Ángeles de la ciudad, by Elena Poniatowska


Ángel de mi guarda
dulce compañía
no me desampares
ni de noche ni de día
Antes, el Ángel de la Independencia era lo primero que se veía parado contra el cielo, a ras del aire, donde empiezan las nubes. Era el sueño más acariciado de los niños de provincia en sus tardes de calma cosquilleante: "Oye, el Ángel ¿es como en las fotos?" Y con un aire de ángel elegido, el otro contestaba lleno de orgullo: "¡Uy no, es más bonito!" Era también el mayor punto de referencia. "¿Sabes por dónde? Por el Ángel, por allí vivo." A la niña Titi le preguntaron en la escuela que cuándo se había iniciado la Independencia de México, y respondió, oronda: "Cuando se cayó el Ángel". Raúl Prieto sostiene que México es un país tan machista que a la victoria que corona la columna de la Independencia, de incuestionables atributos femeninos, de redondeces tan rotundas que se recortan claramente en el aire, todo el mundo la llama: "El Angelito".


Angelitos Negros
Sin embargo, desde 1957, los ángeles se han opacado en México. El esmog, siguiendo al pie de la letra los dictados de la canción, nos pinta angelitos negros. Allí los vemos alicaídos, tratando de pasar entre los coches, golpeándose en contra de las salpicaduras, atorándose en las portezuelas, magullando sus músculos delicados, azuleando su piel de por sí dispuesta a los moretones. Ya nada tienen que ver con aquellos ángeles de puro oro que se ríen en los altares barrocos de las iglesias del centro, o con los angelitos cachetones y nalgones que los indígenas convirtieron en las criaturas terrenales y glotonas que ofrecen sus boquitas pintadas en Santa María Tonantzintla: ángeles que vuelan mal lastrados por un sospechoso cargamento de uvas, granadas, plátanos y piñanonas.


Hoy por hoy los ángeles de la ciudad son todos aquellos que no saben que lo son. Cada año llegan en parvadas y se aposentan en las calles, en los camellones, en las cornisas, en los aleros, debajo de algún portón. Allí las pepiteras y marías venden su montoncito de semillas, de a poquito, apenas lo que cabe entre dos dedos "pa'que no se mi'acabe". En el lenguaje popular son golondrinas o sea pájaros con cara de gente que en tiempo de secas llegan a la capital a completarse, a juntar un poco de alpiste y, cuando viene el momento de la cosecha o del sembrado, levantan el vuelo y regresan a su pueblo. Estas golondrinas no hacen nido y si lo hacen es un nido tan maltrecho, tan agujereado que no cobija nada; deja el alma expuesta a todos los vientos y la carne abierta a la primera herida, un nido que al rato cae porque no pudo asirse a las vigas del techo y que al día siguiente se barre con la basura de la mañana.



Ángeles De Una Noche

Desde Toluca, Querétaro, Ixtlahuaca, Hidalgo, Atlacomulco y hasta de Oaxaca vienen las criaditas a la gran ciudad: la provincia que surte verduras surte también mujeres lozanas, de trenzas largas y sonrisas apocadas. "Sabe, me dieron permiso." Llegan con los ojos bajos y el trotecito indio, que las hace deambular por los cuartos casi sin que se les sienta, como queriendo borrarse. De allá del pueblo se trajeron sus trapos más mejorcitos, los dos vestidos, el cremita y el celeste, su delantal con bolsas y el suéter calado con sus dibujos de cocoles. Ahora abren y cierran puertas, descubren el refrigerador, el bóiler y algo que equivale al ojo de Dios: la pantalla chica que las mira idiota desde su caja y les retaca el cerebro de ondas imprevisibles. Un buen día, su patrona las encuentra con los ojos abiertos a reventar frente a "Sube Pelayo sube" y una buena tarde las escucha gritar a voz en cuello en un bramido estremecedor de tan impúdico: "Regálame esta noche" y una mañanita advierten modosas a la hora del desayuno, su pelo cortina negra recién lavada escurriendo sobre sus hombros, su cintura: "Señora, me voy a separar", recogen sus plumas y se van redondeadas como palomas torcaces a arrullar con su ronco gorjeo de paloma al palomito tierno , producto de aquella noche que les regalaron.


A veces el recién nacido muere y los sobrevivientes lo convierten de inmediato en angelito. Cuando ya los compadres están seguros de que no le queda ni tantito resuello, entonces lo ponen sobre una mesa rodeado de cempasúchiles, lo visten de papel de china y le pegan una estrella en la frente. Nadie llora para no quitarle la gloria. Al contrario, otras mujeres traen a sus niños y les dicen: "Velo, velo bien, míralo, porque es angelito, a ver si algo se te pega"; consuelan a la madre: "¡Qué bueno que se murió chiquito, porque se fue al cielo! ¡Hoy sí que está en el cielo!" Le prenden velitas de sebo, hasta que llegan los compadres con la botella de aguardiente y el café con piquete; le pintan sus chapitas, lo coronan de flores, lo acomodan en el cajón blanco y azul cielo, chiquito como caja de zapatos; cierran la tapadera que lleva encima un angelito, otro angelito de hoja de lata, y se lo llevan al agujero pequeño, escarbado para él en el camposanto. El angelito vuela al cielo, se lo lleva Dios; al cabo ya lo rociaron con agua bendita, para que no se fuera al limbo.


El Ángelus

En el crepúsculo, a la hora del Ángelus, la ciudad se cierra sobre sus moradores. El Ángelus aún se da en los talán-talán de los campanarios pueblerinos y las campanas suenan entonces tan solitarias, tan desamparadas y tan hambrientas como los hombres. Muchos niños cantan el Ángelus para dar las gracias y dormir en paz, porque Ángelus significa dar luz sobre el espíritu del que descansa. Con su imagen de siglos, el Ángel se retrata en iglesias, pórticos, estatuas y va cambiando con la arquitectura, pero nunca en los sentimientos de los hombres. A la hora del Ángelus, si uno afina bien el oído puede percibir un rumor de alas; legiones y legiones celestiales que van cubriendo el cielo del atardecer, y si ustedes se descuidan, señoras y señores, podrán toparse con su Ángel de la Guarda, a la vuelta de cualquier encuentro, en la acera de esta Angelópolis, un ángel de carne y hueso y un pedazo de pescuezo, en esta ciudad que no nos permite amar como quisiéramos, para saciar nuestra hambre. Se necesita el estado de gracia para amar por encima de los cláxones, los pleitos, las angustias, el esmog, la violencia, el moverse a todos lados y en ninguna dirección y, antes de ser ángeles amorosos, nos llega el edicto y la condena. Entonces, volvemos a repetir junto al Ángel en potencia, aunque se haya disfrazado de zopilote negro:
Ángel de mi guarda
dulce compañía
no me desampares
ni de noche ni de día
(fragmento de "Fuerte es el silencio", 1980)


Elena Poniatowska (1932-)

Elena Poniatowska es seguramente la escritora mexicana más popular en los últimos años. Ella es popular en los dos sentidos de la palabra: por ser enormemente conocida e influyente aun más allá de lo estrictamente literario y por ser una autora profundamente identificada con el drama y las causas del sector más anónimo del pueblo mexicano. En verdad, ella ha brindado una voz, significativa y resonante, a un vasto grupo social que se había resignado a cumplir un papel pasivo y silencioso en la historia mexicana reciente. Es un destino curioso el de esta mujer nacida en Paris, con sangre noble en sus venas (su padre francés pertenecía a la aristocracia polaca y se casó con una mexicana de distinguida familia), que ha llegado a ser la mejor intérprete del México profundo y olvidado.