A Silvia, mi mujer.
A Cecilia, Natasha
y Carlos, mis hijos.
Capítulo 1. Advertencia pre-ibérica
Un notable moralista mexicano, Mario Moreno “Cantinflas”, le dijo en cierta ocasión a un señor con el que discutía: “Pero oiga, mire nomás, ¡qué falta de ignorancia!”. Cantinflas era un maestro de la paradoja, pero su broma contenía una gran verdad. Existe una cultura no escrita que se manifiesta en la memoria, la transmisión oral y el cultivo de la tradición. En el habla de todos los días. Para conocerla —Cantinflas tiene razón— hace falta un poco de ignorancia.
El filósofo español José Ortega y Gasset, a principios del siglo XX, llevó a cabo una encuesta entre campesinos andaluces, que no sabían leer ni escribir, llegando a una conclusión: “¡Qué cultos son estos analfabetas!”. Lo mismo podría decirse, hoy, de muchos grupos indígenas y campesinos de indo-afrohispano América: ¡Qué cultos son estos analfabetas!
La “ignorancia” alabada por Cantinflas acaso sea sinónimo de “sabiduría” no escrita —ancestral-tradicional—. “Ignorante” para nosotros, es “sabia” en tanto cultura dicha, no registrada, memoriosa, que somos nosotros quienes la ignoramos. Digo lo anterior para dejar sentado, de arranque, que la aproximación a la palabra no puede ser excluyente o restrictiva. La lengua es como un río caudaloso a veces, apenas un arroyo otras, pero siempre dueño de un cauce —la oralidad, el “¿Te acuerdas?”, “Buenos días”, “Te quiero mucho”, “¿Qué hay para cenar?”, “Nos vemos mañana”—. Toda esta profusa corriente de la oralidad corre entre dos riberas: una es la memoria, la otra es la imaginación. El que recuerda, imagina. El que imagina, recuerda. El puente entre las dos riberas se llama lengua oral o escrita.
Quisiera darle la mayor amplitud posible a la literatura porque con demasiada frecuencia la limitan y empobrecen las restricciones ideológicas, cuando no la persiguen y excluyen las tiranías políticas.
Las literaturas del continente americano se inician (y se perpetúan) en la memoria épica, ancestral y mítica de los pueblos del origen. América —el hemisferio occidental— fue una vez un continente deshabitado. De origen asiático o polinesio, la población indígena del hemisferio dijo nuestra primera palabra. Rememoró la creación del mundo en el Popol Vuh y la destrucción del mundo en el Chilam Balam. En medio se escucharon hermosos cantos de amor y enseñanza y acentos bélicos de combate y sangre.
Estas palabras se han prolongado en la literatura oral, de los indios pueblos del norte a los mapuches del sur. Su ritmo, su recuerdo, acaso su melancolía, subyacen en la literatura en castellano de América, cuyo signo es la escritura, en contraste con la oralidad prevalente en los mundos previos a Colón y Vespucio.
José Luis Martínez exploró la multiplicidad de sus culturas y lenguas, así como sus temas centrales, anteriores a la llegada de los europeos, empezando por Alaska: esquimales cercanos a la creación de la Tierra y los astros, y a las interrogantes, ya, sobre el origen y la muerte. Los kutenais de Canadá y sus cantos al Sol y a la Luna. Los nez-percé de Oregón y los pawnees de Nebraska y Kansas, religiones de matrimonios espectrales y de hijos pródigos. Los natchez de Luisiana y la creación del mundo. Los navajos de Arizona y la tensión entre caminar o permanecer.
Y ya en lo que hoy es México, los coras de Nayarit, donde la Semana Santa y la figura de Cristo se han transformado en celebraciones de la creación del mundo y el Dios creador anterior al mundo. Los tarascos de Michoacán y la muerte de los pueblos. Los mixtecos de Oaxaca y el origen del mundo (preocupación constante de los pueblos cercanos aun al principio de las cosas). Los cunas en Panamá, aprendiendo a llorar, y en América del Sur, los chocos colombianos y la memoria del Diluvio Universal, los chasis y las leyendas del sueño, los záparos brasileños y la reacción de los animales de la selva. También en Brasil, los ñangatú —la danza y el amor—, los mapuches chilenos y la rebeldía de los hijos de Dios. Los guaraníes del Paraguay y el recuerdo del primer padre.
Todos ellos al lado de las grandes culturas protagonistas. Los toltecas y los nahuas en el México central y en la costa del Golfo los primeros, los olmecas, provisionalmente desplazados al museo de antropología de Xalapa (Veracruz). Los mayas en Yucatán y los quechuas en Perú y el altiplano.
Oralidad y corporeidad, arquitectura y música: tales fueron, nos indica Enrique Florescano, los instrumentos de su cultura y de la transmisión de la misma. Y si llegaron hasta nosotros, es porque intuyeron el poder hereditario y de supervivencia de lengua, cuerpo y mirada.
En México, con una población total de unos cien millones de habitantes, diez millones son indígenas y, aunque cada vez más culturizados en la corriente general mestiza, la mayoría de ellos retienen casi siempre sus lenguas originales, más de cuarenta, tan diferentes entre sí como puede serlo el sueco del italiano.
Viajar a las tierras de los huicholes en Jalisco, los tarahumaras en Chihuahua, los nahuas en el México Central, los zapotecas en Oaxaca o los mayas en Yucatán es descubrir que, aun cuando son iletrados, los indígenas no son ignorantes y aun cuando son pobres, no están desposeídos de una cultura. Lo que poseen es un extraordinario talento para recordar o imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los minuciosos detalles de la vida diaria, las primeras palabras de un niño, las gracejadas del payaso de la aldea, la fidelidad del perro casero, las comidas preferidas, la memorable muerte de los abuelos...
Fernando Benítez, el gran cronista de los indios de México, dijo en una ocasión que, al morir un indio, muere con él toda una biblioteca. Y es que en un mundo derrotado que debió hacerse invisible para no ser, una vez derrotado, notado, la oralidad es más segura que la literalidad. Pasar de la invisibilidad y oralidad de siglos a la visibilidad y literalidad modernas es un paso gigantesco pero difícil para el mundo indígena de las Américas. Sus rebeliones esporádicas deben dar lugar a una relación digna, permanente y mutuamente enriquecedora.
De la primera rebelión chiapaneca de 1712, desencadenada por la visión milagrosa de la niña María Candelaria, a la última rebelión chiapaneca de 1994, desencadenada por la visión igualmente milagrosa de que México ya era un país del primer mundo, resulta curioso notar la presencia —si no, precisamente, la dirección— de cabecillas criollos o mestizos: Sebastián Gómez de la Gracia en 1712, Marcos en 1994, que si no son, o dicen no ser, quienes conducen la rebelión, sí son quienes le dan voz pública y esa voz, nos guste o no, se la dan en español.
Y es que el movimiento que hoy se extiende por las antiguas tierras aborígenes de América reivindica la gran tradición oral de los pueblos indígenas —nahua, aymará, guaraní, mapuche— pero sabe —sabemos— que su voz universal, la que liga sus reivindicaciones muy respetables a la comunidad social y política mayor de cada país nuestro, es la voz castellana. El guaraní de Paraguay no se entenderá con el maya de Yucatán, pero apuesto a que ambos se reconocen en la lengua común, la castilla, el español, el esperanto de América.
De tal suerte que, aun en nombre de la autonomía y el reconocimiento culturales de los pueblos indígenas, el español es lengua de co-relación, de comunicación, de reconocimiento incluso de lo que no es en español. El castellano es la lengua franca de la indianidad americana.
En maya o en quechua traducido al castellano, los indios de América nos harán saber a nosotros, los habitantes de las ciudades blancas y mestizas del continente, lo que desean, lo que recuerdan, lo que rechazan. A nosotros, ¿qué nos corresponde sino escuchar, poner atención y saber respetar a esa parte de nuestra comunidad indoeuroamericana?
A nosotros nos corresponde saber si nos interesa participar de los frutos de la comunidad indígena, su pureza ritual, su cercanía a lo sagrado, su memoria de lo olvidado por la amnesia urbana. A nosotros nos corresponde decidir si podemos respetar los valores del indio, sin condenarlos al abandono, pero salvándolos de la injusticia.
Los indios de América son parte de nuestra comunidad policultural y multirracial. Olvidarlos es condenarnos al olvido de nosotros mismos. La justicia que ellos reciban será inseparable de la que nos rija a nosotros mismos. Los indios de América son el fiel de la balanza de nuestra posibilidad comunitaria. No seremos hombres y mujeres satisfechos si no compartimos el pan con ellos. Pero ellos, al cabo parte y no todo de un nosotros, deben aceptar también las reglas de la convivencia democrática, no deben escudarse en la tradición para perpetuar abusos autoritarios, ofensas a las mujeres, rivalidades étnicas o la respuesta paralela al racismo blanco, que es el racismo contra el blanco o el mestizo o, como le dice un indio mixteco a Benítez: “Me quieren matar porque hablo español”.
“¡Colón al paredón!”, gritaba un grupo de indígenas mexicanos en torno a la estatua del navegante genovés en 1992. Sí, Colón al paredón —pero con la venia de los indigenistas a ultranza, tenían que gritarlo en español.
También me ocupo aquí de la negritud americana: es otra historia. Llegados de África en barcos esclavistas, rindieron sus lenguas originales y debieron aprender las del colonizador. Pero mi tema central es la escritura en lengua española, y a veces portuguesa, del Nuevo Mundo.
“La Colonia española prohibió la redacción y circulación de novelas, alegando que leer ficciones era peligroso para una población recién convertida al cristianismo. Lo cual, en otro sentido, constituye un elogio de la novela, considerándola no inocua, sino peligrosa”. “La mediocridad de la novela hispanoamericana del XIX no es ajena a la ausencia de una novela española después de Cervantes y antes de Leopoldo Alas y Benito Pérez Galdós. Sólo quiero registrar mi asombro de que en la lengua de la novela moderna fundada en La Mancha por Miguel de Cervantes sólo haya habido, después de Don Quijote, campos de soledad, mustio collado. La Regenta, Fortunata y Jacinta, le devuelven su vitalidad a la novela española en España, pero la América española deberá esperar aún más, como España esperó a Clarín y a la Galdós, a Borges, Asturias, Carpentier y Onetti. En cambio, y éste es el milagro, Brasil le da su nacionalidad, su imaginación, su lengua, al más grande, por no decir el solitario, novelista iberoamericano del siglo pasado, Joaquim María Machado de Assis”. “Claudio Magris dice algo sobre nuestra literatura que me parece aplicable a Machado. La América Latina ha dilatado el espacio de la imaginación. La literatura occidental estaba amenazada de incapacidad. Europa asumió la negatividad. Latinoamérica, la totalidad”. “Imaginar América, contar el Nuevo Mundo, no sólo como extensión sino como historia. Decir que el mundo no ha terminado porque es no sólo un espacio limitado, sino un tiempo sin límite. La creación de esta cronotopía –tiempo y espacio- americana ha sido lo propio de la narrativa en lengua española en nuestro hemisferio. La transformación del espacio en tiempo: transformación de la selva de La vorágine en la historia de Los pasos perdidos y la fundación de Cien años de soledad. Tiempo del espacio que los contiene a todos en El Aleph y espacio del tiempo urbano en Rayuela”.
“Cuando lo leí por primera vez, en Buenos Aires, y yo sólo tenía quince años, Borges me hizo sentir que escribir en español era una aventura mayor, e incluso un mayor riesgo, que escribir en inglés. Borges abolió las barreras de la comunicación entre las literaturas, enriqueció nuestro hogar lingüístico castellano con todas las tesorerías imaginables de la literatura de Oriente y Occidente, y nos permitió ir hacia delante con un sentimiento de poseer más de lo que habíamos escrito, es decir, todo lo que habíamos leído, de Homero a Milton y a Joyce. Acaso todos, junto con Borges, eran el mismo vidente ciego”.
“Borges fue el primer narrador de lengua española en las Américas (Machado de Assis ya lo había logrado, milagrosamente, en la lengua portuguesa del Brasil) que verdaderamente nos liberó del naturalismo y que redefinió lo real en términos literarios, es decir, imaginativos. En literatura, nos confirmó Borges, la realidad es lo imaginado. Esto es lo que he llamado la Constitución Borgeana: confusión de todos los géneros, rescate de todas las tradiciones, creación de un nuevo paisaje sobre el cual construir las casas de la ironía, el humor y el juego, pero también una profunda revolución que identifica a la libertad con la imaginación y que, a partir de esta identificación, propone un nuevo lenguaje”.
“El lag cultural que fue nuestro debate decimonónico –la llegada tardía a los banquetes de la cultura occidental, que lamentó Alfonso Reyes- no fue un problema para Carpentier o para los novelistas que le sucedieron. Si había retraso cultural, no fue colmado mediante declaraciones de amor a Francia, odio a España o filiaciones con uno u otro bando de la Guerra Fría, sino de la única manera posible: creando obras de arte de validez internacional”. “La novela moderna de la América Española es inseparable de un trabajo poético ininterrumpido, por lo menos, desde el siglo XVI. No hay verdadero conjuntos narrativos en la América española antes de la segunda mitad del siglo XIX; en cambio, nunca carecimos de una tradición poética y hoy podríamos afirmar que detrás de cada novelista hispanoamericano hay muchos poetas hispanoamericanos de ayer y de hoy”.
“El ascenso de ‘nuestro señor barroco’ en Hispanoamérica es veloz y deslumbrante. Se identifica con lo que Lezama llama la contra-conquista: la creación de una cultura indo-afro-iberoamericana, que no cancela, sino que extiende y potencia la cultura del occidente mediterráneo en América”.
“No conozco resumen más perfecto de la cultura hispanoamericana que la escena de ese capítulo VIII de Paradiso donde el guajiro Leregas, dueño del atributo germinativo más tronitonante de la clase, balancea sobre su cilindro carnal tres libros en octavo mayor: toda una enciclopedia, todo el saber acumulado del mundo, sostenido como un equilibrista sobre la potencia fálica de un guajiro cubano. Simbólicamente, poco más hay que decir sobre la América hispánica”.
“La novela del Boom recuperó la amplitud de la tradición literaria. Hizo suyos a los padres de la nueva novela, Borges y Carpentier, Onetti y Rulfo. Reclamó para sí la gran línea poética ininterrumpida de Hispanoamérica. Le dio a la novela rango no sólo de reflejo de la realidad sino de creadora de más realidad… Amplió espectacularmente los recursos técnicos de la narrativa latinoamericana; radicó sus efectos sociales en los dominios del lenguaje y la imaginación y alentó una extraordinaria individualización de la escritura, más allá de le estrechez de los géneros. Por si fuera poco, el boom amplió espectacularmente el mercado de la lectura en América Latina e internacionalizó la literatura escrita desde México y el Caribe hasta Chile y Argentina”.
“A partir de Borges y Neruda –opuestos en todo menos en su profunda vocación literaria-; a partir de la generación del Boom; y ahora, tras el Búmerang y el Crack, la literatura latinoamericana no ha hecho sino confirmar la regla de Alfonso Reyes: seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales. De Cortázar y García Márquez a Volpi y Padilla, nuestras letras son parte del patrimonio nacional, continental y universal. La antigua separación entre nacionalismo y cosmopolitismo ha desaparecido”. “Rulfo, Borges, Carpentier, Asturias, Onetti, Lezama Lima, encarnan lo que podríamos llamar pre-Boom hispanoamericano. Seguiría el Boom con una docena y hasta veintena de escritores. En seguida, se ampliaría el radio al post-Boom, el mini-Boom, incluso el anti-Bboom, hasta contar con un buen centenar de excelentes novelistas en español, de México al Río de la Plata”.
“Se ha vuelto un tópico decir que en América Latina la ficción no puede competir con la realidad. Las novelas de Carpentier primero, de García Márquez y Roa Bastos enseguida, le dieron suprema e insuperable existencia literaria a esta verdad hiperbólica. Sin embargo, sigue siendo cierto que la novela difícilmente compite con la historia en Latinoamérica. Se ha citado una conversación que tuvimos García Márquez y yo a raíz de una increíble secuela de eventos latinoamericanos: había que tirar los libros al mar, la realidad los había superado”. “No hay hecho más triste, menos justificable en la América Latina que la persistencia de una rígida demarcación alejandrina entre las dos iberoaméricas, la hispano-parlantes y la lusófona. Brasil y la América española, al desconocerse, se reducen. Somos dos caras de la misma medalla y dividir ese escudo es quedarse sin la mitad de nuestro ser. Nélida Piñón viene a reparar ese divorcio doloroso e innecesario”.