido la alcanzó.

Tita se sorprendió al sentir que alguien la jalaba y le tapaba la boca, pero inmediatamente se dio cuenta de a quién pertenecía esa mano, y permitió sin ninguna resistencia que la mano se deslizara primero por su cuello hasta sus senos y después en un reconocimiento total por todo su cuerpo.

Mientras recibía un beso en la boca, la mano de Pedro, tomando la suya, la invitó a recorrerle el cuerpo. Tita tímidamente palpó los duros músculos de los brazos y el pecho de Pedro. Más abajo, un tizón encendido, que palpitaba bajo la ropa. Asustada, retiró la mano, no por el descubrimiento, sino por un grito de Mamá Elena.

— Tita, ¿dónde estás? — Aquí, mami, vine al baño.

Temerosa de que su madre sospechara algo, Tita regresó rápidamente y pasó una noche de tortura aguantando las ganas de orinar acompañada de otra sensación parecida. Pero de nada sirvió su sacrificio: al día siguiente Mamá Elena, que por un tiempo parecía haber cambiado de opinión en cuanto a que Pedro y Rosaura se fueran a vivir a San Antonio, Texas, aceleró la partida y en tres días más logró que se fueran del rancho.

La entrada de Mamá Elena a la cocina ahuyentó sus recuerdos. Tita dejó caer el chorizo entre sus manos. Sospechaba que su madre podía leerle el pensamiento. Tras ella, entró Chencha llorando desconsoladamente.

— ¡No llores niña! Me choca verte llorar. ¿Qué es lo que te pasa? — Es q'el Felipe yástá aquí y dice ¡que si petatió! — ¿Qué dices? ¿Quién se murió? — ¡Pos el niño! — ¿Cuál niño? — ¡Pos cuál iba’ser! Pos su nieto, todo lo que comía le caía mal ¡y pos si petatió! Tita sintió en su cabeza un trastero cayéndose. Después del golpe, el sonido de una vajilla rota en mil pedazos. Como impelida por un resorte se levantó.

— ¡Siéntate a trabajar! Y no quiero lágrimas. Pobre criatura,— espero que el Señor lo tenga en su gloria, pero no podemos dejar que la tristeza nos gane, hay mucho que hacer. Primero terminas y luego haces lo que quieras, menos llorar, ¿me oíste? Tita sintió que una violenta agitación se posesionaba de su ser: enfrentó firmemente la mirada de su madre mientras acariciaba el chorizo y después, en lugar de obedecerla, tomó todos los chorizos que encontró y los partió en pedazos, gritando enloquecida.

— ¡Mire lo que hago con sus órdenes! ¡Ya me cansé! ¡Ya me cansé de obedecerla! Mamá Elena se acercó, tomó una cuchara de madera y le cruzó la cara con ella.

— ¡Usted es la culpable de la muerte de Roberto! — le gritó Tita fuera de sí y salió corriendo, secándose la sangre que le escurría de la nariz; tomó al pichón, la cubeta de lombrices y se subió al palomar.

Mamá Elena ordenó que quitaran la escalera y que la dejaran pasar toda la noche ahí.

Mamá Elena y Chencha terminaron en silencio de rellenar los chorizos. Con lo perfeccionista que era Mamá Elena y el cuidado que siempre ponla para que no quedara aire dentro de los chorizos, fue verdaderamente inexplicable para todos que una semana después encontraran los chorizos invadidos de gusanos en la bodega donde los había puesto a secar.

A la mañana siguiente mandó que Chencha bajara a Tita. Mamá Elena no podía hacerlo pues sólo había una cosa que temía en la vida y era el miedo a las alturas. No soportaba ni el pensamiento de tener que subir por la escalera, que media siete metros, y abrir hacia fuera la pequeña puerta, para poder entrar. Por lo tanto le convenía fingir más orgullo del que tenia y mandar a otra persona para que bajara a Tita, aunque ganas no le faltaban de subir personalmente y bajarla arrastrándola de los cabellos.

Chencha la encontró con el pichón en las manos. Tita parecía no darse cuenta de que estaba muerto. Intentaba darle de comer más lombrices. El pobre tal vez murió de indigestión porque Tita le dio demasiadas. Tita tenía la mirada perdida y miraba a Chencha como si fuera la primera vez que la viera en su vida.

Chencha bajó diciendo que Tita estaba como loca y que no quería abandonar el palomar.

— Muy bien, si está como loca va a ir a dar al manicomio. ¡En esta casa no hay lugar para dementes! Y efectivamente, de inmediato mandó a Felipe a por el doctor Brown para que se llevara a Tita a un manicomio. El doctor llegó, escuchó la versión de la historia de parte de Mamá Elena y se dispuso a subir al palomar.

Encontró a Tita desnuda, con la nariz rota y llena de suciedad de palomas por todo el cuerpo. Algunas plumas se le habían pegado en la piel y el pelo. En cuanto vio al doctor corrió a un rincón y se puso en posición fetal.

Nadie supo qué le dijo el doctor Brown durante las horas que pasó con ella, pero al atardecer bajó con Tita ya vestida, la subió a su carretela y se la llevó.

Chencha, corriendo y llorando a su lado, apenas alcanzó a ponerle a Tita en los hombros la enorme colcha que había tejido en sus interminables noches de insomnio. Era tan grande y pesada que no cupo dentro del carruaje. Tita se aferró a ella con tal fuerza que no hubo más remedio que llevarla arrastrando como una enorme y caleidoscópica cola de novia que alcanzaba a cubrir un kilómetro completo. Debido a que Tita utilizaba en su colcha cuanto estambre caía en sus manos, sin importarle el color, la colcha mostraba una amalgama de colores, texturas y formas que aparecían y desaparecían como por arte de magia entre la monumental polvareda que levantaba a su paso.